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– Ya ve cómo viajo, señor Wallingford. Lo llevo todo encima. Las compañías aéreas no pierden mi equipaje.

Tal vez había subestimado las capacidades de Evelyn Arbuthnot; tal vez debería buscar, e incluso leer, alguno de sus libros.

Pero por debajo de ellos se extendía Tokyo. Él veía helipuertos en los tejados de muchos hoteles y edificios de oficinas, y otros helicópteros que se cernían en el aire para posarse. Era como si hubiera una invasión militar de la enorme y brumosa ciudad que, en el crepúsculo, aparecía teñida con un surtido de colores improbables, desde el rosa al rojo como la sangre, mientras se desvanecían los últimos resplandores de la puesta de sol. A Wallingford las plataformas de aterrizaje en los tejados le parecían dianas. Intentó adivinar a cuál de ellas apuntaba su helicóptero.

– Japón -dijo Evelyn Arbuthnot en un tono de desánimo

– ¿No le gusta a usted Japón? -le preguntó Patrick.

– Gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna parte -respondió ella-, pero aquí la situación de las mujeres bajo el dominio de los hombres es especialmente opresiva.

– Ah -se limitó a decir Patrick.

– Nunca había estado aquí, ¿verdad? -inquirió la mujer, y mientras él aún sacudía la cabeza, añadió-: No debería haber venido, hombre de los desastres.

– ¿Y usted por qué ha venido? -quiso saber Wallingford.

Aquella mujer le iba cayendo mejor a cada palabra negativa que decía. A Patrick empezó a gustarle su cara, que era cuadrada, con la frente alta y la mandíbula ancha, y el cabello corto y gris que parecía un práctico casco. Su cuerpo era más bien rechoncho y de aspecto robusto, aunque no se le veía nada; llevaba unos tejanos negros y una camisa masculina de dril, que parecía suavizada por innumerables lavados. A juzgar por lo que Wallingford podía ver, que no era mucho, tenía los senos pequeños y no se molestaba en usar sujetador. Calzaba unas zapatillas de marcha apropiadas para viajar, aunque sucias, y apoyaba los pies en una bolsa de gimnasia de gran tamaño que sólo cabía parcialmente bajo el asiento. La bolsa tenía una correa para colgarla de los hombros y parecía pesada.

La señora Arbuthnot rondaba los cincuenta años, o quizá los había sobrepasado, y viajaba con más libros que prendas de vestir. No usaba maquillaje ni esmalte para las uñas, no lucía anillos ni otras joyas. Sus manos eran pequeñas, sin la menor mancha en la piel, y las uñas estaban roídas hasta lo vivo.

– ¿Por qué he venido aquí? -repitió la pregunta que le había hecho Patrick-. Voy allá donde me invitan, dondequiera que sea, porque no recibo muchas invitaciones y porque tengo un mensaje. Pero usted no tiene ningún mensaje, ¿no es cierto, señor Wallingford? No puedo imaginar para qué habría de venir usted a Tokyo, y lo más inimaginable es que venga para participar en un congreso sobre «El futuro de las mujeres». ¿Desde cuándo es noticia el futuro de las mujeres? O, en cualquier caso, la clase de noticias de las que se ocupa el hombre del león -añadió.

El helicóptero estaba aterrizando. Wallingford contemplaba en silencio la diana que se iba agrandando.

Finalmente repitió la pregunta de la señora Arbuthnot.

¿Por qué he venido aquí? -Trató de ganar un poco de tiempo mientras buscaba una respuesta.

– Yo se lo diré, señor Wallingford. -Evelyn Arbuthnot le puso las manos, sorprendentemente pequeñas, en las rodillas y le dio un buen apretón-. Ha venido aquí porque sabía que iba a encontrarse con muchas mujeres, ¿no es cierto?

Así pues, era una de esas personas a las que les desagradan los periodistas, o Patrick Wallingford en particular. Wallingford era sensible a ambos desagrados, bastante frecuentes. Quería decir que había ido a Tokyo porque era un jodido reportero y le habían hecho un jodido encargo, pero se mordió la lengua. Tenía esa popular debilidad consistente en tratar de congraciarse con las personas a las que desagradaba y en consecuencia, contaba con numerosas amistades, ninguna de ellas íntima y muy pocas femeninas. (Se había acostado con demasiadas mujeres para que pudiera trabar amistades íntimas con los hombres.)

El helicóptero aterrizó dando un bote sobre la plataforma. Un botones de movimientos rápidos, que había estado esperando en la terraza, avanzó a toda prisa con un carro para el equipaje. No había nada que cargar, excepto la bolsa de gimnasia de Evelyn Arbuthnot, de la que ella no quiso desprenderse.

– ¿No hay maletas, nada de equipaje? -preguntó el afanoso botones a Wallingford, que aún pensaba en cómo podría responder a la señora Arbuthnot.

– Han enviado mi maleta por error a las Filipinas -informó Patrick al botones, hablando con una lentitud innecesaria.

– Ah, eso no es ningún problema -replicó el botones-. ¡Mañana estará de vuelta!

– Mire, señora Arbuthnot -logró decir Wallingford, con cierta rigidez-. Le aseguro que no he venido a Tokyo y a este congreso para conocer mujeres. Puedo conocerlas en cualquier parte del mundo.

– Sí, de eso no me cabe la menor duda -dijo Evelyn Arbuthnot, al parecer nada complacida con la idea-. Y estoy segura de que lo hace, continuamente, en todas partes. Una detrás de otra.

«¡Zorra!», se dijo Patrick. Y pensar que había empezado a gustarle… Últimamente se sentía como un idiota, y era evidente que la señora Arbuthnot había triunfado sobre él. No obstante, generalmente Patrick Wallingford se consideraba a sí mismo una persona amable.

Temeroso de que la maleta perdida no estuviera de regreso a tiempo, cuando tuviera que vestirse para pronunciar su discurso en el congreso sobre «El futuro de las mujeres», Wallingford envió las prendas que había llevado en el avión al servicio de lavandería del hotel, donde le prometieron que estarían listas al día siguiente. No había previsto que sus anfitriones japoneses (todos colegas periodistas) le llamarían una y otra vez a la habitación del hotel para invitarle a tomar copas y cenar.

Les dijo que estaba cansado y que no tenía apetito. Ellos se mostraron corteses, pero Wallingford comprendió que los había decepcionado. Sin duda estaban deseando echar un vistazo a la «mano invisible», la otra mano, como le había dicho Evelyn Arbuthnot.

Estaba examinando con desconfianza el menú del servicio de habitaciones cuando le llamó la señora Arbuthnot.

– ¿Dónde piensa cenar? -le preguntó-. ¿O va a conformarse con el servicio de habitaciones?

– ¿Es que no le ha invitado nadie? -replicó Patrick-. No dejan de llamarme, pero no puedo salir porque he enviado la ropa que llevaba al servicio de lavandería, por si mi maleta no regresa mañana de las Filipinas.

– Nadie me ha invitado -le dijo la señora Arbuthnot-, pero no soy famosa, ni siquiera soy periodista. Nunca me invita nadie.

Wallingford no podía creerla, pero se limitó a decirle:

– La invitaría a cenar conmigo en mi habitación, pero no tengo nada que ponerme, salvo una toalla de baño.

– Pues llame a recepción y pida un albornoz -le sugirió Evelyn Arbuthnot-. Los hombres no saben cubrirse con toallas.

Ella le dio su número de habitación y le dijo que volviera a llamarle cuando tuviera el albornoz. Mientras tanto, examinaría el menú del servicio de habitaciones.

Pero cuando Wallingford llamó a recepción y pidió un albornoz, una voz femenina le dijo: «Ro shíento… ¿arbornós?, no tenemos nada de eso». Y cuando se puso en contacto con la señora Arbuthnot y le informó de lo que le habían dicho en recepción, ella volvió a sorprenderle.

– ¿Que no tienen nada de eso? Pues aquí no vamos a tener nada de lo otro.

Patrick pensó que bromeaba.

– No se preocupe, apretaré bien las rodillas, o intentaré usar dos toallas.

– No es por usted, sino por mí… la culpa es mía -replicó Evelyn-. Estoy decepcionada conmigo misma por sentirme atraída hacia usted.

Entonces dijo «perudone» y colgó el auricular. Por lo menos, en vez del albornoz, tuvieron el detalle de enviarle un cepillo de dientes y un tubito de dentífrico.

Cuando uno está en Tokyo y sólo lleva puesta una toalla no puede meterse en demasiados líos, pero Wallingford encontró la manera de hacerlo. Como no tenía mucho apetito, en lugar del servicio de habitaciones llamó a un servicio que en la información telefónica del hotel correspondía a MASAJE TERAPÉUTICO. Fue un gran error.

– Han de ser dos, dos damas -dijo la voz que le respondió. Era una voz masculina, y a Patrick le pareció haber oído «han de ser dos bananas», pero creyó entender lo que el hombre le había dicho.

– No, no… dos damas no, sólo un hombre. Soy un hombre y estoy solo -explicó.

– Dos damas -replicó en tono confidencial el hombre.

– Lo que sea -dijo Wallingford-. ¿Es shiatsu?

– Son dos damas o nada -respondió el hombre en un tono más agresivo.

– Está bien, está bien -concedió Patrick.

Sacó una cerveza del minibar y se la tomó mientras esperaba enfundado en la toalla. Poco después dos mujeres se presentaron en su habitación.

Una de ellas llevaba la mesa con el orificio en un extremo para la cara del cliente. Parecía un instrumento de ejecución, y la mujer que la llevaba tenía unas manos que a Zajac le habrían recordado las de algún famoso bateador. La otra mujer iba provista de unas almohadas y toallas, y tenía unos antebrazos como los de Popeye.

– Hola -les saludó Wallingford.

Ellas miraron con cautela al hombre envuelto en la toalla.

– ¿Shiatsu? -les preguntó Patrick.

– Somos dos -le dijo una de ellas.

– Sí, desde luego -replicó él, pero no entendía por qué eran dos. ¿Acaso para acelerar el masaje? Tal vez para duplicar su coste.

Cuando tuvo la cara en el orificio de la mesa, contempló los pies descalzos de la mujer que le restregaba el cuello con un codo; la otra hacía lo mismo con su codo (¿o acaso una rodilla?) en la rabadilla. Patrick hizo acopio de valor para formularles una pregunta directa.