El doctor Zajac espolvoreó el alpiste del comedero de aves que estaba en el exterior de la casa con trocitos de guindilla, y le dijo a Irma que así las ardillas no podrían comerse el alpiste. Luego Irma intentó espolvorear también las cacas de perro con trocitos de guindilla. Si bien esto era visualmente interesante, sobre todo por el contraste con la nieve recién caída, sólo al principio la guindilla le pareció a la perra poco atractiva.
Y atraer incluso una mayor atención hacia el excremento canino en su patio no le hacía a Zajac ninguna gracia. Tenía un método mucho más sencillo, aunque más atlético, de evitar que Medea se comiera su propia mierda. Primero recogía las cacas con la raqueta de lacrosse, y solía depositarlas en la omnipresente bolsa de papel marrón, aunque a veces Irma le había visto lanzar una a modo de proyectil contra una ardilla en la rama de algún árbol… de uno a otro lado de la calle Brattle. En cada una de estas ocasiones el doctor Zajac erraba el tiro, pero el gesto iba en derechura al corazón de Irma.
Aunque era demasiado pronto para saber si la joven a la que Hildred había denominado «la bailarina de striptease de Nick» hallaría alguna vez su camino hacia el corazón de Zajac, en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados tenían otro motivo de inquietud: era sólo cuestión de tiempo el que el doctor Zajac, aunque todavía cuarentón, tendría que ser incluido en el título de los principales asociados quirúrgicos de Boston especializados en el tratamiento de las manos. Pronto sería Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados.
No se crea que esto no mortificaba al epónimo Schatzman, aunque estuviera retirado. No se crea que no sacaba de quicio también al hermano Gingeleskie superviviente. En los viejos tiempos, cuando vivía el otro Gingeleskie, eran Schatzman, Gingeleskie y Gingeleskie… antes de la época de Mengerink. (El doctor Zajac decía en privado que dudaba de que el doctor Mengerink fuese capaz de curar una cutícula inflamada.) En cuanto a Mengerink, tuvo una aventura con Hildred cuando ella aún estaba casada con Zajac, y sin embargo despreciaba a Zajac por haberse divorciado, a pesar de que fue Hildred quien tuvo la idea de divorciarse.
Sin que lo supiera el doctor Zajac, su ex esposa estaba empeñada en volver loco también al doctor Mengerink. A éste le parecía el más cruel de los destinos que el nombre de Zajac estuviera destinado a seguir pronto al suyo en el membrete de las cartas y los letreros de los venerables asociados quirúrgicos. Pero si el doctor Zajac conseguía efectuar el primer trasplante de mano del país, tendrían suerte si la sociedad no pasaba a ser Zajac, Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. (Cosas peores podían suceder. Sin duda en Harvard nombrarían pronto a Zajac profesor asociado.)
Para echar más sal a sus heridas, la empleada doméstica-asistenta del doctor Zajac se había transformado en una máquina de erección instantánea, aunque el mismo Zajac estaba demasiado confuso para darse cuenta. Incluso el viejo Schatzman, ya retirado, había observado los cambios en Irma. Y Mengerink, que había tenido que cambiar dos veces su número telefónico para disuadir a la ex esposa de Zajac de que le llamara… Mengerink también había reparado en Irma. En cuanto a Gingeleskie, había dicho: «Incluso el otro Gingeleskie podría distinguir a Irma en una multitud». Se refería, por supuesto, a su hermano muerto.
Hasta un cadáver dentro de su tumba sería capaz de ver lo que le había sucedido a la empleada doméstica-asistenta, ahora convertida en una mujer de gran atractivo sexual. Parecía una bailarina de striptease que de día trabajaba como entrenadora personal. ¿Cómo era posible que Zajac no se hubiera fijado en la transformación? No era de extrañar que un hombre así hubiera pasado por el instituto y la universidad sin que nadie le recordara.
Sin embargo, cuando el doctor Zajac entraba en Internet para buscar donantes y receptores potenciales de manos, nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados le llamaba insensato o decía que www.faltanmanos.com era un pelín ordinario. A pesar de su perra comedora de caca, su obsesión por la fama, su peligrosa delgadez, su problemático hijo… y, por encima de todo ello, su inconcebible indiferencia ante lo que le sucedía a su «asistenta», en el territorio pionero de los trasplantes de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguía llevando la voz cantante.
Que al cirujano especializado en extremidades superiores más brillante de Boston se le considerase un bobo asexuado no preocupaba en absoluto a su único hijo. ¿Qué le importaba a un pequeño de seis años la pericia profesional o sexual de su padre, sobre todo cuando empieza a ver por sí mismo que su padre le quiere?
En cuanto a lo que promovió el recién descubierto afecto entre Rudy y su complicado padre, el mérito no es unilateral. Una perra tonta que se comía su propia caca merece cierto reconocimiento, pero también es digna de mención la sociedad coral de Deerfield, integrada sólo por caballeros, donde Zajac concibió por primera vez la errónea idea de que sabía cantar. (Tras el espontáneo verso inicial de «Yo soy Medea, amigos», padre e hijo compusieron más versos, todos ellos demasiado infantilmente escatológicos para reproducirlos aquí.) Y también es de señalar, por supuesto, el juego con el cronómetro de cocina y el autor E.B. White.
Deberíamos decir también unas palabras sobre el valor de las travesuras en las relaciones entre padre e hijo. El ex centrocampista había adquirido primero el instinto de hacer diabluras, al recoger cacas de perro con una raqueta de lacrosse y lanzarlas de una a otra orilla del río Charles. Si inicialmente Zajac no había conseguido interesar a Rudy por el lacrosse, el buen doctor acabaría por encauzar la atención de su hijo hacia los aspectos más sutiles del deporte mientras pasearan a Medea por la ribera del histórico Charles.
Imaginad la escena: ahí está la perra cazadora de cacas, tirando del doctor Zajac en el extremo de la tensa traílla. (En Cambridge, naturalmente, existe una ley sobre este particular; todos los perros deben ir sujetos con la traílla.) Y ahí, corriendo al lado de la impaciente perra en parte labrador, ¡sí, corriendo, haciendo en verdad algo de ejercicio!, está el pequeño Rudy Zajac, con la raqueta de lacrosse de tamaño infantil extendida cerca del suelo por delante de él.
Recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, sobre todo a la carrera, es mucho más difícil que recoger una pelota de lacrosse. (Las cacas de perro son de diversos tamaños y, en ocasiones, están enredadas en la hierba o han sido pisadas.) Sin embargo, Rudy ha recibido un buen entrenamiento. Y la determinación de Medea, sus potentes tirones de la traílla, proporcionan al chiquillo precisamente lo que se requiere para dominar cualquier deporte, sobre todo el «lacrosse de caca de perro», como lo llaman padre e hijo. Lo que Medea le aporta a Rudy es la rivalidad.
Cualquier aficionado puede recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, pero que intente hacerlo bajo la presión de una perra comedora de caca; en todo deporte, la presión es una maestra tan fundamental como un buen entrenador. Además, Medea pesaba por lo menos cinco kilos más que Rudy y podía derribarle con facilidad.
– Sigue dándole la espalda a Medea… ¡bien hecho! -gritaba Zajac-. ¡Métela en la bolsa, sostenla así, que no se caiga! ¡No pierdas nunca de vista dónde está el río!
El río era su meta, el histórico Charles. Rudy efectuaba dos clases de lanzamiento, ambas buenas, que su padre le había enseñado. Por un lado el lanzamiento estándar (ya una volea alargada, ya una trayectoria bastante plana) y por otro el lanzamiento efectuado desde la cintura, con el proyectil en vuelo rasante por encima del agua, el mejor para hacer rebotar las cacas y el preferido de Rudy. El riesgo del lanzamiento desde la cintura era que la raqueta de lacrosse pasaba muy cerca del suelo. Medea podía interponerse y engullir el proyectil en un abrir y cerrar de ojos.
– ¡Al centro del río, al centro del río! -instruía el ex centrocampista al pequeño jugador. O bien le gritaba-: ¡Apunta debajo del puente!
– Pero hay un bote, papá.
– Entonces apunta al bote -le decía Zajac, en voz más baja, consciente de que sus relaciones con los remeros ya eran tensas.
El griterío de los indignados remeros mitigaba un poco los rigores de la competición. Al doctor Zajac le atraían sobre todo los agudos gritos de los timoneles a través de sus megáfonos, aunque hoy en día uno debía andarse con cuidado, pues algunos de los timoneles eran chicas.
A Zajac no le gustaba la presencia femenina en los botes ni en las embarcaciones de regata, tanto si eran remeras como timoneles. (Éste era sin duda otro sello distintivo de los prejuicios adquiridos a causa de una educación sin contacto con el sexo opuesto.)
En cuanto a la modesta contribución del doctor Zajac a la progresiva contaminación del río Charles… bueno, seamos justos. Zajac nunca había compartido los criterios de los defensores del medio ambiente. En su opinión, irremediablemente anticuada, todos los días se vertía en las aguas del Charles muchas cosas peores que el excremento de perro. Además, las cacas caninas que el pequeño Rudy Zajac y su padre arrojaban al río Charles respondían a una buena causa, la de cimentar el amor entre un padre divorciado y su hijo.
También Irma tiene algún mérito, pese a que era una joven prosaica. En cierta ocasión, cuando en compañía del doctor miraba el vídeo con el episodio del león que devoraba una mano, comentó: