– ¿Y ahora qué? -preguntó Kelly mirando sobre su hombro a los otros dos hombres que había en la parte posterior.
– No creo que este lugar esté tan bien protegido como el Área 51 -dijo Turcotte-. Aquí todas las tareas se realizan en el interior, por lo que obviamente no llaman tanto la atención como en la otra instalación. Ésta es una ventaja para nosotros. Otra cosa que hay que recordar es algo común a la mayoría de las instalaciones vigiladas. El objetivo de la seguridad no es, como podría creerse, impedir que alguien entre. El primer fin es la disuasión: impedir que alguien considere la posibilidad de entrar.
– No lo entiendo -dijo Nabinger desde atrás.
– Piense en las cámaras de seguridad de los bancos -dijo Turcotte-. Funcionan como elemento disuasorio. Hacen que muchos no roben porque saben que su imagen se grabaría y la policía podría pillarlos. Lo mismo ocurre con la mayoría de los sistemas de seguridad. Por ejemplo, si quisiera matar al Presidente, seguro que podría hacerlo. El problema está en matarlo y luego poder huir.
– ¿Así que estás diciendo que podremos penetrar en la instalación pero que no podremos salir? -preguntó Kelly.
– Bueno, creo que podremos salir. Lo único es que sabrán quién lo hizo.
– Bueno -repuso Kelly encogiéndose de hombros-, eso no será un problema. Ya van tras nosotros. Sacaremos a Johnny y luego iremos a la prensa. Es el único modo de hacerlo.
– Bien -apoyó Turcotte.
– Volvamos a mi pregunta inicial -dijo Kelly-. ¿Y ahora qué?
– De vuelta a la ciudad -dijo Turcotte-. Necesitamos un pase para entrar. Una vez dentro iremos en busca de Johnny.
– Y de las tablas con runa superior -agregó Nabinger-. Von Seeckt me dijo que en Dulce guardan las que tiene el gobierno.
– Y de las tablas con runa superior -aceptó Turcotte- o de lo que sea que encontremos.
– ¿Algún lugar en especial en la ciudad? -preguntó Kelly mientras hacía un cambio de sentido y los llevaba en dirección sur.
– ¿Sabes que los policías siempre se paran en la tienda donde venden bollos? -preguntó Turcotte.
– Sí.
– Necesitamos saber dónde compran los bollos los trabajadores de la base.
73 horas, 15 minutos.
– Ése -dijo Turcotte.
En las últimas horas habían observado una docena más o menos de coches con pequeños adhesivos verdes colocados en el centro del parabrisas entrar o salir del aparcamiento de una tienda de comidas preparadas. Turcotte señaló los pases y explicó que eran pegatinas empleadas para identificar a los vehículos que tenían acceso a instalaciones del gobierno. Cuando cayó la noche, las luces se encendieron e iluminaron el aparcamiento. Aparcaron su vehículo en la oscuridad de la calle.
– Lo tengo. -Kelly puso en marcha el motor de la camioneta y siguió a la otra camioneta que salía del aparcamiento del Minit Mart.
Siguieron al vehículo; éste se dirigió hacia el norte de la ciudad y luego tomó la ruta de la reserva número 2. Estaban a unos quinientos metros de la bifurcación de la carretera.
– Ahora -ordenó Turcotte.
Kelly encendió los faros y aceleró hasta colocarse justo detrás de la otra furgoneta. La adelantó mientras Turcotte sacaba el cuerpo por la ventana. Hizo un gesto obsceno al conductor del otro vehículo y le chilló algunas groserías.
Kelly frenó bruscamente y derraparon para parar en la intersección con la carretera de grava. El conductor de la otra camioneta se detuvo en la carretera de grava con los focos apuntando al otro vehículo.
– ¿Qué cono te pasa, cabronazo? -preguntó el corpulento conductor al apearse y dirigirse hacia la camioneta.
Turcotte saltó por el lado del copiloto de la camioneta y se dirigió a su encuentro a mitad de camino entre los dos vehículos en medio del resplandor de los focos.
– ¿Eres imbécil o qué? -preguntó el conductor-. Me has adelantado y…
Sin mediar palabra Turcotte disparó el arma paralizante y el hombre cayó al suelo. Le enmanilló con las esposas de plástico que llevaba en la cazadora y colocó el cuerpo en la parte trasera de la camioneta.
– Entrad en el otro vehículo -ordenó a Von Seeckt y a Nabinger. Los dos hombres pasaron al asiento trasero de la otra camioneta.
Kelly llevó la camioneta a unos cien metros por la carretera asfaltada, donde la curva la escondía de la intersección. No había un lugar donde esconder la camioneta así que simplemente la acercó a la cuneta. Turcotte se aseguró de que el hombre estuviera bien atado y lo registró rápidamente.
– Esto no tiene nada de plan -dijo Kelly en voz baja mientras cerraba la camioneta y se guardaba las llaves-. No estoy segura de tu teoría fácil de entrar y salir.
– Uno de mis comandantes en infantería decía que ningún plan era mejor que tener a Rommel pegado al culo en una zona de descenso -dijo Turcotte mientras iban corriendo por la carretera hacia la nueva camioneta.
– No lo pillo -dijo Kelly.
– Yo tampoco, pero sonaba bien. Lo interesante -dijo él parándose un segundo y mirándola bajo la luz de las estrellas- es que eres la primera persona que ante esta cita me dice esto. Nunca le dije a mi comandante que no la entendía.
– ¿Y?-dijo Kelly.
El empezó a correr de nuevo.
– Significa que escuchas y piensas.
Esta vez Turcotte se encargó del volante. Miró el interior y tocó encima del parasol, había una tarjeta electrónica como las de los hoteles para abrir puertas. Comprobó el nombre: Spencer.
– Este plan mejora por minutos. -Colocó la tarjeta entre las piernas, junto a la pistola paralizante-. Todos al suelo. Vamos a aparecer en las cámaras en unos segundos.
Puso el motor en marcha, cruzó la carretera de grava y pasó los sensores láser. No había manera de saberlo, pero estaba seguro de que el vehículo era comprobado por cámaras infrarrojas que revisaban la pegatina y se aseguraban de que tenía el acceso autorizado. Sabía que la pegatina estaba cubierta por un revestimiento fosforescente que podía ser visto fácilmente por un aparato de ese tipo. Miró cuidadosamente la carretera con la esperanza de que no hubiera más intersecciones en las que tomar una decisión.
Una señal en el camino le avisó que estaba entrando en un área federal de acceso restringido; la letra pequeña reseñaba las temibles consecuencias que el personal no autorizado debería afrontar y todos los derechos constitucionales que ya no tenía. A unos cuatrocientos metros de la señal una barra de acero cruzaba la carretera. En el lado izquierdo había una máquina como las que se emplean en los aeropuertos para introducir los tickets de aparcamiento. Turcotte insertó la tarjeta clave en la ranura. La barra de acero se elevó.
Continuó y vio que la carretera se bifurcaba. Turcotte tenía tres segundos para decidirse. La izquierda rodeaba la montaña, y la derecha iba hacia el valle. Tomó la izquierda e inmediatamente se encontró en un valle estrecho. Los lados se estrecharon y una red de camuflaje, prendida en las paredes de roca, le confirmó que había tomado una buena decisión. Vio entonces una abertura de unos nueve metros de ancho cavada en la base de la montaña. Una luz roja salía de su interior.
Un guarda de seguridad aburrido, dentro de una cabina situada en la abertura de la caverna, apenas miró la camioneta mientras le hacía un gesto para que entrara. A la derecha se abría un gran aparcamiento y Turcotte se dirigió hacia allí. La caverna estaba iluminada con luces rojas a fin de evitar la detección desde el exterior y permitir a la gente acostumbrarse a la visión nocturna al salir.
Los aparcamientos estaban numerados, pero Turcotte se arriesgó y fue hacia el extremo más alejado, fuera de la vista del guarda y aparcó. Había otros diez coches en el garaje. Unos cincuenta espacios estaban desocupados, lo que significaba que había poca gente en el turno de noche, algo que Turcotte agradeció íntimamente.