Duncan le había dicho que no informara a nadie sobre aquel encuentro. Esto lo puso en un aprieto al encontrarse con Prague en el aeropuerto. No mencionar esa información significaba entrar en un sutil conflicto con su nuevo cuerpo, lo cual era, ciertamente, un buen comienzo. Turcotte no sabía qué era real y qué no. En el vuelo de Washington a Las Vegas decidió hacer lo que Duncan le había dicho, abrir bien los ojos y aguzar el oído, cerrar la boca y dejarse llevar por esa especie de montaña rusa en la que se había visto envuelto hasta formarse una opinión propia.
Turcotte creía que lo conducirían directamente a la base aérea de Nellis desde el aeropuerto. De hecho, eso era lo que decían sus órdenes. Pero, ante su asombro, tomaron un taxi hacia la ciudad y se registraron en un hotel. A decir verdad, no hubo tal registro, puesto que pasaron por delante de la recepción, tomaron el ascensor y se encaminaron directamente a una habitación que, en lugar de la cerradura habitual, tenía un teclado numérico. Prague tecleó el código.
Una vez hubieron entrado en la habitación, que estaba profusamente decorada, Turcotte expresó su inquietud por no haberse presentado en Nellis, pero Prague se limitó a encogerse de hombros.
– No te preocupes. Te llevaremos mañana. Por cierto, no vas a ir a Nellis. Ya lo verás, carnaza.
– ¿Y qué hay de esta habitación? -preguntó Turcotte pensando en que lo había llamado «carnaza».
Ese nombre se utilizaba para los reemplazos de las unidades de combate que habían sufrido bajas. No resultaba adecuado para la situación en que se encontraba, por lo menos eso creía. El término también podía interpretarse como un insulto. Turcotte no sabía por qué Prague haría algo así, a no ser que quisiera comprobar su grado de tolerancia, una práctica muy común en los cuerpos de élite. La diferencia estaba en que normalmente ello implicaba pruebas de capacitación física o mental, no insultos. Por supuesto, Turcotte era consciente de que podía haber otra razón que explicase la actitud de Prague: tal vez supiera del encuentro en Washington y aquello había sido una prueba. O tal vez esa Duncan existía realmente y Prague sabía que Turcotte era un infiltrado. Al cabo de tanto pensar en móviles de móviles, Turcotte sintió dolor de cabeza.
Prague se tendió en el sofá.
– Tenemos todas estas habitaciones de forma permanente para descansar cuando venimos a la ciudad. Realmente nos cuidan bien siempre y cuando no la jodamos. Prohibido beber. Ni siquiera estando fuera de servicio. Tenemos que estar siempre dispuestos.
– ¿Para qué? -preguntó Turcotte mientras dejaba caer al suelo su petate y se dirigía a la ventana para contemplar el panorama de neón de Las Vegas.
– Para lo que sea, carnaza -repuso Prague sin más-. Mañana por la mañana partiremos de McCarren con Janet.
– ¿Janet? -preguntó Turcotte.
– Un 737. Va cada mañana al Área con los trabajadores civiles y nosotros.
– ¿En qué consiste exactamente mi trabajo y…? -Turcotte se interrumpió cuando el aire se llenó de un pitido agudo y Prague sacó de su cinturón un buscapersonas, desactivó la alarma y miró el pequeño visor.
– Parece que estás a punto de saberlo -contestó Prague poniéndose en pie-. En marcha. Volvemos al aeropuerto. Adelante.
RESERVA DE LA BASE AÉREA DE NELLIS. 243 horas.
– Cómo será su factura de electricidad -susurró Simmons mientras contemplaba el lecho vacío del lago y el complejo iluminado en la falda de la Groom Mountain. Ayudado por los binoculares deslizó su vista por los hangares, las torres y las antenas, todo dispuesto a lo largo de una extensa pista de aterrizaje.
– Parece que ha venido en una buena noche -comentó Franklin mientras se sentaba reclinando su espalda en un peñasco.
Hacía diez minutos que habían llegado a la cima de la White Sides Mountain y se habían apostado en la parte más alta de la montaña para observar desde arriba el lecho del lago.
– Puede que sólo sea por los C130 -comentó Simmons.
Los aviones de transporte estaban aparcados junto a un hangar especialmente grande y en ellos había bastante actividad. Enfocó los prismáticos.
– No están descargando -dijo-. Están cargando algo en los aviones, parece ser un par de helicópteros
– ¿Helicópteros? -repitió Franklin-. Déjeme ver. -Tomó los binoculares y observó durante unos minutos-. Ya había visto este tipo de máquinas antes. Son de color negro. El grande es un Blackhawk UH60. Los pequeños no sé qué son. Los UH60 vuelan por aquí para seguridad. Un día, con la camioneta, en el camino del Buzón uno me siguió.
– ¿Adonde cree que los llevan? -preguntó Simmons tomando de nuevo los binoculares. -No lo sé. -Algo está pasando -dijo Simmons.
AEROPUERTO MCCARREN, LAS VEGAS. 142 horas, 45 minutos.
El 737 no llevaba otro distintivo que una amplia banda roja pintada en el exterior. Estaba aparcado tras una cerca que tenía unas tiras de color verde en los eslabones de la cadena para desanimar a los curiosos. Turcotte llevó su petate hasta el avión después de que Prague bromeara diciendo que en aquel vuelo podían llevar lo que quisieran porque no había control de equipaje.
En lugar de la azafata, en el interior del avión los esperaba un hombre de rostro duro vestido con un traje de tres piezas que controlaba el personal a medida que iban entrando.
– ¿Quién es? -preguntó señalando a Turcotte.
– Carnaza -repuso Prague -. Lo he ido a recoger esta tarde.
– Permítame su identificación -pidió el hombre.
Turcotte sacó su tarjeta militar de identificación y el hombre escrutó la fotografía.
– Espere aquí.
El hombre se dirigió a lo que habría sido la cocina delantera y activó un pequeño teléfono móvil. Tras hablar durante un minuto, lo cerró y salió.
– He verificado sus órdenes. Está limpio.
Aunque su expresión no cambió, Turcotte relajó lentamente la mano derecha y pasó los dedos por la cicatriz que tenía en la palma.
El hombre le mostró un pequeño aparato.
– Sople.
Turcotte miró a Prague, quien cogió el aparato y sopló en él. El hombre comprobó la lectura, cambió rápidamente la tobera y se lo dio a Turcote, que hizo lo mismo. Tras mirar la lectura, el hombre hizo un gesto con el teléfono señalando el final del avión.
Prague dio un golpe fuerte en la espalda a Turcotte y lo condujo por el pasillo. Turcotte miró a los demás hombres que había a bordo. Todos tenían el mismo aspecto: duros, profesionales y competentes. Era el porte de todos los hombres con los que Turcotte había trabajado durante años en Operaciones Especiales.
En cuanto Prague estuvo aposentado junto a él y la puerta del avión se cerró, Turcotte decidió intentar averiguar qué estaba ocurriendo, especialmente ahora que parecía que estaban en alerta.
– ¿Adonde nos llevan? – preguntó.
– Al Área 51 -respondió Prague-. Es una instalación de las Fuerzas Aéreas. Bueno, está en el terreno de las Fuerzas Aéreas, pero en realidad está controlada por una organización llamada Organización de Reconocimiento Nacional u ORN, que se encarga de todas las imágenes captadas desde el cielo.
Turcotte sabía que la ORN era una extensa organización que controlaba todas las operaciones de los satélites y los aviones espía y que tenía un presupuesto de varios miles de millones. Él mismo había participado en algunas misiones en las que la ORN había colaborado.