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– Quiero aquí al general Gullick y lo quiero aquí ahora -exigió Duncan.

– Primero tenemos que poner a buen recaudo a estos prisioneros -dijo el guarda.

– Soy Kelly Reynolds -dijo Kelly dando un paso al frente y manteniendo los brazos en alto-. Ya conoce al profesor Von Seeckt, y este señor es el profesor Nabinger del museo de Brooklyn. La hemos llamado antes.

– Sí -asintió la doctora Duncan-. Por eso estoy aquí. Vamos a llegar al fondo de todo esto. Se volvió hacia el guardia y dijo-: Sus prisioneros no van a ir a ningún sitio. Ninguno de nosotros lo hará. Tráigame aquí al general Gullick.

– Señor -dijo Quinn con precaución mientras colgaba el teléfono.

La vista del general Gullick estaba clavada en la pantalla principal que mostraba la vista general del Área 51. Por fin todos los vehículos habían sido acorralados y los avistadores de ovnis se encontraban ya bajo arresto.

– ¿Sí?

– La doctora Duncan se encontraba a bordo de aquel Blackhawk. Ahora está en el hangar número uno y exige verlo a usted. Von Seeckt, Nabinger y la periodista también están ahí.

Una arteria en la frente de Gullick empezó a palpitar.

– ¿Tenemos ya comunicación? -preguntó Gullick.

– Sí, señor. La interferencia ha cesado.

– ¿Tiene contacto con el centro de ingeniería?

– Sin respuesta, señor.

– Envíe el platillo cuatro a comprobarlo. ¡Rápido!

Gullick apartó la vista bruscamente de la pantalla y fue hacia el ascensor. Quinn se relajó levemente cuando las puertas se cerraron tras el general y pudo transmitir las órdenes.

De repente, el agitador salió disparado hacia el oeste, y el escenario del hangar permaneció inmóvil en un punto muerto entre las armas de los hombres de Nightscape y la protección provisional de la doctora Duncan.

Una gran silueta salió del hangar, precedida por una sombra larga provocada por la luz roja que tenía detrás. El general Gullick avanzaba y miraba a su lado.

– Muy bonito. Muy bonito. -Miró fijamente a Duncan-. Seguro que tendrá una explicación para todo el circo que ha organizado.

– Y yo estoy segura de que tendrá una respuesta ante el intento de abatir mi helicóptero -replicó.

– La ley me autoriza a utilizar la muerte si es preciso para salvaguardar esta instalación -dijo Gullick-. Usted es quien ha violado la ley al entrar en un espacio aéreo restringido y no haber respondido al ser requerida para ello.

– ¿Y qué me dice de Dulce, general? -replicó Duncan-. ¿Qué hay del general Hemstadt, ex miembro de la Wehrmacht? ¿Y de Paperclip? ¿Dónde está el capitán Turcotte?

Kelly observó el cambio que sobrevenía a Gullick y se dispuso a detener el discurso de la doctora Duncan.

Cuando terminó de teclear, Turcotte vio una luz brillante que salía del este a través de la red de camuflaje. Aquella era la misma luz que había visto en su primera noche allí. El agitador se detenía a unos doce metros de altura y aterrizaba. Un hombre salió de la escotilla superior con un arma en mano.

Duncan y Gullick dejaron de discutir al oír una nueva voz.

– Ustedes dos no entienden nada -chilló Nabinger. Tenía un aspecto salvaje y mantenía en alto la tabla rongorongo-. Ninguno de los dos. -Señaló hacia el hangar-. No saben lo que tienen ahí dentro ni de dónde proviene. No entienden nada de todo esto.

Gullick cogió una metralleta de uno de los guardas de Nightscape.

– No, no lo entiendo, pero usted tampoco lo conseguirá jamás. -Apuntó con el cañón a la doctora Duncan.

– Ha ido demasiado lejos -dijo la doctora.

– Acaba de firmar su certificado de defunción, señora. Ha dicho demasiado y sabe ya demasiado.

Tenía ya el dedo en el gatillo cuando lo cegó el brillo de un foco de búsqueda brillante. El agitador número cuatro se había colocado detrás del grupo de Duncan sin hacer ningún ruido.

– ¡Venid aquí! -exclamó Turcotte desde la escotilla que había en la parte superior del platillo.

– ¡Vámonos! -dijo Kelly tomando a Duncan por los hombros y empujándola hacia el agitador. Los demás las siguieron.

Turcotte vio que Gullick levantaba el cañón de su metralleta y apuntaba hacia él.

– Hágalo y yo activaré las cargas -exclamó Turcotte mostrando en lo alto el detonador remoto del hangar dos.

Gullick se quedó helado.

– ¿Qué ha hecho?

– Un pequeño ajuste en la secuencia, no creo que vaya a funcionar del modo en que le habría gustado a usted -dijo Turcotte controlando a su gente mientras avanzaban hacia él y subían por el lado del disco.

– ¡No puede hacer eso! -chilló Gullick.

– No lo haré si nos permite marcharnos de aquí -prometió Turcotte.

– Váyanse -ordenó el general Gullick haciendo un gesto a sus hombres de seguridad.

Turcotte se hizo a un lado de modo que permitió que los demás pudieran pasar por la escotilla. Cuando estuvieron todos a bordo, entró en el interior y cerró la escotilla tras él.

– ¡Despegamos! -chilló al piloto.

En tierra Gullick se agitó.

– Quiero que el Aurora esté listo para despegar ahora mismo.

Había dejado de confiar en la tecnología alienígena.

– Sí, señor.

– ¿Adonde desean ir? -preguntó el capitán Scheuler desde la depresión que habían en el centro del disco. No se había opuesto en absoluto cuando en el centro de ingeniería Turante se había introducido por la escotilla, arma en mano y le había ordenado volar hasta el hangar uno. Los demás estaban sentados con miedo en el suelo del disco, arremolinados en el centro. Von Seeckt tenía los ojos cerrados, intentando no desorientarse por la vista exterior.

Turcotte todavía mantenía la metralleta apuntada hacia el piloto.

– A la derecha -ordenó al piloto.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Kelly.

Turcotte miraba el exterior, el revestimiento transparente del platillo, mientras rodeaban la montaña que escondía los complejos del hangar. Abrió la tapa del botón de ignición del control remoto y luego lo apretó.

– Le dijo a Gullick que no lo haría -dijo Lisa Duncan.

– Le mentí.

Afortunadamente, en el hangar dos no había nadie. La pared exterior se hundió sobre sí misma, pero no en el modo ordenado que había sido planeado sino en forma de una cascada de piedras y escombros que cayó por completo encima de la nave nodriza, de forma que quedó enterrada bajo toneladas de rocalla.

En el Cubo, el mayor Quinn oyó la serie de explosiones y vio cómo caían la primeras rocas en el hangar dos en las pantallas de vídeo remotas, antes de que éstas fueran destrozadas por aquel terremoto creado por el hombre. -¡Mierda! -murmuró.

Gullick ya sabía lo que había ocurrido en cuanto cesó la última de las secuencias de explosión. Se tambaleó y luego cayó sobre sus rodillas. Apretó las manos contra las sienes. El dolor era todavía más intenso. Cruzaba de un lado a otro, aserrando su cerebro. Un lamento se escapó de sus labios.

– Lo siento -decía en voz baja-, lo siento.

– Señor, Aurora está lista para despegar -dijo un joven oficial con mucho nerviosismo.

Tal vez pueda salvarse, pensó Gullick, asiéndose a la sola idea. Se puso en pie lentamente. La forma de pez manta del avión de gran velocidad se recortaba contra las luces de la pista. Sí, todavía había un modo de salvar las cosas.

Capítulo 32

ESPACIO AÉREO DE NEVADA.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Kelly.

Los demás estaban alrededor, ahora en pie sobre el suelo del agitador, mientras intentaban acostumbrarse a la temible visión de ver directamente a través del revestimiento de la nave. En el interior había poco sitio con tanta gente. Se dirigían hacia el sur, fuera del Área 51, a trescientos kilómetros por hora y ganando altura lentamente.