– Sí, sí -respondió Von Seeckt en tono ausente, abriendo un cajón tras otro-. Pero tenemos que encontrar la que ella no le mostró, la de la caverna de la nave nodriza. No creo que nuestro capitán Turcotte tenga mucha paciencia en cuanta hayamos rebasado el límite de los cinco minutos.
Nabinger empezó a registrar los cajones deprisa.
Las manos de la mujer temblaban mientras trabajaba en el panel. Ya había desconectado la mayoría de los cables y realizaba algunas comprobaciones.
– ¿Qué le han hecho? -preguntó Kelly.
– Es complicado -dijo la mujer.
– ¿DEM? -dijo Kelly deletreando las letras.
– ¿Cómo sabe eso? -repuso la mujer, rígida.
– Termine el trabajo.
La mujer pulsó una tecla y la caja empezó a hacer ruido.
– Podrá abrirse con seguridad en treinta segundos.
Von Seeckt permanecía inmóvil delante de un cajón, mirando detenidamente unas fotografías. Al final del pasillo, Nabinger se disponía a abrir el archivo siguiente cuando advirtió algo en la vitrina de cristal de la pared. Se acercó y miró el objeto que había dentro.
Von Seeckt sacó una gran cantidad de fotografías.
– Éstas son las fotografías de la caverna de la nave nodriza. Vayamos a reunimos con el capitán.
El pitido paró y la mujer señaló una palanca en un lado de la caja.
– Levántela.
Turcotte cogió la palanca roja y tiró de ella. La tapa salió de golpe y dejó ver el cuerpo desnudo de Johnny Simmons sumergido en una piscina con un líquido de color oscuro. Tenía agujas clavadas en los dos brazos y unos tubos salían de la parte inferior del cuerpo. Otro tubo colocado en la boca llevaba incorporado un material de plástico transparente para evitar que el fluido penetrara en la boca.
– Hay que quitar el tubo de oxígeno, los catéteres y el suero -dijo la mujer.
– Hágalo -ordenó Turcotte. Se volvió y vio a Von Seeckt y Nabinger en la puerta. Nabinger tenía las manos ensangrentadas y sostenía algo en su chaqueta.
– No estabais en… -Von Seeckt se interrumpió al ver el cuerpo dentro de la caja negra-. ¡Esta gente! Nunca paran. Nunca paran.
– Basta ya -ordenó Turcotte. La mujer ya había acabado. Él se inclinó y levantó a Johnny.
– Vamos.
– ¿Qué hago con ella? -preguntó Kelly.
– Mátala -dijo bruscamente Turcotte mientras se encaminaba hacia la puerta.
Kelly miró a la mujer.
– Por favor, no… -suplicó la mujer.
– Aquí empieza el cambio -dijo Kelly y disparó a la mujer con el arma paralizante.
Se apresuró a reunirse con los demás, que estaban ya dentro del ascensor. Turcotte apoyó a Johnny contra la pared y Kelly lo ayudó a sostenerlo con la rodilla.
Turcotte pulsó el botón con la letra G y el ascensor subió. Luego dio un golpecito a Nabinger en el pecho.
– Usted y Kelly lo llevarán a la camioneta.
– ¿Qué haces? -preguntó Kelly.
– Mi trabajo -respondió Turcotte-. Me reuniré con vosotros en Utah. En el Parque Nacional Capitol Reef. Es pequeño. Os encontraré.
– ¿Por qué no vienes con nosotros? -preguntó Kelly, sorprendida por la decisión de Turcotte.
– Quiero saber qué hay en el subnivel uno -repuso Turcotte-. Además, haré una maniobra de distracción para que podáis huir.
Los empujó hacia el aparcamiento y luego volvió a entrar en el ascensor.
– Pero… -Las puertas al cerrarse apagaron las palabras de Kelly.
Turcotte pulsó el botón del subnivel 2 y el ascensor regresó al lugar que acababa de dejar. Corriendo, se dirigió al cuerpo del guarda y comprobó su estado. Arrastró el cuerpo hasta la puerta del ascensor para impedir que se cerrara. Luego abrió la mochila que contenía el instrumental que había cogido de la camioneta. Sabía que disponía de poco tiempo hasta que sonara alguna alarma. Seguro que había algún tipo de control interno de los guardas, y cuando el guarda del subnivel 2 no respondiera… bueno, la cosa se estaba poniendo realmente emocionante.
Colocó sobre el suelo enmoquetado del ascensor dos cargas de aproximadamente medio kilo de explosivo C6 que había encontrado en la furgoneta. Moldeó el material, semejante a la plastilina, en dos semicírculos de medio metro de largo y los colocó en el centro del suelo, a unos siete centímetros de distancia entre sí. Insertó una cápsula explosiva no eléctrica en cada una de las cargas. En la camioneta ya había colocado hilo detonante dentro de cada fusible. Así pues, todo lo que debía hacer era atar los extremos del hilo detonante en un nudo y dejar suficiente espacio para luego poner el fusible de ignición M60. Este aparato medía unos quince centímetros de largo por dos y medio de diámetro y constaba de un anillo metálico colocado en el extremo opuesto del hilo detonante. Éste medía lo suficiente como para darle tiempo a entrar en el ascensor. Retiró al guarda inconsciente de las puertas y mantuvo abierta una de ellas con sus propias manos. Luego comprobó el reloj, habían transcurrido ya casi cinco minutos desde que había dejado a los demás en el aparcamiento. Tenían que estar cerca de la barrera metálica. Les daría dos minutos más y luego comenzaría el espectáculo. Los segundos pasaban muy lentamente.
Era el momento. Turcotte se colocó el M60 en la boca y lo mantuvo sujeto entre los dientes. Luego extrajo la anilla metálica con la mano derecha. El hilo detonante ardía con rapidez, y Turcotte aún estaba tirando cuando estallaron las cargas. Tiró al suelo el dispositivo de ignición y entró en el ascensor. En el suelo había un orificio de un metro aproximadamente. Turcotte se deslizó por él y fue a caer tres metros más abajo, aterrizando en el fondo de hormigón de la caja del ascensor. Oyó alarmas que sonaban a lo lejos.
Las puertas del ascensor del subnivel se encontraban a la altura de la cintura. Turcotte extendió los brazos, introdujo los dedos entre ellas y empujó. Sintió cómo saltaban algunos de los puntos que Cruise le había cosido en el costado. Las puertas cedieron unos quince centímetros, luego el sistema de alarma se activó y se abrieron solas.
Turcotte tenía la Browning en la mano derecha. Había dos guardas de pie en el pasillo, en alerta a causa de la explosión. Unas balas pasaron por encima de la cabeza de Turcotte. Este se agachó y oyó cómo las balas chocaban contra la pared, a la altura de la cabeza. Sacó una granada de explosión y destello del bolsillo, quitó la lengüeta y la arrojó hacia donde procedía el ruido de las armas. Cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos.
En cuanto oyó el estruendo, saltó. En su última misión, Turcotte había disparado cientos de balas cada día. La pistola era una extensión de su cuerpo y era capaz de meter una bala en un círculo del tamaño de una moneda a siete metros de distancia.
Uno de los guardas estaba de rodillas, con la metralleta colgada de su portafusil, y se frotaba los ojos con las manos. El otro tenía todavía el arma preparada pero estaba desorientado, miraba la pared, parpadeando y moviendo la cabeza. Turcotte disparó dos veces y dio en el centro de la frente del primer hombre, que cayó sobre la espalda. En la segunda vuelta hirió al segundo hombre en la sien. Cuando cayó de rodillas, con el dedo muerto le dio al gatillo enviando una ráfaga de balas contra la pared.
Turcotte se arrastró lentamente por el pasillo y luego se puso en pie manteniéndose agachado. La sala tenía unos dieciocho metros y terminaba en un extremo muerto. Había varias puertas a la izquierda y otro pasillo que conducía a la derecha. Había luces rojas encendidas y sonaba una sirena de baja frecuencia que hacía temblar los dientes. Una de las puertas de la izquierda se abrió y Turcotte lanzó un disparo en aquella dirección, de modo que el que la había abierto la cerró de golpe. En cada puerta de la izquierda había una placa con un nombre escrito en ella, y Turcotte imaginó que aquellas habitaciones eran las oficinas destinadas al personal del primer subnivel.