– Estamos atrapados -anunció Scheuler cuando el revestimiento del disco volvió a ser opaco. Probó los controles-. No podrá ponerse en marcha.
A unos mil doscientos metros por encima de la isla de Pascua, el general Gullick contempló impotente cómo el agitador desaparecía en las aguas del cráter.
– ¿Podría dejarnos en el aeropuerto de la isla? -preguntó al piloto.
– Señor, es una pista comercial. Si aterrizamos ahí, el secreto de este avión será descubierto.
– Mayor. -La risa de Gullick tenía un matiz de locura-. Hay muchas cosas que van a dejar de ser secretas en cuanto amanezca si no me pongo al mando de esto. Y eso no lo puedo hacer estando aquí arriba. Aterrice.
– Sí, señor.
– Veamos qué tenemos aquí -dijo Turcotte yendo hacia la escalera que llevaba a la escotilla superior. Subió por ella y abrió la escotilla. Se puso sobre la superficie del agitador y miró alrededor mientras los demás se arremolinaban alrededor-. Yo diría hacia allí-dijo señalando un túnel que había al final de la zona de tierra.
– Tú, primero -dijo Kelly acompañándose con un gesto de la mano.
Turcotte encabezó la marcha con Nabinger a su lado y los demás atrás, mientras Kelly se quedaba en la retaguardia. El túnel estaba iluminado con haces de luz que parecían formar parte del techo. El suelo primero subió dando falsas esperanzas de que tal vez llevara a la superficie, pero luego volvió a bajar y torció hacia la derecha.
Penetraron en una caverna algo mayor que el Cubo. Había tres paredes de piedra, pero la más alejada era de metal. En ella había una serie de paneles de control complejos con muchas palancas y botones. No obstante, lo que llamó la atención de todos fue una gran pirámide dorada de seis metros de altura que se encontraba en el centro de la caverna. Turcotte se detuvo. Se parecía a la que había en Dulce, pero ésta era de mayor tamaño. No brillaba como la otra y Turcotte no sintió las molestias que había experimentado en Dulce.
Siguió de mala gana a los demás, que avanzaban en silencio hacia la base de la pirámide contemplando con respeto la superficie pulida. En el metal había grabados débilmente caracteres en runa superior.
– ¿Qué os parece? -preguntó Turcotte a nadie en particular-. Estoy seguro de que esta cosa controla lo que fuera que condujo al agitador hacia aquí y que nos impide marcharnos.
– ¿Por qué tienes esta prisa en marcharte? -preguntó Kelly-. Vinimos para esto.
– He sido entrenado para tener siempre preparada una vía de escape -repuso Turcotte mirando con desconfianza la pirámide.
– Bueno, pues tranquiliza los ánimos -replicó Kelly.
– Mis ánimos están tranquilos -contestó Turcotte-. Tengo la sensación de que a la salida de esta caverna nos espera una gran cantidad de grandes armas.
– Éste tiene que ser el guardián -dijo Kelly.
Todos se quedaron quietos cuando Nabinger pasó las manos por encima de la runa superior.
– Es maravilloso. Es el hallazgo más maravilloso de la historia de la arqueología.
– Esto no es historia, profesor -dijo Turcotte mientras avanzaba por la sala-. Se trata de aquí y ahora y necesitamos saber qué es esa cosa.
– ¿Puede leer? -preguntó Kelly.
– Puedo leer algo, sí.
– Pues manos a la obra -dijo Turcotte.
A los cinco minutos de que Nabinger empezara, todos se asombraron al ver un resplandor dorado que salía del vértice de la pirámide. Turcotte se alegró de no tener la sensación de mareo que le produjo la otra pirámide. Sin embargo, se inquietó cuando vio que una especie de zarcillo dorado en estado gaseoso procedente de la esfera se abrazaba alrededor de la cabeza de Nabinger.
– Calma -dijo Kelly cuando Turcotte quiso avanzar-. Esta cosa, sea lo que fuere, está al mando. Deja que Nabinger averigüe lo que quiere.
El primer helicóptero del Abraham Lincoln llegó una hora y treinta minutos después de que Gullick hubiera aterrizado en el aeropuerto internacional de la isla de Pascua. Considerando que cada semana sólo había cuatro vuelos en el aeropuerto y aquél era uno de los días sin vuelo, no tuvieron problema en ocupar las instalaciones.
El hecho de que la isla fuera chilena y estuvieran violando las leyes internacionales no preocupaba en absoluto al general Gullick. Hizo caso omiso de las nerviosas solicitudes del almirante que estaba al frente de las fuerzas operativas del Abraham Lincoln y las transmisiones procedentes de Washington cuando la gente a cargo advirtió que estaba ocurriendo algo extraño.
– Quiero que se preparen para un ataque aéreo -ordenó Gullick-. El objetivo es el volcán Rano Kao. Todo lo que tengan. El objetivo está sumergido en las aguas del cráter.
El almirante hubiera hecho caso omiso a Gullick excepto por una cosa muy importante. Aquel general sabía las palabras del código para dar luz verde a aquel tipo de misión. En la cubierta del Abraham Lincoln se desplegaron los misiles inteligentes y las tripulaciones empezaron a colocarlos en las alas del avión.
Al cabo de dos horas, Nabinger tenía una mirada perdida en el rostro y el zarcillo salía de él y regresaba a la esfera dorada.
– ¿Qué ha podido saber? -preguntó Kelly mientras todos se arremolinaban alrededor.
– ¡Es increíble! ¡Increíble! -exclamó Nabinger agitando la cabeza mientras reposaba su vista lentamente sobre lo que le rodeaba-. Me habló de un modo que no podría explicarles. Tanta información. Tantas cosas que nunca entendí. Ahora todo encaja. Todas las ruinas y los descubrimientos, todas las runas, todos los mitos. No sé por dónde empezar.
– Por el principio -sugirió Von Seeckt-. ¿Cómo llegó ahí esa cosa? ¿De dónde vino la nave nodriza?
Nabinger cerró un momento los ojos, luego empezó a explicar.
– En la Tierra había una colonia alienígena, por lo que puedo adivinar, más que una colonia era un destacamento. Los alienígenas se llamaban a sí mismos los Airlia. Llegaron aquí hace unos diez mil años. Se asentaron en una isla. -El profesor levantó una mano cuando Turcotte hizo un ademán para empezar a hablar-. No era esta isla. Era una isla en el otro océano. En el Atlántico. Una isla que en una leyenda humana recibió el nombre de La Atlántida.
»Desde ahí exploraron todo el planeta, donde había una especie propia muy parecida a ellos. -Nabinger sonrió-. Nosotros. Intentaron evitar el contacto con los humanos. No estoy totalmente seguro del porqué estaban aquí. Tendría que tener más contacto. Me imagino que simplemente fue una expedición científica, aunque sin duda había un aspecto militar en todo aquello.
– ¿Pretendían conquistar la Tierra? -preguntó Turcotte.
– No. Hace diez mil años nosotros no éramos precisamente un peligro interestelar. Los Airlia estaban en guerra con otras especies o, tal vez, entre ellos mismos. Por lo que me ha dicho no puedo saberlo muy bien, pero creo que se trataba de lo último. La palabra empleada para el enemigo era distinta. Si el enemigo hubiera sido uno de ellos creo que lo podría decir porque… -Nabinger se detuvo-. Me estoy yendo del tema.
»Los Airlia vivieron aquí durante varios milenios, cambiando el personal en turnos de trabajo. Entonces ocurrió algo, no aquí, en la Tierra, sino en su guerra interestelar. -Nabinger se pasó la mano por la barba-. La guerra no iba bien y ocurrió algún tipo de desastre de forma que los Airlia de aquí quedaron aislados. Parece que el enemigo podía hallar a los Airlia por sus naves interestelares -Miró a Von Seeckt-. Ahora ya sabemos el secreto de la nave nodriza. El comandante de la colonia tuvo que decidir: recogerlo todo y volver al sistema de donde provenían o bien quedarse. Naturalmente, la mayoría de los Airlia querían regresar, puesto que, incluso en el caso de que se quedaran y no fueran detectados, siempre existía la posibilidad de que el enemigo los descubriera.