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«Evidentemente, si se marchaban serían detectados y habría una persecución por el espacio. Había también un factor adicional, uno que por lo visto el comandante de los Airlia consideró muy importante. Él era uno de los que había programado al guardián, por lo que la mayoría de las cosas que he aprendido son bajo su punto de vista. Se llamaba Aspasia. -Hizo una pausa y continuó-: Aspasia sabía que incluso si se marchaban, la señal de sus motores podría ser rastreada por el enemigo y entonces la Tierra sería descubierta por otros. Para él aquello equivalía a sentenciar el planeta a su destrucción. Le parecía que sólo ese factor excluía la huida. Por otra parte, las leyes por las que se regía decían que no podía poner en peligro este planeta ni la vida que contenía.

»Sin embargo, entre los Airlia había otros que no eran tan nobles ni tenían tanto respeto por las leyes. Querían regresar y no quedar atrapados en aquel planeta primitivo para el resto de sus vidas. Los Airlia lucharon entre sí y ganó el bando de Aspasia. Sin embargo, éste sabía que mientras hubiera una posibilidad de regresar, siempre existiría una amenaza. Sabía también que incluso su ubicación en la isla, la Atlántida, podía violar sus normas de no interferencia.

»Por lo tanto trasladó la nave nodriza y la escondió. Luego dispersó a sus hombres. Algunos, los rebeldes, ya lo habían hecho y se encontraban en distintas partes del planeta. Aspasia escondió siete agitadores en el Antártico y -Nabinger señaló detrás de su espalda- trasladó su ordenador central, el guardián, a la isla de Pascua, que por aquel entonces estaba deshabitada. A continuación condujo dos platillos más para que permanecieran con la nave nodriza. -Nabinger tomó aire-. Bueno, hizo eso antes de hacer una última cosa. Destruyó su destacamento en la Atlántida para que, si el enemigo penetraba en aquel sistema solar, no pudiera descubrir que los cabeza de fuego habían estado ahí. Borró por completo cualquier rastro de su existencia en la Tierra y escondió el resto. -Nabinger miró la pantalla-. Aspasia dejó activado el guardián con los caza Fu bajo su control por si cambiaba el curso de la guerra o si su propia gente regresaba a este sector del espacio. Evidentemente, eso nunca ocurrió. -El profesor volvió la vista del ordenador-. Otros entre los Airlia, los que no estaban de acuerdo con Aspasia, posiblemente intentaron dejar su propio mensaje a su gente al saber que el guardián estaba en marcha.

»Ahora ya sé el porqué y el cómo de las pirámides. Eran balizas espaciales construidas por los rebeldes con la tecnología limitada que encontraron y la mano de obra humana que pudieron emplear para intentar comunicarse con su gente si alguna vez llegaban lo suficientemente cerca. Y luego está lo de la bomba que los rebeldes robaron. Aspasia lo sabía, pero no podía entrar y robarla, pues era imposible hacerlo sin que los humanos vieran su poder y conocieran su existencia o sin que los rebeldes la hicieran estallar. Verán -prosiguió Nabinger-. Los rebeldes no eran muchos. Nunca fueron más de unos pocos miles entre todos los Airlia que había en el planeta. Y se marcharon a otros lugares y se labraron su propio camino entre los humanos. La teoría difusionista de Jorgenson es cierta. Existen, en efecto, conexiones entre esas civilizaciones antiguas y hay una razón por la que todos empezaron aproximadamente a la vez, si bien la razón no fue el que el hombre pudiera atravesar el océano. Se debió a que la Atlántida fue destruida y los Airlia tuvieron que dispersarse por el planeta.

– Vi una pirámide como el guardián pero más pequeña en el nivel inferior de Dulce -dijo Turcotte.

– Sí, ése era el ordenador que escondieron los rebeldes -explicó Nabinger-. No era tan potente como el guardián, pero aun así más evolucionado que cualquier cosa que podamos entender. Gullick y su gente seguramente lo consiguieron este año, cuando se hizo el hallazgo en Jamiltepec, México.

– Y que Gullick puso en marcha -dijo Turcotte pues todas las piezas encajaban

– Así es -dijo Nabinger-. Y no funcionó del modo en que Gullick pensaba. No pudo controlarlo y, de hecho, el ordenador de los rebeldes lo controlaba a él. Quería la nave nodriza. Aquello era lo que los rebeldes querían más que cualquier otra cosa: el único modo de regresar a su casa.

– Ya le dije -advirtió Von Seeckt volviéndose hacia la doctora Duncan- que no debíamos intentar hacer volar la nave nodriza. ¡El general Gullick y su gente podían haber lanzado la ira de aquel enemigo contra nuestro planeta!

– No creo que Gullick supiera exactamente lo que estaba haciendo -dijo Turcotte mientras se frotaba el lado derecho de la cabeza.

– La amenaza a la que los Airlia se enfrentaron ocurrió hace miles de años -apuntó la doctora Duncan-. Sin duda…

– Sin duda, nada -la interrumpió Von Seeckt. Y señaló la pantalla que había tras él-. Esa cosa todavía funciona. Los cazas Fu que este ordenador controla todavía funcionan. Los agitadores todavía vuelan. ¿Qué le hace creer que el equipo del enemigo no está funcionando en algún lugar, esperando a captar una señal y entrar y destruir la Tierra? Es evidente que los Airlia desconectaron la nave nodriza porque estaban perdiendo la guerra.

– Esto nos sobrepasa -advirtió Lisa Duncan-. Tendremos que hacer que el Presidente venga aquí.

De repente el resplandor dorado se volvió blanco y luego apareció una imagen tridimensional. Mostraba un cielo de primeras horas de la mañana y una serie de pequeños puntos que se desplazaban por él.

– ¿Qué es eso? -preguntó la doctora Duncan.

– Es posible que no tenga la oportunidad de hablar con el Presidente -dijo Turcotte-. Son los F16 que vienen hacia aquí.

Capítulo 34

RAPA NUI,(ISLA DE PASCUA).

Gullick estaba sentado en la parte trasera del gran helicóptero de la Marina aparcado en la pista de despegue mientras escuchaba por la frecuencia de comandancia cómo se desplegaban las fuerzas de combate. En aquellos aviones había suficiente artillería como para reducir aquel volcán a escombros. Y luego… Gullick agitó la cabeza intentando librarse de un dolor de cabeza martilleante y pensar con claridad. Luego desenterraría de nuevo la nave nodriza. Y luego, luego…

– ¿Se encuentra bien, señor? -El teniente de la Marina estaba preocupado. No sabía qué estaba ocurriendo, pero algo era seguro, había un follón extraordinario.

– Estoy bien -dijo Gullick bruscamente.

– Tenemos Duendes -exclamó el hombre del radar-. Salen del volcán.

El jefe de vuelo vio cómo los cazas Fu ascendían para dar la bienvenida a sus aviones. Había estado en la sala de oficiales cuando el escuadrón que había sido enviado para hacer caer en la trampa se había hundido al bloquearse los motores ante estas mismas naves.

– ¡Eagle Seis, aquí Eagle Seis! ¡Cancelen! ¡Cancelen!

Los F16 ladearon de golpe y emprendieron la huida dejando a su paso una estela de combustible mientras los cazas Fu los perseguían.

En la caverna del guardián todos suspiraron tranquilos al ver que los aviones de combate cambiaban de dirección espoleados por los cazas Fu.

– Parece que este guardián sabe cuidar de sí mismo -dijo Turcotte.

– ¿Existe algún modo de poder conectar con Washington? -preguntó Duncan-. Tengo que destituir a ese loco de Gullick.

– ¿Puede pedir al guardián que nos permita utilizar la radio SATCOM del agitador? -preguntó Turcotte al profesor Nabinger.

– Lo intentaré -respondió Nabinger.

Gullick tenía un último as en la manga. Sabía que en el grupo de combate Lincoln había un crucero de la clase Aegis. Tomó el micrófono y llamó al almirante.

De repente, el resplandor tridimensional cambió de perspectiva y mostró cuatro estelas de fuego que salían de un buque de guerra.

– ¿Qué cono es eso? -preguntó Kelly, mientras Turcotte y la doctora Duncan se quedaban petrificados.