Al tirar de las dos anillas a menos de seis metros del suelo, el jefe de grupo retardó su descenso, de modo que cuando sus botas tocaron tierra no hubo más impacto que si hubiera bajado una acera. El paracaídas cayó detrás de él a la vez que él soltaba su metralleta. Los demás hombres aterrizaron, todos a seis metros. Aseguraron sus paracaídas y luego tomaron posición debajo del poste principal del telesilla, en el trozo de tierra más elevado en un área de seis kilómetros. Desde donde estaban podían controlar el kilómetro de terreno que había entre ellos y el lago.
A la zona se la denominaba Nido del Diablo y se decía que un siglo antes Jesse James [1] la había utilizado como guarida. Los hombres se encontraban exactamente en la zona donde la planicie de Nebraska se convierte de golpe en colina y montañas abruptas, la cual se prolonga hasta el final del lago artificial, resultado de la construcción de presas en el río Missouri unos seis kilómetros más abajo. Diez años antes, un promotor inmobiliario había intentado convertir la zona en un lugar turístico -de lo que daba prueba el telesilla-, pero la idea fue un fracaso. Sin embargo, aquellos hombres no estaban interesados en la maquinaria oxidada. Su preocupación residía en el centro de la zona, discurría por la cima de una montaña y se dirigía al lago.
El jefe de grupo cogió el auricular que le ofreció el hombre encargado de telecomunicaciones.
– Nightscape Seis Dos, aquí Phoenix Advance. La zona de aterrizaje está despejada. Zona despejada. Cambio.
– Aquí Seis Dos. Roger. Se espera a Phoenix en tres minutos. Corto.
En el aire Turcotte observó a Prague mientras hablaba a través de la radio por satélite y sus palabras se perdían en el barullo de los motores. Percibía el cambio de la presión a medida que el C130 descendía. Al mirar al exterior vio agua y luego una línea de costa. Los neumáticos del C130 tocaron tierra y el avión empezó a circular. Se detuvo a una distancia sorprendentemente corta para un avión de su clase y, en cuanto el avión se giró para colocarse frente a la pista, se abrió la rampa trasera.
– ¡Vamos! -gritó Prague-. A descargarlo todo.
Turcotte echó una mano para sacar los helicópteros y colocarlos al abrigo de unos árboles cercanos. Quedó impresionado ante la habilidad de los pilotos. La pista era poco menos que una expansión plana de hierba peligrosamente escoltada a cada lado por líneas de árboles.
En cuanto se hubo descargado el helicóptero y el equipo, el avión se deslizó de nuevo por la pista y, con la rampa todavía no cerrada del todo, el avión se elevó en el cielo de la noche. Al cabo de un minuto, el segundo avión aterrizó y el proceso se repitió. Unos minutos más tarde estaban en tierra los tres helicópteros y el personal.
En cuanto el ruido del segundo avión quedó amortiguado por la distancia, Prague empezó a dar órdenes.
– ¡Quiero redes de camuflaje encima y todo bien cubierto! ¡Rápido, gente! ¡En marcha!
Capítulo 3
EL CAIRO, EGIPTO. 237 horas.
– No sé qué le pasa a este aparato -protestó el estudiante mientras tocaba botones y ajustaba los controles del aparato que tenía delante. El sonido de su voz aguda retumbó en las paredes de piedra y lentamente murió dejando una quietud en el aire.
– ¿Por qué estás tan seguro de que está averiado? -preguntó el profesor Nabinger en un tono más tranquilo.
– ¿Qué otra cosa, si no, podría estar causando esas lecturas negativas?
El estudiante abandonó los controles del equipo de resonancia magnética que habían llevado con gran esfuerzo hasta ahí abajo, el corazón de la gran pirámide.
El esfuerzo había sido doble: durante las últimas veinticuatro horas, el esfuerzo físico de acarrear la máquina por los estrechos túneles de la gran pirámide de Gizeh hasta la cámara inferior y, durante el último año, el complejo esfuerzo diplomático para obtener el permiso para introducir y activar ese moderno equipo en el mayor de los monumentos antiguos de Egipto.
Nabinger conocía lo suficiente de la política arqueológica para apreciar la oportunidad que se le había otorgado al usar aquel equipo allí. De las siete maravillas originales del mundo antiguo, las únicas que quedaban en pie eran las tres pirámides de la orilla oeste del Nilo y, ya en la antigüedad, se las consideraba las mejores. El coloso de Rodas, cuya existencia era cuestionada por muchos arqueólogos, los jardines colgantes de Babilonia, la torre de Babel, la torre de Faros en Alejandría y otras maravillas de la arquitectura primitiva habían ido desapareciendo con el correr de los siglos. Todas, menos las pirámides, construidas entre los años 2685 y 2180 antes de Cristo. Ya se erguían sobre la arena cuando aún faltaba mucho tiempo para que surgiera el Imperio Romano, continuaron allí cuando éste desapareció al cabo de varios siglos y todavía resistían, a las puertas del segundo milenio del nacimiento de Cristo.
Las fachadas originales de piedra caliza pulida a mano habían sido causa de pillaje, excepto en la parte superior de la pirámide central, pero su tamaño era tan grande que habían salido ilesas de los estragos de las guerras que se habían ido sucediendo alrededor. Las pirámides lo habían resistido todo, desde las invasiones de los hicsos por el norte en el siglo XVI antes de Cristo hasta el Octavo Regimiento Británico durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por Napoleón.
En Egipto todavía había más de ochenta pirámides; Nabinger había visitado casi todas y había explorado sus misterios, pero siempre se sintió atraído por el famoso trío de Gizeh. Cuando uno se acercaba a ellas y las miraba, la pirámide de Chefren, situada en el medio, parecía la más grande, pero ello se debía sólo a que se hallaba sobre un terreno más alto. El faraón Khufu, conocido popularmente como Cheops, había sido el responsable de la construcción de la pirámide mayor, situada al noreste. Con una altura de más de ciento veintidós metros y una superficie que abarcaba algo más de treinta hectáreas era, con diferencia, el mayor edificio en piedra del mundo. La más pequeña de las tres era la pirámide de Micerino o MenKauRa, que medía sesenta y un metros de altura. Los lados de las pirámides estaban alineados con respecto a los cuatro puntos cardinales, y aquéllas se orientaban de noreste a suroeste, de mayor a menor. La gran esfinge se encontraba a los pies de la pirámide mediana, pero suficientemente alejada al este para hallarse también delante de la gran pirámide, que parecía continuarse en el hombro izquierdo de la esfinge.
Las pirámides atraían a turistas, arqueólogos y científicos y despertaban la admiración de todos. Para los turistas, el tamaño y la antigüedad eran suficientes. Para los científicos, la construcción desafiaba la tecnología de la época en que se construyeron. Para los arqueólogos no sólo resultaba extraordinaria la construcción, sino que también ansiaban descubrir su propósito. Ésta era la cuestión que durante años había ocupado a Nabinger pues las respuestas ofrecidas por sus colegas no le satisfacían.
En general se decía que eran las tumbas de los faraones. El problema de esta teoría residía en que los sarcófagos que se habían descubierto dentro de las pirámides estaban vacíos. Durante años se había culpado del saqueo a los ladrones de tumbas, hasta que por fin se encontraron sarcófagos, cubiertos todavía con tapas y sellos no forzados, que también resultaron estar vacíos.