– Gracias, VIade -le dijo Patrick.
El periodista manco se sentía débil y desorientado en su antiguo piso. El día que se mudó, Marilyn ya había empezado a cambiar la disposición del mobiliario. Wallingford miraba una y otra vez por encima del hombro, para ver lo que había a sus espaldas. No era más que un sofá trasladado desde otro lugar del piso, mas para Patrick aquella forma emplazada en un sitio imprevisto adoptaba las características de un león que se le aproximaba.
– Creo que el bateo será menos problemático que el lanzamiento a la base desde el jardín derecho -le decía el portero de los tres nombres-. Tendrá que empuñar bien tenso el bate, acortar el golpe, prescindir de las pelotas largas… no me refiero para siempre, sino sólo hasta que se haya acostumbrado a la nueva mano.
Pero no había ninguna nueva mano a la que Wallingford pudiera acostumbrarse. Las prótesis le frustraban, lo mismo que las continuas injurias que recibía por parte de su ex esposa.
– Nunca has sido atractivo para mí -le mentía Marilyn. (Así pues, era culpable de haber cedido a un espejismo… ¿qué quería?)-. Y ahora… en fin, sin una mano… ¡no eres más que un lisiado impotente!
La cadena de televisión especializada en noticias no le concedió a Wallingford mucho tiempo para que demostrara su valía como presentador. Ni siquiera en el Canal de los Desastres era Patrick un presentador notable. Pasó con rapidez del programa emitido a primera hora de la mañana al último de la noche, y acabó en un espacio de madrugada, donde Wallingford imaginaba que sólo le veían ciertos trabajadores nocturnos y algunos insomnes.
Su imagen demasiado televisiva era demasiado reprimida para un hombre a quien el rey de las fieras había arrebatado una mano. La gente deseaba verle una expresión más desafiante, en vez de la suya habitual, que irradiaba una débil humildad, un receloso aire de aceptación. Nunca había sido un mal hombre, sino sólo un mal marido, pero la falta de la mano transmitía la imagen de que se compadecía de sí mismo, le encasillaba en el tipo del mártir silencioso.
Aunque su aspecto vulnerable no le afectaba negativamente en su relación con las mujeres, lo cierto es que ahora había otras mujeres en su vida. Y hacia la época en que tuvo lugar su divorcio, los productores consideraron que le habían dado suficientes oportunidades como presentador para protegerse mejor ante posibles acusaciones de discriminación de los minusválidos, y le hicieron volver al papel menos visible de reportero. Peor todavía, el periodista manco se convirtió en el entrevistador preferido para ocuparse de los tipos más excéntricos y papanatas. Que el canal de noticias internacionales tuviera ya la reputación de exhibir actos de violencia y mutilación no hacía más que realzar la imagen de Patrick como un hombre irreversiblemente dañado.
Por supuesto, las catástrofes eran el combustible de los noticiarios televisivos. ¿Por qué razón la cadena no habría de asignarle el sensacionalismo más sórdido, los hechos que están por debajo de las noticias? Siempre asignaban a Patrick las golosinas regocijantes y salaces, el matrimonio que no duraba ni siquiera un día, o que no superaba la etapa de la luna de miel; el marido que, al cabo de ocho años de matrimonio, descubría que su esposa era un hombre.
Patrick Wallingford era el hombre de la cadena de noticias desastrosas, el reportero encargado de los peores sucesos, es decir, los más extravagantes. Se ocupó de un choque entre un autobús turístico y un jinrikisha tirado por un ciclista en Bangkok, cuyas víctimas mortales eran dos prostitutas tailandesas que iban al trabajo en el jinrikisha. Wallingford entrevistó a sus familiares y antiguos clientes; era inquietantemente difícil distinguir a unos de otros, pero cada uno de los entrevistados se sentía impulsado a mirar con fijeza el muñón o la prótesis en el extremo del brazo izquierdo del reportero.
Siempre miraban el muñón o la prótesis. Él detestaba ambas cosas, así como Internet. A su modo de ver, Internet servía sobre todo para alentar la pereza propia de su profesión, un exceso de confianza en las fuentes secundarias y otros atajos. Los periodistas siempre habían tomado en préstamo de otros periodistas, pero ahora resultaba demasiado fácil.
Su irascible ex esposa, también periodista, era un ejemplo adecuado. Marilyn se enorgullecía de escribir «perfiles» sólo de los autores más literarios y los actores y actrices más serios. (Ni que decir tiene, para ella el periodismo impreso era superior a la televisión.) Pero, en realidad, la ex esposa de Patrick se preparaba para las entrevistas con los escritores no leyendo sus libros, algunos de los cuales eran, desde luego, demasiado largos, sino leyendo las entrevistas anteriores que les habían hecho. Tampoco hacía Marilyn el esfuerzo de ver cada filme en el que habían intervenido los actores y actrices a los que entrevistaba, sino que, con todo descaro, se limitaba a leer las críticas de sus películas.
Dado su prejuicio con respecto a Internet, Wallingford no había visto la campaña publicitaria en www.faltanmanos.com, y no había oído hablar de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, hasta que el doctor Zajac le llamó. El cirujano ya estaba enterado de los diversos contratiempos que Patrick había tenido con distintas prótesis, y no sólo el del SoHo, que obtuvo una considerable atención: al subir a un taxi, la mano artificial se le quedó trabada entre la portezuela y el marco, y el taxista siguió conduciendo alegremente a lo largo de una manzana más o menos. El doctor también conocía el embarazoso incidente de aquel vuelo a Berlín, cuando la prótesis se enredó con el cinturón de seguridad. En aquella ocasión el apresurado Wallingford tenía que entrevistar a un loco detenido por haber hecho estallar a un perro cerca de la Potsdamer Platz. (El fanático afirmó que, como protesta por la nueva cúpula del Reichstag, había puesto un explosivo en el collar del perro.)
Patrick Wallingford se había convertido en el reportero televisivo en casos de fuerza mayor y necedades fortuitas. La gente le llamaba desde los taxis en marcha: «¡Eh, tío del león!». Los mensajeros en bicicleta le gritaban, tras escupir los silbatos que llevaban en la boca: «¡Hola, hombre de los desastres!». Peor todavía, a Patrick le gustaba tan poco su trabajo que había dejado de condolerse por las víctimas y sus familiares, y cuando los entrevistaba se le notaba su falta de solidaridad.
Aunque no le despidieron -puesto que había sufrido un accidente laboral, podría haberles demandado-, la marginación de Patrick llegó a tales cotas que la siguiente misión que le encomendaron carecía incluso de potencial desastroso. Le enviaban a Japón para que informara sobre un congreso patrocinado por un consorcio de periódicos japoneses. También a él le sorprendió el tema del congreso, «El futuro de las mujeres», que ciertamente no parecía ser nada catastrófico.
Pero la idea de que Patrick Wallingford asistiera al congreso… las mujeres de la sala de redacción en Nueva York se mondaban de risa.
– Van a darte muchos revolcones, Pat -bromeó una de ellas-. Quiero decir, muchos más que aquí.
– ¿Cómo sería posible que le dieran a Patrick más revolcones? -preguntó otra de las redactoras, y todas volvieron a desternillarse.
– Tengo entendido que en Japón tratan a las mujeres como si fuesen una mierda -observó una-. Y los hombres van a Bangkok y se portan de una manera abominable.
– Todos los hombres se portan de una manera abominable en Bangkok -dijo una mujer que había estado allí.
– ¿Has estado en Bangkok, Pat? -inquirió la primera que había hablado.
Sabía perfectamente bien que Patrick había estado allí, pues ella le había acompañado. Tan sólo le recordaba algo que todo el mundo en la sala de redacción sabía
– ¿Has estado alguna vez en Japón, Patrick? -le preguntó otra, cuando cesaron las risas.
– No, nunca -replicó Wallingford-. Tampoco me he acostado jamás con una japonesa.
Ellas le llamaron cerdo por decir tal cosa, aunque la mayoría lo hicieron cariñosamente. Entonces se dispersaron, dejándole con Mary, una de las mujeres más jóvenes de la sala de redacción. (Y una de las pocas con las que Patrick aún no se había acostado.)
Cuando Mary vio que estaban solos, le tocó el antebrazo izquierdo, muy ligeramente, en el borde del muñón. Las mujeres eran las únicas que le tocaban en ese lugar.
– Sólo están bromeando, ¿sabes? -le dijo-. Si se lo pidieras, la mayoría de ellas mañana volaría contigo a Tokyo.
Patrick ya había pensado en acostarse con Mary, pero siempre había surgido un impedimento u otro.
– Si te lo pido, ¿volarás mañana conmigo a Tokyo?
– Estoy casada -respondió Mary.
– Ya lo sé.
– Estoy esperando un bebé -añadió ella, y se echó a llorar.
La joven corrió tras las demás mujeres de la sala de redacción, dejando a Wallingford a solas con sus pensamientos, que se resumían en la constatación de que era siempre mejor dejar que la mujer diera el primer paso. En aquel momento recibió la llamada telefónica del doctor Zajac.
Los modales del cirujano cuando se presentó fueron, por decirlo con una sola palabra, quirúrgicos.
– La primera mano en la que ponga mis manos puede ser suya -le anunció el doctor Zajac-. Si usted la quiere de veras.
– ¿Por qué no habría de quererla? Quiero decir que si está sana…
– ¡Pues claro que estará sana! -replicó Zajac-. ¿Cree que le trasplantaría una mano que no estuviera sana?
– ¿Cuándo? -preguntó Patrick.
– Uno no puede precipitarse en la búsqueda de la mano perfecta -le informó Zajac.
– Me temo que no me haría ninguna gracia una mano femenina, o la de un viejo -pensó Patrick en voz alta.