– ¿Por qué sois dos?
Se sorprendió cuando las musculosas masajistas terapeutas soltaron unas risitas de colegialas.
– Para que no nos violen -dijo una de las mujeres.
– Dos bananas, no vioran -le pareció a Wallingford que decía la otra.
Ahora le masajeaban con brío, hundiéndole en el cuerpo pulgares y codos o rodillas, pero lo que realmente ofendía a Wallingford era la idea de que alguien pudiera ser tan moralmente reprensible como para violar a una masajista terapeuta. (Todas las experiencias de Patrick con mujeres habían sido de una clase bastante limitada: las mujeres habían querido relacionarse con él.)
Cuando las masajistas se marcharon, Patrick se sintió sin fuerzas. Apenas pudo ir al baño a orinar y cepillarse los dientes antes de dejarse caer en la cama. Vio que había dejado la cerveza sin terminar sobre la mesilla de noche, donde por la mañana apestaría, pero estaba demasiado cansado para levantarse. Yacía allí como si lo hubieran engomado. Por la mañana se levantó en la misma posición en que se había quedado dormido, boca abajo y con ambos brazos a los costados, como un soldado, y el lado derecho de la cara contra la almohada, mirándose el hombro izquierdo.
Cuando llamaron a la puerta (le traían el desayuno) y tuvo que levantarse, se percató de que no podía mover la cabeza. Parecía como si tuviera el cuello trabado y sólo podía mirar a la izquierda. Esto supondría un problema en el podio, donde pronto tendría que pronunciar el discurso, y antes de que llegara ese momento tendría que desayunar con la cara vuelta hacia la izquierda. Observó entonces que el cepillo de dientes con que le habían obsequiado era un poco corto, lo cual aumentaría la dificultad de cepillarse los dientes con la mano derecha (y única), dado el grado de giro de la cabeza a la izquierda.
Por lo menos, su equipaje había regresado de la imprevista excursión a las Filipinas, una circunstancia de lo más oportuna, puesto que el encargado de la lavandería le había llamado para disculparse por haber «puesto fuera de su lugar» las únicas prendas de vestir que tenía, aparte de las extraviadas.
– ¡No perudidas, sólo fuera de su lugar! -le gritó un hombre al borde de la histeria-. ¡Perudone!
Cuando Wallingford abrió la maleta de los trajes, cosa que logró hacer mirando por encima del hombro izquierdo, descubrió que la maleta y todas sus prendas de vestir despedían un fuerte olor a orina. Telefoneó a la compañía aérea para quejarse.
– ¿Ha estado usted en las Filipinas? -le preguntó el funcionario de la compañía aérea.
– Yo no, pero mi maleta sí -respondió Wallingford.
– ¡Ah, eso lo explica todo! -exclamó alegremente el empleado-. Esos perros husmeadores de droga que tienen allí… ¡a veces se mean en las maletas!
Como no podía ser de otra manera, Patrick creyó oír «hacen la puñeta», pero captó la idea. ¡Unos perros filipinos se habían meado en sus ropas!
– ¿Por qué?
– No lo sabemos -respondió el empleado de la compañía aérea-. Son cosas que pasan. Supongo que los perros tienen que hacerlo.
Tras superar su estupor, Wallingford examinó las prendas de vestir en busca de una camisa y unos pantalones que estuvieran, por lo menos relativamente, libres de orina canina. Envió, no sin renuencia, el resto de las ropas al servicio de lavandería del hotel, advirtiendo por teléfono al encargado de que, por lo que más quisiera, no le perdiera también aquellas prendas, pues eran las únicas que tenía.
– ¡Las otoras no perudidas! -exclamó el hombre-. ¡Sólo fuera de su lugar!
(Esta vez ni siquiera se molestó en decir «perudone».)
A Patrick no se le ocultaba el aroma que despedía, y le incomodaba compartir un taxi para ir al local del congreso con Evelyn Arbuthnot, sobre todo porque, debido a la tortícolis, debía permanecer en su asiento con la cara groseramente desviada de su acompañante.
– Mire, no le culpo por estar enfadado conmigo, ¿pero no le parece un tanto infantil esa actitud de no mirarme? -le preguntó ella. Husmeaba continuamente, como si sospechara que había un perro en el vehículo.
Wallingford se lo contó todo: el masaje de las dos bananas («la paliza de las dos mujeres», lo llamaba él), la inmovilidad del cuello, el episodio del equipaje meado.
– Podría escuchar sus anécdotas durante horas -le dijo la señora Arbuthnot. Él no tenía necesidad de verla para saber que lo decía en broma.
Llegó el momento de pronunciar su discurso, y lo hizo colocándose de lado en el podio, mirándose el muñón en que terminaba su brazo izquierdo, para él más visible que las páginas difíciles de leer. Con el lado izquierdo hacia el público, su amputación era más evidente, y un periodista japonés guasón escribió que Wallingford «se ordeñaba la mano ausente». (En los medios de comunicación occidentales a menudo se referían a su «mano invisible».) Unos periodistas nipones más generosos, la mayoría de ellos sus anfitriones, consideraron el sistema de hablar mostrando el lado izquierdo al público «sugestivo» e «increíblemente imperturbable».
Las expertas mujeres que participaban en el congreso criticaron el discurso de Patrick con aspereza. No habían ido a Tokyo para hablar sobre «El futuro de las mujeres» y escuchar los chistes reciclados de maestro de ceremonias que les endilgaba un hombre
– ¿Eso era lo que usted escribió ayer en el avión, o quizá trató de escribir? -observó Evelyn Arbuthnot-. Dios mío, deberíamos haber cenado juntos en su habitación. Si hubiera salido a relucir el tema de su discurso, podría haberle ahorrado una situación tan delicada.
Como ya le había sucedido, Wallingford se quedó sin habla en compañía de aquella mujer.
La sala donde había hablado era de acero, con tonos de gris ultramoderno. Así era más o menos como veía Patrick a Evelyn Arbuthnot, «hecha de acero, con tonos de gris ultramoderno».
A partir de entonces, las demás mujeres le evitaron, y él sabía que el motivo no era tan sólo los orines de perro.
Ni siquiera su colega alemana en el mundo del periodismo televisivo, la hermosa Barbara Frei, le dirigía la palabra. La mayoría de los periodistas, al conocer a Wallingford en persona, por lo menos le expresaban su condolencia por el episodio con el león, pero la reservada señora Frei dejó bien claro que no quería conocerle.
Sólo la novelista danesa, Bodille o Bodile o Bodil Jensen, pareció mirar a Patrick con un destello de conmiseración en sus inquietos ojos verdes. Era bonita, con cierto aire de congoja o trastorno, como si recientemente hubiera habido un suicidio o un asesinato de alguien muy cercano a ella, tal vez su amante o su marido.
Wallingford trató de abordar a la señora o señorita Jensen, pero Evelyn Arbuthnot le paró los pies.
– Yo la he visto primero -le dijo a Patrick, y se dirigió en línea recta hacia Bodille o Bodile o Bodil Jensen.
Esto deterioró todavía más la débil confianza de Wallingford en sí mismo. ¿Qué había querido decir la señora Arbuthnot al confesarle que estaba decepcionada consigo misma por la atracción que sentía hacia él? ¿Acaso era lesbiana?
Como no tenía muchas ganas de encontrarse con alguien mientras despedía aquel lamentable olor a orines de perro, Wallingford regresó al hotel, para esperar el retorno de sus ropas limpias. Encargó a los dos hombres que formaban su equipo de televisión que filmaran todo cuanto les pareciera interesante de los restantes discursos que se pronunciarían durante aquella primera jornada, incluida una mesa redonda sobre el tema de la violación.
Al entrar en la habitación del hotel vio que la dirección le había enviado flores, subrayando así las disculpas por haberle puesto la ropa «fuera de su lugar», y que dos masajistas terapeutas, dos mujeres distintas a las de la víspera, le estaban esperando. El hotel también le obsequiaba con un masaje.
– Perudone por lo del cuello -le dijo una de las mujeres.
Aunque Wallingford oyó «cuero», comprendió lo que la masajista le decía. Estaba condenado a sufrir otra paliza.
Pero aquellas dos mujeres lograron eliminarle la tortícolis, y mientras aún se dedicaban a convertirlo en jalea, el servicio de lavandería le devolvió las ropas limpias, sin que faltara una sola prenda. Patrick se dijo que tal vez aquello señalaba un cambio a mejor en su experiencia japonesa.
Dada la pérdida de la mano izquierda en la India, aunque había sucedido cinco años atrás; dado que unos perros filipinos se habían meado en sus ropas y que había necesitado un segundo masaje para corregir los daños causados por el primero; dado que no había sabido que Evelyn Arbuthnot fuese lesbiana, y dado su discurso, caracterizado por una terrible insensibilidad; dado que no sabía nada de Japón y probablemente incluso menos sobre el futuro de las mujeres, en el que nunca, ni siquiera ahora, pensaba… Wallingford debería haber tenido la prudencia de no imaginar que su experiencia japonesa estaba a punto de cambiar hacia mejor.
Toda persona que hubiera conocido a Patrick Wallingford en Japón habría advertido al instante que era precisamente la clase de hombre con el cerebro en forma de pene que con toda tranquilidad acercaría demasiado la mano a la jaula de un león. (Y si el león hubiera tenido acento, Wallingford se habría burlado de él.) Cuando rememorase aquellos días pasados en Japón, los consideraría todavía más deplorables que el episodio de la mano perdida en las fauces de un león ocurrido en la India.
Para ser justos, debemos señalar que Wallingford no fue el único hombre ausente en la mesa redonda sobre la violación. La economista inglesa, cuyo nombre (Jane Brown) le había parecido a Patrick anodino, resultó no ser tal cosa en persona. La mujer hizo una exhibición de vehemencia en la mesa redonda e insistió en que ningún hombre debería estar presente durante el debate. Discutir abiertamente del asunto entre ellas equivalía a estar desnudas.