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«Decisión tomada en reunión,(c) ¿???; se prepara para implementar; desacuerdo; batalla; otros,(d)??? vuelan y huyen; cambio ha llegado; ha terminado; deber es,(e)????».

– ¿Así que lucharon entre ellos? -sugirió Kelly.

– Eso parece -dijo Nabinger.

– Y al final cumplieron su deber -dijo Turcotte.

– Pero no del todo -corrigió Von Seeckt -. Todavía hoy nos enfrentamos a las repercusiones.

– Tal vez sea una pregunta idiota -dijo Turcotte-. Pero, ¿por qué la gente que construyó la nave nodriza dejó sus mensajes en tablas de piedra?

– Porque quien fuera que fue abandonado aquí sólo tenía eso para trabajar.

– Esto es fabuloso -dijo Kelly-. Más fabuloso incluso que lo que hay en el Área 51. Esto significa que la historia no es la que pensamos que fue. Vaya, la evolución no es lo que pensamos. ¿Sabéis cómo puede afectar esto a la gente? ¿Y la religión? Y…

– No. -Von Seeckt no estaba de acuerdo-. Esto no es más fabuloso que lo que está ocurriendo en el Área 51. Ese es el problema principal. Porque en tres días intentarán hacer volar la nave nodriza, y la advertencia de la gente que abandonó la nave nodriza es que no hay que hacerlo. Tenemos que pararlo.

– Tengo otra pregunta tonta -dijo Turcotte. Los otros tres esperaron-. ¿Por qué Gullick tiene esa maldita prisa por volar la nave nodriza? Esto es lo que me intriga desde el principio.

– No lo sé -admitió Von Seeckt-. También me preocupó desde que se le ocurrió la idea de la cuenta atrás para hacerla volar. Era ridículo. Quería hacerla volar incluso antes de efectuar una serie de pruebas básicas en ella.

Turcotte notó un martilleo en el lado derecho de la cabeza.

– Hay algo que no funciona bien en todo esto.

– Desde que estuvieron en Dulce a principios de este año -dijo Von Seeckt-, todo cambió.

Turcotte pensó en la pirámide, en las cubas, en el resplandor dorado, en la pequeña esfera que destruyó el helicóptero en el que viajaba en Nebraska. Demasiadas piezas que no encajaban. La única cosa que tenía por cierta era que todo aquello lo sobrepasaba.

– Primero durmamos un poco -sugirió Turcotte-. Todos estamos cansados y después de unas horas de descanso podremos pensar mejor. Decidiremos qué hacer por la mañana. Todavía tenemos cuarenta y ocho horas.

Capítulo 28

HANGAR DOS, ÁREA 51. 42 horas tras la modificación.

El mayor Quinn parpadeó con fuerza en un intento por mantener sus ojos abiertos, que se cerraban por falta de descanso. Se subió el cuello de su chaqueta de GoreTex y se estremeció. Por la noche en el desierto hacía frío, y el viento que entraba por las ventanas abiertas del coche no ayudaba. El general Gullick iba al volante, y él en el asiento de copiloto; hacía diez minutos que habían abandonado el hangar uno y ahora se aproximaban a la base de Groom Mountain. Se preguntaba por qué el general había escogido precisamente el único vehículo del parque de coches que no tenía techo en lugar de uno de los otros. Pero sabía que era mejor no preguntar.

No había carretera. Nunca hubo alguna. Las carreteras podían distinguirse en las fotografías por satélite. Se habían mantenido a cierta distancia del camino hasta que giraron y se encaminaron directamente hacia la ladera. Ahora cruzaban el desierto y la suspensión del vehículo soportaba muy bien el terreno abrupto. Gullick se inclinó hacia adelante y comprobó su GPS, el sistema de localización en tierra, que estaba conectado a los satélites que tenían sobre sus cabezas. Este sistema les indicaba su localización en un radio de un metro y medio, incluso al desplazarse. Los faros del vehículo, muy semejante a un todoterreno, estaban apagados y Gullick empleaba las gafas de visión nocturna, un aparato que les permitía desplazarse sin que la vista normal pudiera distinguirlos. La red externa de seguridad era estricta: esa noche no se querían observadores indeseables en White Sides Mountain. Todos los espacios aéreos estaban siendo controlados minuciosamente por los dedos invisibles del radar para alejar los vuelos indeseables. Unos helicópteros armados estaban dispuestos en la línea de vuelo en la parte exterior del hangar uno. Aun así, Gullick no quería correr riesgos. Frenó cuando una figura surgió de la oscuridad. El hombre avanzó hacia el vehículo con un arma dispuesta. Al reconocer al general Gullick, hizo el saludo militar. Aun con las gafas de visión nocturna, el general era inconfundible.

– Señor, los ingenieros están ahí delante, debajo de aquella red de camuflaje.

Gullick aceleró. Quinn quedó aliviado cuando finalmente se detuvieron cerca de varios camiones aparcados debajo de la red de camuflaje del desierto. Un oficial se acercó al vehículo y saludó rápidamente.

– Señor, soy el capitán Henson, del cuarenta y cinco de ingeniería.

Gullick devolvió el saludo y se apeó mientras Quinn lo seguía a poca distancia.

– ¿Cuál es la situación? -preguntó Gullick.

– Todas las cargas están en su sitio. Estamos completando el cableado final. Todo estará dispuesto al amanecer. -Sostenía un detonador por control remoto del tamaño de un teléfono móvil-. Luego todo lo que tendrá que hacer será activar esto. Va conectado al ordenador que controla la secuencia de fuego. -Henson mostró el camino hacia otro vehículo que estaba aparcado bajo la red de camuflaje y mostró al general un ordenador portátil-. La secuencia es muy importante para que la roca en la pared de salida ceda de un modo controlado. Es muy parecido a lo que ocurre cuando se echan abajo edificios altos en una zona muy edificada: hacer que los escombros caigan pero que no dañen la nave.

El general tomó el mando a distancia y luego lo pasó por sus manos, como si lo acariciara.

– Vaya con cuidado, señor -dijo el capitán Henson.

Gullick bajó la mano y sacó la pistola.

– No vuelva a atreverse a hablarme de esa manera, señor. ¿Lo ha entendido? -dijo Gullick, hundiendo el cañón debajo de la mandíbula de Henson. Con el pulgar quitó el seguro. El sonido sonó fuerte en el aire limpio de la noche.

– Sí, señor -logró decir Henson.

– He tenido que tragarme esa mierda de los asquerosos civiles durante treinta años -casi gritó Gullick-. Sería un maldito si ahora tuviera que aceptar la mínima señal de falta de respeto de un hombre vestido con uniforme. ¿Queda claro?

– Sí, señor.

Quinn estaba petrificado, estupefacto ante aquel estallido.

– Cabrones. -La voz de Gullick era ahora un murmullo y, aunque todavía mantenía el arma contra el cuello de Henson, su mirada se había vuelto confusa-. He dado mi vida por vosotros -dijo Gullick en voz baja-. Todo lo he hecho… -La mirada del general volvió a ser la normal. Rápidamente guardó el arma y se volvió hacia el lado de la montaña tras el cual estaba la nave nodriza. Con un tono normal dijo-: Muéstreme las cargas.

PARQUE NACIONAL CAPÍTOL REEF, UTAH.

– ¡Están aquí! ¡Están aquí! -chilló una voz estridente.

Turcotte tenía su arma dispuesta, con el seguro bajado cuando abrió de una patada la puerta del conductor de la camioneta y bajó en cuclillas, mirando en la oscuridad en busca de un objetivo. Los chillidos continuaban y Turcotte se relajó un poco. Reconoció la voz y se levantó. Fue hacia el lado derecho y abrió la puerta.

Kelly sostenía a Johnny, fuertemente agarrado por los hombros.

– No es cierto, Johnny. Esto no es real.

Simmons estaba agazapado en la esquina izquierda trasera, mirando fijamente con los ojos abiertos.

– ¡Los veo! ¡Los veo! No voy a dejar que me cojan de nuevo. No voy a regresar.

– ¡Johnny! ¡Soy Kelly! Estoy aquí.

Por primera vez desde que lo habían rescatado, Johnny mostró cierta conciencia de lo que lo rodeaba.