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Abandonando su actitud cauta, se lanzó a la carrera tomando la esquina que doblaba hacia la derecha. El pasillo con que se encontró medía unos tres metros y finalizaba en unas puertas dobles abatibles con avisos en rojo. Turcotte abrió las puertas de un golpe y entró. El vasto suelo de hormigón lo condujo a una gran caverna excavada dentro de la montaña. El techo estaba a unos seis metros de altura y la pared más lejana a unos cien metros. Varias docenas de grandes cubas verticales llenas de un líquido de color ámbar llamaron la atención de Turcotte. Todas ellas contenían algo en su interior. Turcotte se acercó a la más cercana y miró. Dio un paso atrás al ver que se trataba de un ser humano. Varios tubos entraban y salían del cuerpo, y la cabeza estaba incrustada en una especie de casco negro con numerosos cables. Turcotte pensó que se parecía a lo que le habían hecho a Johnny Simmons, sólo que con mayor grado de complejidad.

Un destello dorado a la derecha llamó la atención de Turcotte. Corrió en esa dirección y se detuvo sorprendido al pasar la última cuba. El destello procedía de la superficie de una pequeña pirámide de unos dos metros y medio de altura y un metro de largo en cada lado de la base.

Varios cables que pendían del techo estaban conectados a ella, pero lo que llamó la atención de Turcotte fue la textura de su superficie, perfectamente pulida y, al parecer, sólida. Parecía estar hecha de algún tipo de metal. Cuando Turcotte la tocó la encontró fría y rígida como si se tratara del acero más duro. Sin embargo, el resplandor parecía proceder del material.

Había marcas por todas partes. Turcotte reconoció la escritura de la runa superior que Nabinger le había enseñado en fotografías.

Oyó un ruido. Turcotte se volvió y disparó. Un guarda entrando a todo correr por las puertas abatibles le devolvió el disparo con una metralleta, de modo que las balas dañaron varias cubas, se rompieron varios cristales y el líquido se derramó. El hombre había disparado de forma instintiva ante el disparo de Turcotte, y estaba desorientado ante la disposición de la sala.

Turcotte volvió a disparar dos veces al hombre y éste cayó muerto. Turcotte no sintió nada. Estaba en acción, haciendo lo que debía hacer. Necesitaba información y, con lo que acababa de ver en aquella sala, tenía mucha. No esperaba encontrarse con más guardas. Una de las paradojas de un lugar como aquél era que cuantos más guardas tuviera, mayor era el número de personas que podían poner en peligro la seguridad. A aquella hora de la noche no creía que hubiera un pelotón de hombres disponibles por si acaso.

Un zumbido atrajo su atención de nuevo a la pirámide. Un fulgor dorado salía de su vértice creando un círculo de un metro de diámetro en el aire. Turcotte retrocedió. Sintió como si su cabeza hubiera sido cortada en dos con un hacha. Se volvió y corrió en dirección al pasillo por el que había llegado. Al entrar por vez primera en la sala había pensado que era imposible que hubieran llevado todo ese material por el ascensor que había destrozado. Tenía que haber otro camino. Luchó por mantener la lucidez a pesar del intenso dolor que sentía en la cabeza.

El suelo empezó a ascender. Turcotte vio una gran puerta vertical y se dirigió a ella. Cogió la correa que había debajo y tiró hacia arriba. Se trataba de un montacargas. Se introdujo en él, volvió a bajar la puerta y observó el panel de control.

Tenía el mismo sistema de dos llaves, pero éstas eran necesarias sólo para bajar. Pulsó el botón que indicaba HP y el suelo se sacudió.

A medida que se alejaba del subnivel 1, el dolor de cabeza remitía. Pasó los niveles 2, 3 y 4, luego el aparcamiento y, al cabo de diez segundos, llegó al helipuerto. El ascensor se detuvo. Turcotte levantó la correa del interior y la puerta se abrió en una gran nave excavada en la montaña. Una tela de camuflaje tapaba el extremo descubierto. El recinto estaba muy poco iluminado, con luces rojas. Había jaulas y cajas apiladas. Si había un guarda ahí arriba, seguramente había respondido a la alarma del nivel inferior pues el lugar estaba desierto. Turcotte corrió por la red y miró hacia fuera. Allí había una plataforma de acero suficientemente grande para dar cabida al helicóptero más grande que había. Salió fuera. La ladera de la montaña era muy empinada allí. Miró hacia abajo. El valle que había a sus pies estaba a oscuras, por lo que no podía saber hasta dónde llegaba. A unos doscientos cincuenta metros más arriba, la cima de la montaña se recortaba con la luz de la luna. Turcotte se deslizó por el extremo de la plataforma a la ladera rocosa de la montaña y luego empezó a trepar.

Al cabo de unos minutos vio luces que se movían por la parte baja del valle. Refuerzos. Confió en que les llevase un tiempo conseguir refuerzos por aire. Tras varios años en las fuerzas de élite, Turcotte sabía que no había grupos de hombres sentados con helicópteros de gran velocidad esperando en cada esquina.

Se deslizaba de una roca a otra y de vez en cuando se agarraba a los arbustos. Había aprendido a escalar en Alemania y ese lugar no era técnicamente muy difícil. La oscuridad resultaba un problema pero su vista se iba adaptando.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos alcanzó la cima de la montaña. Luego se dirigió hacia el oeste, siguiendo la línea de la cadena de montañas que había visto horas antes al llegar a la ciudad. Ahora se movía más rápidamente pues el camino era en bajada. Todavía le dolía la cabeza y sentía como si un terrible dolor le perforara el cerebro, yendo de un lado para otro. ¿Qué era aquella pirámide? Estaba claro que no era obra del hombre. Sabía que estaba relacionada con los agitadores y la nave nodriza. ¿Por qué estaba conectada a los cuerpos de las cubas? ¿Qué demonios estaba ocurriendo ahí abajo?

Vio las luces de Dulce a su izquierda y hacia allí se dirigió, ladera abajo, para alcanzar el extremo oeste de la ciudad. Cuando la sierra llegó al valle pasó por delante de las primeras casas. De vez en cuando un perro ladraba pero Turcotte se movía rápidamente, sin preocuparse de los civiles.

Atisbo una cabina telefónica en la parte exterior de una bolera cerrada y corrió hacia ella. Descolgó el auricular y marcó el número que la doctora Duncan le había dado. Tras el segundo tono, una voz mecánica le informó de que el número no estaba en servicio. Turcotte pulsó hacia abajo la palanca metálica para colgar y luego marcó otro número con un código de zona 910. Fort Bragg, California del Norte.

– Coronel Mickell -respondió una voz dormida.

– Señor, aquí Mike Turcotte.

– Dios mío, Ture. -La voz se despertó-. ¿Qué cono has hecho?

– No lo sé, señor. No sé qué está pasando. ¿Qué ha oído usted?

– No sé una mierda, sólo que alguien te quiere dar por culo. Una de esas instituciones de muchas letras, ha puesto una orden de «Atrapar y Detener» contra ti. Casi me da algo cuando apareció eso en mis archivos de lectura.

Mickell era el subcomandante de la Comandancia de Entrenamiento del Cuerpo de Élite en Front Bragg y, además, un viejo amigo.

– ¿Puede usted ayudarme, señor?

– ¿Qué necesitas?

– Necesito saber si alguien existe de verdad y, si lo es, quiero contactar con ella.

– Dame su nombre.

– Duncan. Doctora Lisa Duncan. Me dijo que era la asesora presidencial de una cosa llamada Majic12.

Mickell lanzó un silbido.

– Tío, estás en un buen lío. ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

– No lo sé, señor. Estaré en contacto con usted.

– Vigila la espalda, Ture.

– Sí, señor.

Turcotte colgó lentamente el teléfono. No estaba del todo seguro de que Mickell lo protegiera. No sabía por qué el teléfono de la doctora Duncan no funcionaba. Era el único modo e comunicación que le habían dado al infiltrarse y ya se encontraba fuera de servicio al cabo de un par de días. Eso no era bueno. Nada bueno. Además, esa noche acababa de matar a es hombres.