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En cuanto a la directora de cine rusa («Nadie ha visto sus películas», le dijo a Wallingford el jefe de redacción desde Nueva York), Ludmilla (dejémoslo así) era fea como un sapo. Además, como Patrick descubriría a las dos de la madrugada, cuando regresara a su habitación del hotel, intentaba desertar, y no pretendía quedarse en Japón. Quería que Wallingford la introdujera de contrabando en Nueva York. ¿En qué?, se preguntaría él. ¿En la maleta de los trajes, que ahora hedía permanentemente a pipí canino?

¡Sin duda una desertora rusa sería noticia, incluso en Nueva York! ¿Qué importaba que nadie hubiera visto sus películas?

– Quiere ir a Sundance -le dijo Patrick a Dick-. ¡Diablos, Dick, quiere desertar! ¡Es una noticia!

(Ninguna cadena informativa sensata rechazaría la noticia de una desertora rusa.)

Pero Dick no estaba impresionado.

– Acabamos de dedicar cinco minutos a un desertor cubano, Pat.

– ¿Te refieres a ese jugador de béisbol malísimo? -le preguntó Wallingford.

– Juega muy bien entre la segunda y la tercera base, y posee un buen bateo -replicó Dick, y dio por zanjado el asunto.

Entonces se produjo el rechazo de la novelista danesa de ojos verdes, la cual resultó ser una escritora quisquillosa que se negaba a que la entrevistara alguien que no había leído sus obras. ¿Al fin y al cabo, quién se creía ella que era?, Wallingford era un periodista muy ocupado, ¡no tenía tiempo para leer libros! Por lo menos había acertado al suponer cómo se pronunciaba su nombre: era bode eel, con el acento en la última sílaba, que sonaba en inglés como infortunio.

Las japonesas dedicadas a las artes eran demasiadas y además estaban deseosas de hablar con él; cuando lo hacían, les gustaba tocarle solidariamente el brazo izquierdo un poco por encima de su brusco final. Pero el jefe de redacción estaba «harto de las artes». Dick adujo, además, que las japonesas darían al público la falsa impresión de que las únicas participantes en el congreso eran niponas.

Patrick hizo acopio de valor para responder:

– ¿Desde cuándo nos preocupamos por dar a los telespectadores una falsa impresión?

– Escucha, Pat -le dijo Dick-, esa poeta diminuta con un tatuaje en la cara desanimaría incluso a otros poetas.

Wallingford ya llevaba demasiado tiempo en Japón, y estaba tan acostumbrado a lo mal que pronunciaban allí su lengua materna que también entendió mal a su jefe de redacción. No oyó «poeta diminuta», sino «poeta tan puta».

– No, Dick, escúchame tú -replicó Wallingford, mostrando una irritación que era totalmente impropia de él-: No soy mujer, pero incluso yo me ofendo al oír esa palabra.

– ¿Qué palabra? -inquirió Dick-. ¿Tatuaje?

– ¡Puta! -gritó Patrick-. Ya sabes qué palabra es.

– Has tomado la segunda mitad de «diminuta» por «puta», Pat -le informó el jefe de redacción-. Supongo que continuamente oyes aquello en lo que estás pensando.

A Patrick no le quedaba ningún recurso. Tenía que entrevistar a Jane Brown, la economista inglesa que había amenazado con desnudarse, o bien hablar con Evelyn Arbuthnot, la presunta lesbiana que le odiaba y se avergonzaba de haberse sentido atraída por él, aunque sólo hubiese sido momentáneamente. La economista inglesa era una estúpida de variedad claramente inglesa, pero esto último no importaba pues los norteamericanos se pirran por el acento inglés. Jane Brown silbaba como una tetera en pleno hervor de la que nadie se ocupara. No sólo se desgañitaba acerca de la marcha de la economía mundial, sino que insistía en la amenaza de desnudarse delante de los hombres.

– Sé por experiencia que los hombres jamás me permitirán que termine de desnudarme -dijo la señora Brown a Patrick Wallingford ante la cámara, recalcando las palabras a la manera de una característica de la escena inglesa, una actriz de cierta edad y educación-. Nunca llego a la ropa interior antes de que los hombres hayan huido de la sala… ¡ocurre siempre! Los hombres son muy dignos de confianza. ¡Con esto sólo quiero decir que puedo estar segura de que huirán de mí!

En Nueva York, Dick se mostró encantado. Dijo que la entrevista a Jane Brown «contrastaba estupendamente» con el metraje anterior de la economista en plena exhibición de su temperamento mientras hablaba de la violación, durante la primera jornada del congreso. El canal de noticias internacionales tenía ya lo que le interesaba. El congreso sobre «El futuro de las mujeres» que se celebraba en Tokyo había sido informativamente cubierto… o sería más exacto decir que había sido cubierto a la manera de la cadena televisiva especializada en noticias, que consistía no sólo en dejar al margen a Patrick Wallingford, sino también en dejar al margen las mismas noticias. El congreso sobre las mujeres en Japón había quedado reducido a una anécdota sobre una inglesa entrada en carnes e histriónica que amenazaba con desnudarse en una mesa redonda sobre la violación… y nada menos que en Tokyo.

– Vaya, qué bien ha estado eso, ¿verdad? -diría con sorna Evelyn Arbuthnot cuando viera la noticia, de un minuto y medio de duración, en el televisor de su habitación.

Estaba todavía en Tokyo, y era la última jornada del congreso. El simplón canal televisivo de Wallingford ni siquiera había esperado a que terminaran las sesiones.

Patrick estaba todavía en cama cuando la señora Arbuthnot le llamó.

– Perudone -fue todo lo que pudo decirle Wallingford-. No soy el jefe de redacción, soy tan sólo un reportero enviado al lugar de los hechos.

– Usted se ha limitado a cumplir las órdenes -replicó la señora Arbuthnot. ¿Es eso lo que quiere decir?

Evelyn Arbuthnot era demasiado dura con él, sobre todo porque Wallingford no se había recuperado de una noche en la ciudad con los anfitriones japoneses. Pensaba que hasta el alma debía de olerle a sake. Tampoco recordaba Patrick cuál de sus periodistas japoneses favoritos le había dado dos billetes para el tren de alta velocidad, un viaje de ida y vuelta a Kyoto en el «tren bala», como lo llamó Yoshi, o tal vez fuese Fumi. Le dijo que una visita a una hostería tradicional de Kyoto sería muy reparadora, eso lo recordaba. «Pero será mejor que vatas antes del fin de semana», añadió. Por desgracia, Wallingford olvidaría este último consejo.

Ah, Kyoto… ciudad de templos, ciudad de plegarias. Un lugar más apropiado que Tokyo para la meditación le haría mucho bien a Wallingford. Ya era hora de que meditara un poco, le explicó a Evelyn Arbuthnot, pero ella siguió regañándole por el fiasco de la cobertura informativa que su «asquerosa cadena de antinoticias» había dado al congreso de mujeres.

– Lo sé, lo sé -repetía Patrick. (¿Qué otra cosa podía decir?)

– ¿Y ahora se va a Kyoto? -le preguntó-. ¿Qué va a hacer allí? ¿Rezar? ¿Y rezar por qué? ¡La extinción más humillante que quepa imaginar de su cadena de noticias cómicas y desastrosas! ¡Por eso es por lo que yo rezo!

– Aún confío en que me suceda algo agradable en este país -replicó Wallingford con tanta dignidad como pudo reunir, que no fue mucha.

Evelyn Arbuthnot permaneció un momento en silencio, y Patrick supuso que estaba considerando de nuevo una vieja idea.

– ¿Quiere que le ocurra algo agradable en Japón? -le preguntó ella-. Bien… puede llevarme a Kyoto con usted. Yo le enseñaré algo agradable.

Él era Patrick Wallingford, al fin y al cabo, y aceptó. Hacía lo que las mujeres querían que hiciera; en general hacía lo que le pedían. ¡Pero había creído que Evelyn Arbuthnot era lesbiana! Se sentía confuso.

– Verá…, pensaba…, quiero decir que por su observación sobre esa novelista danesa, entendí que… bueno, que era usted lesbiana, señora Arbuthnot.

– Ése es un truco que empleo continuamente -replicó ella-. No creí que usted picara.

– Ah -dijo Wallingford.

– No, no soy lesbiana, pero sí lo bastante mayor para ser su madre. Si quiere pensarlo y llamarme cuando haya tomado una decisión, no me ofenderé.

– No me diga que podría ser mi madre…

– Por lo menos biológicamente, de eso no hay duda -respondió la señora Arbuthnot. Podría haberle tenido a los dieciséis años… cuando, por cierto, aparentaba dieciocho. Haga la cuenta.

– ¿Tiene cincuenta y algo? -inquirió él.

– Se ha acercado mucho. Mire, hoy no puedo ir a Kyoto, porque no voy a saltarme la última jornada de este patético pero bienintencionado congreso. Si puede esperar a mañana, iré con usted a pasar el fin de semana en Kyoto.

– De acuerdo -convino Wallingford. No le dijo que tenía ya dos billetes para el tren bala. Pediría en la recepción del hotel que le cambiaran las reservas para el tren y la hostería.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto? -le preguntó Evelyn Arbuthnot. Ella misma no parecía demasiado segura.

– Sí, estoy seguro. Me gusta usted. Puede que sea un idiota, pero tengo buen gusto.

– No sea demasiado duro consigo mismo por ser un idiota -le dijo ella.

Al pronunciar estas palabras su voz se aproximó al máximo a un murmullo sensual. Desde el ángulo de la velocidad, y sobre todo en cuanto a la rapidez con que podía cambiar de idea, Evelyn era una especie de tren bala. Patrick empezó a pensar que quizá no era muy acertado ir con ella a ninguna parte. Fue como si Evelyn le leyera la mente.

– No seré demasiado exigente -le dijo de improviso-. Además, debería tener alguna experiencia con una mujer de mi edad. Un día, cuando sea setentón, las mujeres de mi edad serán las más jóvenes a su alcance.

Durante el resto del día y por la noche, mientras Wallingford aguardaba el momento de tomar el tren bala hacia Kyoto con Evelyn Arbuthnot, le desapareció la resaca. Cuando se acostó, sólo notaba el sabor del sake al bostezar.