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– Claro que voló en algún momento -contestó Von Seeckt-. La pregunta es: ¿por qué dejaron de volar con ella? ¿Cuál es la amenaza?

– Yo tengo una pregunta mejor para ahora mismo. -Turcotte pasó una taza de café humeante a Von Seeckt-. En el avión, al salir del Área 51, me dijo que usted fue reclutado por los militares norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora el profesor Nabinger nos explica que usted estuvo con los nazis en la pirámide. Me gustaría que nos diera una explicación, ahora.

– Estoy de acuerdo -dijo Kelly.

– No creo que… -Von Seeckt se quedó callado al ver que Nabinger abría su mochila y sacaba una daga.

– Me la dio el árabe que entonces los guió por la pirámide.

Von Seeckt cogió la daga, hizo una mueca de disgusto y luego la colocó sobre la mesa. Tomó la taza con las manos nudosas y miró al inhóspito terreno de la reserva india.

– Nací en Friburgo en mil novecientos dieciocho. Es una ciudad situada al noroeste de Alemania, no muy lejos de la frontera con Francia. La época en que crecí no corrían buenos tiempos para Alemania. En los años veinte todo el mundo era pobre y estaba disgustado por la forma en que había terminado la guerra. ¿Sabían que al final de la Primera Guerra Mundial ninguna tropa extranjera había puesto pie en territorio alemán? ¿Y que todavía ocupábamos territorio francés cuando el gobierno se rindió?

– Ahórrenos la clase de historia -dijo Turcotte. Había cogido la daga y miraba los símbolos grabados en el mango. Sabía lo que eran las SS-. Eso ya lo hemos oído antes.

– Pero lo ha preguntado -repuso Von Seeckt-. Como he dicho, en los años veinte todos éramos pobres y estábamos descontentos. En los años treinta, la gente seguía descontenta puesto que llevaba mucho tiempo en la miseria. Como dice el capitán Turcotte, todos saben lo que ocurrió. Yo estudiaba física en la Universidad de Munich cuando cayó Checoslovaquia. Entonces yo era joven y tenía…, ¿cómo decirlo?, la visión miope y egocéntrica propia de la juventud. Para mí era más importante aprobar los exámenes y obtener el título que el mundo que se estaba gestando alrededor.

»Mientras estudiaba en la universidad, no sabía que me estaban espiando. Las SS habían creado ya en esa época una sección especial para controlar las cuestiones científicas. Sus comandantes informaban directamente a Himmler. Hicieron una lista de científicos y técnicos que pudieran ser de utilidad para el partido y mi nombre se encontraba en ella. Fueron a verme en el verano de mil novecientos cuarenta y uno. Había que hacer un trabajo especial, me dijeron, y yo debía colaborar. -Por primera vez, Von Seeckt apartó su mirada del desierto y miró a cada uno de los presentes, uno por uno-. Una de las ventajas de ser un viejo moribundo es que puedo decir la verdad. No voy a mentir ni gimotear, como hicieron muchos colegas míos al final de la guerra, ni diré, por lo tanto, que trabajé contra mi voluntad. Alemania era mi país y estábamos en guerra. Hice lo que consideré que era mi deber y colaboré porque así lo quise.

»La cuestión que siempre se pregunta es: ¿Y los campos de concentración? -Von Seeckt se encogió de hombros-. En un nivel superficial de la verdad diría que no sabía nada cierto sobre ellos. La verdad profunda es que no me preocupé por saberlo. Había rumores, pero no me ocupé de comprobarlos. Repito, mi interés era yo y mi trabajo. Sin embargo, esto no excusa lo ocurrido ni mi participación en la guerra. Es, simplemente, lo que ocurrió.

»Yo trabajaba cerca de Peenemünde. Los mejores trabajaban en cohetes. Yo estaba en otro grupo, haciendo un trabajo teórico con la esperanza de que se le encontrara una aplicación futura. Tenía algo que ver con la posibilidad de crear un arma atómica. Podrán obtener detalles al respecto en otras fuentes. El problema residía en que nuestro trabajo era fundamentalmente teórico, se encontraba en la fase de establecer fundamentos, y los que estaban al mando no tenían mucha paciencia. Alemania estaba luchando en dos frentes e imperaba el sentimiento de que cuanto antes terminara la guerra, mejor, y de que necesitábamos las armas en la práctica, no en teoría.

– ¿Ha dicho que trabajaba en Peenemünde? -interrumpió Kelly con un tono brusco de voz.

– Sí.

– Pero ha dicho también que no intentó saber nada sobre los campos. -Como Von Seeckt permaneció callado, Kelly continuó-: No venga ahora con mentiras. ¿Qué hay del campo de concentración Dora?

Una ráfaga de viento procedente del desierto entró en la camioneta y dejó helado a todo el grupo.

– ¿Qué era Dora? -preguntó Turcotte.

– Un campo que facilitaba trabajadores a Peenemünde -explicó Kelly-. Los prisioneros fueron tratados allí con la misma crueldad y brutalidad que en otros campos más famosos. Cuando el ejército norteamericano lo liberó, por cierto, la víspera de la muerte de Roosevelt, encontraron más de seis mil muertos. Y los supervivientes no estaban muy lejos de morir. Trabajaban para gente como él -señaló con la barbilla la espalda de Von Seeckt-. Mi padre trabajó para la OSS y estuvo en Dora. Fue enviado para obtener información sobre el destino que habían corrido algunos miembros de la OSS y del EOE que habían intentado infiltrarse en Peenemünde durante la guerra para impedir la producción de V2.

»Me explicó cómo era el campo y el modo en que entraron los Aliados. Aparecieron los agentes del servicio secreto y el personal que se encargaba de los crímenes de guerra y se pelearon entre ellos por los prisioneros alemanes. Así, algunos de los peores fueron rescatados por el servicio secreto y nunca fueron a juicio. Los del servicio secreto trataron mejor a los científicos alemanes que a los supervivientes de los campos a causa de los conocimientos que esos hombres tenían. Fue como si pasaran por encima de los cadáveres.

– Ahora sí sé lo que ocurrió en Dora -intervino Von Seeckt cuando Kelly se detuvo para tomar aire-, pero entonces no lo sabía. Abandoné Peenemünde en la primavera del cuarenta y dos. Eso fue antes-su voz se rasgó- de que todo se viniera abajo. -Alzó una mano para hacer callar a Kelly, que iba a empezar a hablar otra vez-. En estos años me he preguntado qué habría ocurrido si no hubiera sido enviado fuera de Alemania. ¿Qué habría hecho? -Se volvió hacia los otros tres-. Me gustaría creer que habría actuado de forma distinta a la mayoría de mis colegas. Pero antes ya he hablado de la honestidad que debe tener un anciano. Honestidad para hacer las paces con uno mismo y con Dios, si es que se cree en Dios. Y la respuesta más cierta a la que he llegado tras muchos años es que no, que no hubiera reaccionado de un modo distinto. No me habría rebelado ni habría dicho nada contra la maldad.

»Lo sé seguro porque tampoco lo hice aquí, en este país, cuando vi las cosas que ocurrían en el Área 51. Ni cuando oí rumores sobre lo que ocurría en Dulce. -Von Seeckt dio un golpe con la mano contra la mesa-. Pero ahora estoy intentando reconciliarme y ser sincero. Por esto estoy aquí.

– Todos estamos intentando reconciliarnos -dijo Turcotte-. Continúe con su historia. ¿Dijo que dejó Peenemünde en la primavera del cuarenta y dos?

– En efecto -asintió Von Seeck-, fue en la primavera del cuarenta y dos. Lo recuerdo bien. Fue la última primavera que pasé en Alemania. Mi jefe de sección apareció un día con una orden por la que me asignaban a otra misión. Por aquel entonces yo era el miembro más joven del equipo de investigación y no me iban a echar de menos. Por eso fui seleccionado. Cuando pregunté a mi jefe cuál era mi destino, se rió y dijo que iría a cualquier lugar que dictara la clarividencia del Jesuíta Negro. -Al notar las miradas de incomprensión, Von Seeckt explicó-: Así era como los de ahí dentro llamaban a Himmler, el Jesuíta Negro. -Calló y cerró los ojos-. Las SS se parecían mucho a una secta religiosa. Tenían sus propias ceremonias, ritos y dichos secretos. Si un oficial de las SS me preguntaba por qué obedecía, mi respuesta literal debía ser: Por convicción íntima, por mi fe en Alemania, en el Führer, en el Movimiento y en las SS. Ése era nuestro catecismo.