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El día siguiente amaneció claro y brillante en la tierra del sol naciente… pero esa bondad climática resultó ser una falsa promesa. Wallingford viajó en un tren a más de trescientos kilómetros por hora, en compañía de una mujer lo bastante mayor para ser su madre y de unas quinientas colegialas, todas chicas porque, en la medida en que Patrick y Evelyn pudieron entender el retorcido inglés del revisor, se celebraba algo así como el Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, y todas las colegialas de Japón iban a Kyoto, o así lo parecía.

Llovió durante todo el fin de semana. Kyoto estaba invadido de colegialas japonesas que rezaban. Bueno, debían de haber rezado durante parte del tiempo que duró su invasión de la ciudad, aunque Patrick y Evelyn no las vieron hacerlo en ningún momento. Cuando no rezaban, hacían lo que hacen las colegialas en todas partes, reían, gritaban, prorrumpían en sollozos histéricos… y todo ello sin ningún motivo aparente.

– Las condenadas hormonas -comentó Evelyn, como si hablara por experiencia propia.

Las colegialas también llamaban a sus madres, escuchaban la peor música occidental imaginable y se hartaban de baños, tantos que la hostería tradicional donde Wallingford y Evelyn Arbuthnot paraban se quedaba una y otra vez sin agua caliente.

– ¡Demasiadas chicas que no rezan! -les dijo el hospedero en tono de disculpa.

No es que a ellos les importara la falta de agua caliente, pues con uno o dos baños tibios les bastaba. Se pasaron el fin de semana haciendo el amor, con sólo alguna que otra visita a los templos por los que Kyoto (al contrario de Patrick Wallingford) era justamente famoso.

Resultó que a Evelyn Arbuthnot le gustaba mucho el sexo. En cuarenta y ocho horas… no, no importa. Sería grosero contar el número de veces que lo hicieron. Baste decir que Wallingford estaba completamente agotado al término del fin de semana, y de regreso a Tokyo con Evelyn en el tren tenía la verga tan dolorida que se sentía como un adolescente que se la hubiera despellejado de tanto masturbarse.

Le encantó lo que había visto de los húmedos templos. Permanecer en el interior de los enormes santuarios de madera mientras fuera llovía era como estar cautivo en un primitivo instrumento similar a un tambor. El agudo parloteo de las vivaces colegialas que les rodeaban se imponía al ruido de la lluvia.

Muchas de las chicas llevaban sus uniformes escolares, que les daban el aspecto monótono de una banda militar. Algunas eran bonitas, pero la mayoría no. Además, durante aquel Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, que probablemente no tenía ese nombre oficial, Wallingford sólo miraba a Evelyn Arbuthnot.

Le gustaba hacer el amor con ella, y gran parte del motivo era la evidencia de que Evelyn gozaba con él. Su cuerpo no era hermoso, pero sí diestro para la satisfacción de sus apetitos, y Evelyn lo utilizaba como si fuese una herramienta bien diseñada. Sin embargo, en uno de sus pequeños senos había una cicatriz de tamaño considerable, y sin duda no se debía a un accidente. (Era demasiado recta y delgada; tenía que ser una cicatriz quirúrgica.)

– Me quitaron un bulto -le dijo a Patrick cuando él le preguntó qué era aquello.

– Debía de ser un bulto bastante grande -comentó él.

– Resultó que no era nada -replicó ella-. Estoy bien.

Durante el trayecto de regreso a Tokyo, empezó a exhibir cierta actitud maternal hacia él.

– ¿Qué piensas hacer con tu vida, Patrick? -le preguntó, tomándole la mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Eres un desastre -le dijo Evelyn, y Patrick vio en su semblante que la preocupación por él era sincera.

– Soy un desastre -convino.

– Sí, lo eres, y lo sabes. Tu profesión es insatisfactoria, pero lo más importante es que no vives como deberías. Es como si estuvieras perdido en el mar, querido.

(Lo de «querido» era una novedad poco atractiva.)

Patrick se puso a hablar indiscretamente acerca del doctor Zajac y la perspectiva de someterse a un trasplante de mano, de volver a tener una mano izquierda al cabo de cinco años de manquedad.

– No, no me refiero a eso -le interrumpió Evelyn-. ¿A quién le importa tu mano izquierda? ¡Han pasado cinco años! Puedes arreglártelas sin ella. Siempre podrás encontrar a alguien que te corte un tomate en rodajas, y si no, prescinde del tomate. Si eres un hazmerreír, aunque guapo, eso sí, no es porque te falte una mano. Lo es, en parte, por la clase de trabajo que haces, pero sobre todo por tu manera de vivir.

– Ah -dijo Wallingford.

Intentó retirar la mano que ella le sujetaba de un modo cada vez más maternal, pero la señora Arbuthnot no le dejaba; al fin y al cabo, ella tenía dos manos, entre las que apretaba con firmeza la única que él poseía.

– Escúchame, Patrick -le dijo Evelyn-. Es estupendo que el doctor Sayjac quiera proporcionarte una nueva mano izquierda…

– El doctor Zajac -le corrigió Wallingford con petulancia.

– Bueno, el doctor Zajac -prosiguió la señora Arbuthnot-. No niego que has de tener mucho valor para someterte a un experimento tan arriesgado…

– Sólo sería la segunda vez que se hiciera una operación de esas características -le informó Patrick, en el mismo tono petulante-. La primera no salió bien.

– Sí, sí, ya me lo has dicho -le recordó la señora Arbuthnot. ¿Pero tienes el valor para cambiar de vida?

Entonces se quedó dormida, y en ese estado de sopor sus manos dejaron de presionar la suya. Probablemente podría haberla retirado sin despertarla, pero no quería correr el riesgo. Evelyn estaba a punto de regresar a San Francisco, y Wallingford volvería a Nueva York. Ella le había dicho que en la ciudad californiana iban a celebrar otro congreso relacionado con las mujeres.

Él no le había preguntado cuál era su «mensaje»; después, tampoco fue capaz de terminar ninguno de sus libros. El único que intentó leer le decepcionó. Evelyn Arbuthnot era más interesante como persona que como escritora. Como les sucede a tantas personas inteligentes y motivadas, bien informadas y llenas de actividad, no escribía especialmente bien.

En la cama, donde incluso quienes acaban de conocerse dejan de lado las inhibiciones y hablan de su vida personal, la señora Arbuthnot le había contado a Patrick que estuvo casada dos veces, la primera cuando era muy joven. Del primer marido se había divorciado; el segundo, el único al que amó de veras, había muerto. Era una viuda con hijos adultos y nietos pequeños. Le dijo a Wallingford que hijos y nietos eran su vida, mientras que sus escritos y viajes eran sólo su mensaje. Pero por lo poco que Wallingford logró leer de Evelyn Arbuthnot, su «mensaje» se le escapaba. No obstante, cada vez que pensaba en ella, tenía que admitir que le había enseñado mucho acerca de sí mismo.

En el tren bala, poco antes de su llegada a Tokyo, unas escolares japonesas y la maestra que las acompañaba le reconocieron. Parecían hacer acopio de valor para enviar a una de las chicas al otro extremo del vagón y pedirle su autógrafo al hombre del león. Patrick confió en que no lo hicieran, pues para trazar su firma debería extraer la mano de entre los dedos de la dormida Evelyn.

Finalmente ninguna de las colegialas se atrevió a acercársele, y fue su maestra quien lo hizo. Llevaba un uniforme muy parecido al de sus alumnas, y aunque también era joven, al dirigirse a Patrick mostró la circunspección y la formalidad de una mujer mucho mayor. También evidenció una cortesía extremada. Hizo tal esfuerzo para no despertar a Evelyn que Wallingford tuvo que inclinarse un poco hacia el pasillo para oírla por encima del estrépito que producía el veloz tren.

– Las chicas quieren que le diga que les parece un hombre muy guapo y que debe de ser muy valiente -le dijo a Patrick, y entonces susurró-: También yo tengo algo que decirle. Lamento que la primera vez que le vi, con el león, no pensé que fuera usted un hombre tan simpático y amable, pero ahora, al verle en persona… en fin, al verle viajando y hablando con su madre, me doy cuenta de que es un hombre muy simpático y amable.

– Gracias -replicó Wallingford, aunque el malentendido le había decepcionado.

Cuando la joven maestra hubo regresado a su asiento, Evelyn le apretó la mano, sólo para hacerle saber que estaba despierta. Wallingford se volvió hacia ella y vio que tenía los ojos completamente abiertos y le sonreía.

Menos de un año después, cuando se enteró de su muerte

(«El cáncer de mama apareció de nuevo», le dijo a Wallingford una de las hijas cuando él telefoneó a los hijos y nietos de Evelyn para darles el pésame), Patrick recordó su sonrisa en el tren bala. Aquel bulto del que Evelyn dijera que no era nada, había sido algo, después de todo. Y dada la longitud de la cicatriz, tal vez ella ya lo sabía.

Entre las impresiones que Patrick Wallingford podía causar, había una de excesiva fragilidad. Tal vez por eso las mujeres, con la excepción de Marilyn, su ex esposa, siempre trataban de evitarle cuanto pudiera resultarle ingrato, aunque ése no había sido precisamente el estilo de Evelyn Arbuthnot.

Wallingford también recordaría que podría haber preguntado a la maestra de escuela japonesa cuál era el nombre oficial del Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, pero no lo había hecho. Por increíble que pareciera, sobre todo tratándose de un periodista, había pasado seis días en Japón sin enterarse absolutamente de nada acerca del país.

Los japoneses que había conocido eran como la joven maestra de escuela, civilizados y corteses en extremo, incluidos los periodistas que habían sido sus anfitriones… mucho más respetuosos y más educados que la mayoría de los periodistas con los que Patrick trabajaba en Nueva York. Pero no les había preguntado nada; había estado demasiado absorto estudiándose a sí mismo. Lo único que había aprendido medianamente era a burlarse de sus acentos, los cuales imitaba de una manera incorrecta.