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– El número de teléfono de la doctora Duncan en Las Vegas -dijo-. Mickell dice que, por lo que ha averiguado, ella está legitimada.

– ¿Confías en Mickell? -preguntó Kelly.

– No estoy seguro de confiar en nadie -respondió Turcotte.

Después de haber recorrido varios kilómetros, Kelly habló con suavidad:

– Esta es la carretera en la que, según se informó, Franklin murió en un accidente.

La carretera se extendía como un largo lazo negro delante de ellos y las luces de los faros reflejaban puntos de brillo.

– Esto puede ayudarte. ¿Te acuerdas de aquel tipo, Prague? ¿El que te tendió la trampa? Era mi comandante en Nebraska.

Kelly se irguió.

– El que mataste.

– Ese mismo.

– Bien.

EL CUBO, ÁREA 51. 31 horas tras la modificación

– La policía de Utah ha informado hace treinta minutos de que han encontrado el cuerpo de Simmons -informó Quinn. Se encontraba trabajando en la sala de reuniones, alejado del ruido de la sala de control cuando el general Gullick entró.

– ¿Dónde? -preguntó Gullick.

– En el Parque Nacional Capitol Reef. Se encuentra en la zona centrosur del estado.

– ¿Alguna señal de los demás?

– No, señor.

– ¿Cómo murió?

– Parece que se tiró al despeñadero.

Gullick se quedó pensando durante unos momentos.

– Van en dirección hacia Salt Lake City. Envíe alguna gente de Nightscape ahí. Que controlen todos los puntos de prensa.

– Si enviamos gente ahí, señor, tendremos que reducir nuestra seguridad aquí -repuso Quinn. Al advertir la mirada feroz de Gullick se apresuró a decir-: Voy a encargarme inmediatamente de esto, señor.

– Quiero que vigilen el cuerpo -dijo Gullick.

– Sí, señor.

– Otro cabo que ya no está suelto -dijo Gullick en voz baja. Luego volvió su atención al ordenador y al informe de Dulce tras la acción que había estado leyendo-. ¿Qué es esa cosa «ronrorongo» que se llevaron?

– Proviene de la isla de Pascua, señor -contestó Quinn-. Es una de las fuentes de runa.

– ¿Así que ellos saben leer esa maldita cosa y nosotros nunca lo logramos?

– Si Nabinger está en lo cierto, así es, señor. -Quinn había abierto el mismo archivo que el general estaba leyendo-. También se llevaron las fotografías de las tablas que había en el hangar dos.

Gullick golpeó suavemente con el dedo en la mesa.

– ¿Nada en la prensa?

– No, señor.

– ¿Nada en ninguna otra fuente?

– No, señor.

– ¿Han desaparecido y dejado el cuerpo de Simmons sin más?

Por el tono se veía que era una pregunta teórica y el mayor Quinn no contestó.

– ¿Dónde está Jarvis? ¿Ha salido de la ciudad?

La pregunta pilló a Quinn por sorpresa. Sus dedos se movieron ágiles por el teclado.

– Mmm…, está en Las Vegas, señor.

– Lo quiero a mano. Dígale que controle a los majaras del Buzón. Estamos demasiado cerca para sufrir algún fallo en el perímetro como la última misión de Nightscape, la que provocó toda esta mierda.

– Sí, señor. Me encargaré de ello.

– Contrólelo todo -ordenó Gullick poniéndose en pie-. Infórmeme en el momento que haya alguna señal de esa gente o de alguna de nuestras fuentes de información.

– Sí, señor.

Quinn esperó a que el general Gullick abandonara la sala. Entonces dejó su butaca a un lado y se sentó en la que había al final de la mesa: la butaca de Gullick. Sacó el teclado que estaba colocado inmediatamente debajo de la mesa y puso en marcha el ordenador del general.

Empezó a buscar archivos. Quería encontrar alguna clave para entender lo que estaba pasando. ¿Por qué tanta prisa por hacer volar la nave nodriza? ¿Por qué las misiones de Nightscape pasaron de ser relativamente benignas a incluir secuestros y mutilaciones? ¿Cuál era el objetivo de seguridad nacional implicado que Quinn ignoraba?

Quinn se concedió diez minutos pues sabía que Gullick era un animal de costumbres y luego apagó el ordenador. No había encontrado nada, pero la próxima vez que el general entrara y se marchara, volvería a buscar.

Capítulo 30

CORDILLERA DE LA BASE AÉREA DE NELLIS, NEVADA. 26 horas, 2 minutos tras la modificación.

– ¿Crees que funcionará? -preguntó Kelly.

Turcotte se estaba embadurnando la cara con corcho quemado de forma que el color de su rostro, ya de por sí oscuro, se volviera negro.

– Es un buen plan. El mejor que hemos tenido hasta el momento.

Kelly se quedó mirándolo.

– Apenas hemos tenido planes hasta ahora.

– Por eso es el mejor -repuso Turcotte-. Creo que tenemos una oportunidad. Es todo lo que se puede pedir. Tenemos dos oportunidades para ello. Una de las dos funcionará. No creo que nos estén esperando, lo cual, como ya he dicho antes, es nuestra ventaja. -Miró el cielo que estaba oscureciendo-. Es extraño, el general Gullick debería estar esperándonos, pero no lo hará.

– ¿Por qué debería y no lo hace? -preguntó Kelly, algo confundida.

– Debería porque es lo que se espera que hará -dijo Turcotte comprobando la recámara de su pistola-. Pero no lo hará porque lleva demasiado tiempo con el culo metido en ese bunker subterráneo. Ha olvidado el sentimiento de estar en el campo y en acción.

Cerró el compartimiento de las balas, colocó una bala en la recámara y volvió a colocar el arma en la funda de pistola que llevaba al hombro.

– ¿Lista?

– Lista -dijo Kelly. Miró a los demás. Von Seeckt estaba sentado en el asiento de copiloto, y Nabinger se hallaba detrás. La camioneta estaba aparcada en la cuneta de una carretera de tierra situada en el extremo del perímetro de la base. Por la parte oeste de la carretera, unas grandes señales advertían que a partir de allí era zona de acceso restringido. A seis kilómetros y medio, al oeste, una gran montaña se recortaba contra el sol poniente.

– Cuidaos -advirtió Turcotte.

– ¿No deberíamos sincronizar los relojes o algo así? ^preguntó Kelly-. Es lo que hacen en las películas. Y en este plan el tiempo es muy importante, por lo menos, lo que he captado de él.

– Buena idea. -Turcotte despegó el velero que tapaba su reloj-. En dos minutos serán las ocho en punto.

Kelly comprobó su reloj.

– Muy bien, bueno, comprobado, o como se diga. -Levantó la mano y la apoyó en el hombro de Turcotte-. Puedes contar con nosotros. Estaremos allí.

– Lo sé -contestó Turcotte sonriendo-. Buena suerte.

Se dio la vuelta y se marchó atravesando la oscuridad, perdido en la sombra de la montaña.

– Vamos -ordenó Kelly.

Nabinger cambió de sentido la camioneta y se marcharon en dirección norte.

ÁREA 51.

Después de media hora, los músculos de Turcotte habían cogido el ritmo de la carrera. Poco después de abandonar la camioneta había tenido que acomodarse algunas armas y equipo que llevaba en su chaqueta de combate, pero ahora todo lo que llevaba ya no hacía ruido, tal como le habían enseñado en la academia años antes. El único ruido que se oía era el de su propia respiración.

La rodilla iba aguantando bien; procuraba mantener su paso corto para reducir la carga. Se desplazaba por la base de la montaña hacia la que había partido. Examinó la colina con el rabillo del ojo. Por fin distinguió lo que buscaba. Una fina cola de animal se levantó y Turcotte se emocionó. Al cabo de quinientos metros volvió a la posición original. Turcotte se detuvo y tomó aliento. Miró hacia arriba. Tenía mucho camino por delante. Empezó a correr.