– No sabía que los leones podían comerse algo con tanta rapidez.
El doctor Nicholas M. Zajac, conocedor de prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las manos, no pudo ver las imágenes sin exclamar:
– ¡Dios mío, ahí va! ¡Cielo santo, ha desaparecido! ¡Ha desaparecido por completo!
Por supuesto, el hecho de que Wallingford fuese famoso no afectó negativamente a las posibilidades que tenía el periodista de ser el preferido por el doctor Zajac entre los candidatos a receptores de un trasplante. Un público televisivo calculado en millones había presenciado el espantoso accidente. Millares de niños e innumerables adultos aún sufrían pesadillas, a pesar de que hacía más de cinco años que Wallingford había perdido la mano y de que la noticia televisada del accidente duraba menos de treinta segundos.
– Treinta segundos es mucho tiempo para estar ocupado en perder la mano, si se trata de tu mano -había comentado Patrick.
Quienes le conocían, sobre todo cuando lo veían por primera vez, nunca dejaban de comentar su encanto juvenil. Las mujeres se fijaban en sus ojos. Antes los hombres le habían envidiado, pero su mutilación había puesto fin a eso; ni siquiera los hombres, el género más inclinado a la envidia, podían seguir sintiendo celos de él. Ahora tanto los hombres como las mujeres lo encontraban irresistible.
El doctor Zajac no había necesitado Internet para encontrar a Patrick Wallingford, que desde el principio fue el elegido por el equipo quirúrgico bostoniano. Más interesante era el hecho de que www.faltanmanos.com hubiera presentado un candidato más bien sorprendente en el campo de los donantes potenciales. (Al hablar de un donante Zajac se refería a un cadáver reciente.) Aquel donante no sólo estaba vivo, ¡sino que ni siquiera se estaba muriendo!
Su esposa escribió a Schaztman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados desde Wisconsin. En su carta, la señora de Otto Clausen decía: «A mi marido se le ha ocurrido la idea de donar su mano izquierda a Patrick Wallingford, ya saben, el hombre a quien un león devoró una mano».
Esta carta le llegó al doctor Zajac cuando estaba pasando un mal día con la perra. Medea había ingerido un trozo considerable de manguera de jardín, lo cual requirió una operación de estómago. La desdichada perra debería haberse pasado el fin de semana convaleciente en la clínica veterinaria, pero era uno de los fines de semana en que Rudy visitaba a su padre, y el pequeño superviviente del divorcio podría haber sufrido una recaída a su inconsolable estado anterior sin la compañía de Medea. Incluso un perro amodorrado por los fármacos era mejor que ningún perro. No habría lacrosse de caca canina durante el fin de semana, pero sería un desafío impedir que Medea se comiera el hilo de sutura, y siempre estaban a mano el fiable juego con el cronómetro de cocina y el más fiable genio de E.B. White. Desde luego sería divertido dedicar algún refuerzo constructivo a la dieta siempre experimental de Rudy.
En una palabra, el cirujano estaba un poco aturdido. Si había algo poco sincero en el encanto de la carta enviada por la señora de Otto Clausen, Zajac no lo captaba. La ilusión que despertaban en él las posibilidades de los medios de comunicación invalidaba todo lo demás, y la descarada elección de Patrick Wallingford por parte de la pareja de Wisconsin como digno receptor de la mano de Otto Clausen sería una buena noticia periodística.
A Zajac no le pareció en modo alguno extraño que la señora Clausen, en vez del mismo Otto, le hubiera escrito para ofrecerle la mano de su marido. Lo único que Otto había hecho era firmar una breve declaración. Su esposa se había encargado de la carta que la acompañaba.
La señora Clausen era natural de Appleton, y mencionaba con orgullo que Otto ya estaba registrado en la organización Afiliados a la Donación de órganos de Wisconsin. «Pero este asunto de la mano es un poco diferente -observaba-. Quiero decir diferente de los órganos.»
El doctor Zajac sabía que, en efecto, las manos eran diferentes de los órganos. Pero Otto Clausen sólo tenía treinta y nueve años y no parecía hallarse a las puertas de la muerte. Zajac creía que un cadáver reciente, con una apropiada mano de donante, aparecería antes que la de Otto.
En cuanto a Patrick Wallingford, su deseo y necesidad de una nueva mano izquierda podría haberle colocado al comienzo de la lista de posibles candidatos del doctor Zajac incluso aunque no hubiera sido famoso. El doctor no era un hombre absolutamente falto de comprensión, pero también figuraba entre los millones que grabaron los tres minutos de imágenes del ataque del león. Para el doctor Zajac, aquellas imágenes eran una combinación de la película de horror que prefería un cirujano de las extremidades y un anticipo de su futura fama.
Baste decir que los rumbos de Patrick Wallingford y del doctor Nicholas M. Zajac avanzaban hacia una colisión que no prometía nada bueno desde el principio.
3. Antes de reunirse con la señora Clausen
Intenta ser un presentador que disimula su manquedad bajo la mesa del estudio y verás adónde te conduce esa actitud. Las primeras cartas de protesta fueron de personas que habían sufrido amputaciones. ¿De qué se avergonzaba Patrick Wallingford?
Incluso individuos provistos de ambas manos se quejaron: «Sé un hombre, Patrick -le escribió un hombre-. Demuéstranos que lo eres.»
Cuando tuvo problemas con la primera prótesis, los portadores de miembros artificiales le criticaron por no usarla correctamente. Mostraba la misma torpeza con una serie de dispositivos ortopédicos, pero su esposa se estaba divorciando de él, y no tenía tiempo para practicar.
Marilyn no podía olvidar su manera de «comportarse». En este caso, no se refería a las demás mujeres, sino a la manera en que Patrick se había comportado con el león. «Parecías tan… tan poco viril», le dijo Marilyn, y añadió que el atractivo físico de su marido siempre había sido «de tipo inofensivo, equivalente a una blandura insulsa». Lo que en realidad quería decir era que ningún aspecto de su cuerpo le había repugnado hasta ahora. («En la salud y en la enfermedad…», pero no cuando te falta algún miembro, concluyó Wallingford.)
Patrick y Marilyn habían vivido en un piso de Manhattan, en la calle Sesenta y dos, entre las avenidas Park y Lexington. Naturalmente, ahora el piso era propiedad de Marilyn. La única persona que no le había rechazado era el portero nocturno del que fuera edificio de Wallingford, y este portero nocturno estaba tan confundido que no tenía claro ni su propio nombre. Unas veces se llamaba Vlad o VIade, y otras Lewis. Incluso cuando respondía al nombre de Lewis, su acento seguía siendo una mezcla indescifrable del habla de Long Island con algún idioma eslavo.
– ¿De dónde eres, VIade? -le preguntó Wallingford en cierta ocasión.
– Me llamo Lewis -replicó Vlad-. Soy del condado de Nassau. En otra ocasión Wallingford le preguntó:
– ¿De dónde me dijiste que eras, Lewis?
– Del condado de Nassau. Y mi nombre es Vlad, señor O'Neill.
Sólo el portero confundía a Patrick Wallingford con Paul O'Neill, quien, en 1993, llegó a ser exterior derecho del equipo de béisbol de los Yankees de Nueva York. Ambos eran altos, morenos y guapos, con el característico mentón proyectado, pero ahí terminaba su parecido. El portero había comenzado a tomar a Patrick por Paul O'Neill cuando éste era todavía un jugador de los Reds de Cincinnati relativamente poco conocido.
– Supongo que me parezco un poco a Paul O'Neill -admitió Wallingford a Vlad o VIade o Lewis-, pero soy Patrick Wallingford, reportero de televisión.
Puesto que Vlad o VIade o Lewis era el portero nocturno, siempre estaba oscuro y a menudo era muy tarde cuando veía a Patrick.
– No se preocupe, señor O'Neill -le susurraba el portero en un tono de conspiración-. No se lo diré a nadie.
Así pues, el portero nocturno suponía que Paul O'Neill, jugador profesional de béisbol en Ohio, tenía una aventura con la esposa de Patrick Wallingford en Nueva York. Por lo menos así interpretaba Wallingford el pensamiento del pobre hombre. Al llegar a casa una noche, cuando Patrick aún tenía las dos manos y mucho antes de su divorcio, Vlad, VIade o Lewis estaba mirando una entrada suplementaria del partido que retransmitían a altas horas desde Cincinnati, donde los Mets jugaban contra los Reds.
– Bueno, Lewis -le dijo Wallingford al sorprendido portero, que tenía un pequeño televisor en blanco y negro en el guardarropa contiguo al vestíbulo-. Ahí están los Reds… ¡en Cincinnati, nada menos! Pero aquí me tiene a mí, a su lado. Esta noche no juego, ¿verdad?
– No se preocupe, señor O'Neill -le dijo el comprensivo portero-. No se lo diré a nadie.
Pero después de perder la mano, Patrick Wallingford se hizo más famoso que Paul O'Neill. Por otro lado, Patrick había perdido la mano izquierda, y Paul O'Neill batea y lanza con la izquierda. Como Vlad o VIade o Lewis sabría, O'Neill fue el campeón de bateo en la Liga de 1994; alcanzó un índice de bateo de.359 en la que sólo era su segunda temporada con los Yanks, y era un gran exterior derecho.
– Uno de estos días van a retirar al número veintiuno, señor O'Neill -aseguró testarudamente el portero a Patrick Wallingford-. Puede contar con ello.
Tras la pérdida de la mano izquierda, Patrick hizo una sola visita al piso de la calle Sesenta y dos, para recoger su ropa, sus libros y lo que los abogados especializados en divorcios llaman los efectos personales. Por supuesto, era evidente para todos los ocupantes del edificio, incluso para el portero, que Wallingford se mudaba.
– No se preocupe, señor O'Neill -le dijo el portero-. Las cosas que hacen hoy en rehabilitación… en fin, no se lo creería. Es una lástima que no haya sido la mano derecha… ser zurdo va a resultarle duro… pero ya se les ocurrirá algo, no le quepa duda.