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– Señor, yo…

– ¡Capitán! -lo interrumpió Dickerson con brusquedad.

– Sí, señor.

Scheuler se deslizó hacia el asiento con una expresión de horror en el rostro. Llevó sus manos al panel de control. Las luces se encendieron por un momento y, en cuanto el revestimiento de la nave se volvió transparente, se apagaron. Desde ahí podían ver las luces colocadas en el exterior.

– Tenemos energía -Scheuler constató algo obvio. Bajó la mirada hacia la palanca del control de altura y se quedó aterrado. La mano de Terrent todavía estaba asida a él y del extremo de su antebrazo pendían huesos y carne destrozados. Lanzó un chillido y volvió el rostro.

El coronel Dickerson se arrodilló y quitó aquel resto inerte. «Maldito Gullick, maldito Gullick.» Era una cantinela a la que su cerebro se aferraba para permanecer en la cordura.

– Compruebe si tiene control de vuelo -le ordenó en un tono más amable.

Scheuler tomó la palanca. El espacio se abrió bajo sus pies.

– Tenemos control de vuelo -respondió como un autómata.

– De acuerdo -dijo Dickerson-. El capitán Travers volará con usted de vuelta a Groom Lake. Una nave volará a modo de escolta. ¿Lo ha entendido, capitán?

No obtuvo respuesta.

– ¿Me ha comprendido?

– Sí, señor -dijo Scheuler con voz débil.

Dickerson salió fuera del disco y dio las órdenes apropiadas. Cuando hubo acabado se apartó de las luces y fue detrás del montículo de arena contra el que el disco había chocado. Se puso de rodillas y vomitó.

EL CUBO, ÁREA 51.

En la sala de reuniones las luces estaban bajas y Gullick permanecía completamente en la sombra. Los demás miembros de Majic12 se habían retirado para tomarse un merecido descanso o para supervisar sus propios departamentos, con excepción de Kennedy, el subdirector de operaciones de la CÍA, que se había quedado esperando a que los demás se fueran.

– Estamos sentados sobre un polvorín -empezó a decir Kennedy.

– Lo sé -dijo Gullick. Tenía la carpeta que contenía el mensaje interceptado de la doctora Duncan. Aquello confirmaba que Turcotte era un infiltrado; sin embargo, lo más importante era la amenaza de que la doctora Duncan consiguiera que el Presidente atrasara la prueba de vuelo. Eso era, simplemente, intolerable.

– Los demás no saben lo que Von Seeckt, usted y yo sabemos sobre la historia de este proyecto -continuó Kennedy.

– Llevan demasiado tiempo ya. Incluso si lo supieran sería demasiado tarde para todos -dijo Gullick-. Ya sólo el asunto de Majestic12 es suficiente para hundirlos a todos.

– Pero si descubren lo de Paperclip… -empezó a decir Kennedy.

– Nosotros heredamos Paperclip -interrumpió Gullick-.

Igual que heredamos Majic. Y la gente sabe cosas sobre Paperclip. Ya no es un gran secreto.

– Sí, pero nosotros los mantenemos en marcha -remarcó Kennedy-. Y lo que la mayoría de la gente sabe sólo es la punta del iceberg.

– Von Seeckt no sabe que Paperclip todavía funciona, y en los años cuarenta, él sólo estaba en la superficie del proyecto.

– Sabe lo de Dulce -replicó Kennedy.

– Sabe que Dulce existe y que de algún modo está conectado con nosotros, pero nunca ha tenido acceso a lo que allí ocurre -dijo Gullick-. No tiene ni idea de lo que ocurre.

El lado derecho del rostro de Gullick se contrajo y levantó una mano para aplacar el dolor que sentía en su cabeza. Incluso pensar en Dulce dolía. No quería volver a hablar de ello jamás. Había cosas más importantes que tratar. Gullick contó sus problemas con los dedos.

– Mañana o, mejor dicho, esta mañana nos encargaremos de Von Seeckt y de los otros en Phoenix. Así esta fuga quedará cerrada.

– Al amanecer tendremos el follón de White Sands limpio y las tripulaciones interrogadas y listas.

– Tenemos la reunión de las ocho con Slayden, que debe distraer la atención de la doctora Duncan durante un tiempo suficiente.

– El almirante Coakley pronto nos podrá dar noticias sobre esos cazas Fu.

– Y, por último, aunque no menos importante, por supuesto, en noventa y tres horas haremos volar la nave nodriza. Eso es lo más importante. -El general Gullick se volvió y dejó de mirar a Kennedy a fin de poner punto final a la conversación. Oyó cómo Kennedy se marchaba, luego buscó en sus bolsillos y sacó dos pastillas especiales que el doctor Cruise le había dado. Necesitaba algo que le calmara el dolor de cabeza.

ESPACIO AÉREO, SUR DE LOS ESTADOS UNIDOS.

Al comprobar las pocas fotografías que no había visto antes, el profesor Nabinger completó el vocabulario de runa superior con una o dos frases. Había fotografías desparramadas sobre los asientos a ambos lados, que estaban desocupados. Se tomó la tercera taza de café que la azafata le había llevado y sonrió satisfecho. Sin embargo, esa sonrisa desapareció rápidamente en cuanto su mente regresó al mismo problema.

¿Cómo se había difundido la runa superior por todo el mundo en una fecha tan temprana de la historia del hombre, cuando incluso comerciar por el mar Mediterráneo era una aventura que entrañaba grandes peligros? Nabinger no lo sabía, pero esperaba que las fotografías le proporcionaran la respuesta. De hecho, había dos problemas. Uno era que muchas fotografías mostraban lugares que habían resultado dañados de algún modo. En muchos casos esos desperfectos parecían haber sido infligidos deforma deliberada, como ocurría en la costa de Bimini. El segundo y principal problema era que la mayoría de las fotografías pertenecían a runas superiores que, a falta de un término mejor, podrían considerarse dialectos. Era un problema que durante años había frustrado a Nabinger.

Había diferencias sutiles y, en ocasiones, no tanto, en la escritura de las runas superiores de un lugar y otro que revelaban que, a pesar de que evidentemente todas derivaban del mismo idioma, se habían desarrollado de forma distinta en lugares apartados. Era como si el lenguaje madre hubiera surgido en un lugar, se hubiera trasladado en cierto momento a otros sitios y luego se hubiera desarrollado de forma distinta en cada uno de ellos. Eso tenía sentido, pensó Nabinger. Era la forma en que se desarrolla el lenguaje. Y se ajustaba también a la teoría difusionista de la evolución de la civilización.

El verdadero problema de Nabinger, aparte de que los dialectos dificultaban la traducción, era que el contenido de los mensajes, una vez traducidos, resultaba difícil de entender. La mayoría de las palabras y frases parciales que había ido traduciendo se referían a la mitología, a la religión, a los dioses, a la muerte y a grandes calamidades. Pero había muy poca información específica. Casi todas las runas superiores de las fotografías parecían estar relacionadas con algún tipo de culto existente en los puntos donde fueron halladas.

No había más información sobre las pirámides o sobre la existencia o ubicación de la Atlántida. Se hacía referencia a un gran desastre natural acaecido en algún momento siglos antes de Cristo, pero eso no era nada nuevo. También se daba mucha importancia a la observación del cielo, pero Nabinger sabía que la mayoría de las religiones miraban el cielo, ya fuera el sol, las estrellas o la luna. La gente tendía a mirar hacia arriba cuando pensaba en Dios.

¿Cuál era la conexión? ¿Cómo se había difundido la runa superior? ¿Qué había encontrado Von Seeckt en la cámara inferior de la gran pirámide? Nabinger recogió las fotografías y volvió a colocarlas en su mochila gastada. Demasiadas piezas sin conexión. Sin un porqué. Y Nabinger quería ese por qué.

Capítulo 22

PHOENIX, ARIZONA. 87 horas, 15 minutos.

– ¿Dio a Nabinger esta dirección? -preguntó Turcotte por tercera vez.