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Culpad, si queréis, a Marilyn, la ex esposa de Wallingford. Ésta tenía razón por lo menos en un aspecto: Patrick era un adolescente perpetuo. Sin embargo, era capaz de crecer, o así lo esperaba él.

A menudo hay una experiencia determinada que marca cualquier cambio trascendental en el curso de la vida. En el caso de Patrick Wallingford, esa experiencia no fue la pérdida de la mano izquierda, como tampoco lo fue el hecho de carecer de esa mano durante cinco años. La experiencia que le cambió realmente fue un viaje a Japón en gran parte desperdiciado.

– Háblanos de Japón, Pat -le preguntaban aquellas mujeres charlatanas de la sala de redacción en Nueva York, siempre provocándole con su coquetería-. ¿Cómo es aquello?

(Ya sabían, porque se lo había dicho Dick, el despreciado jefe de redacción, que cuando éste se refirió a una mujer diciendo de ella que era «diminuta», Wallingford había entendido «tan puta».)

Pero cuando le preguntaban por Japón, escurría el bulto. «Japón es una novela», decía, y no añadía nada más.

Ya estaba convencido de que el viaje a Japón había hecho que deseara sinceramente cambiar de vida. El lo arriesgaría todo para cambiarla. Sabía que no iba a ser fácil, pero creía tener la fuerza de voluntad para intentarlo. Hay que decir en su honor que, en la primera ocasión en que estuvo a solas con Mary X (nunca se acordaba de su apellido) en la sala de redacción, le dijo:

– Lo siento mucho, Mary. Lamento de veras lo que te dije, haberte enojado tanto…

Ella le interrumpió.

– Lo que dijiste no es lo que me enojó… es mi matrimonio. No funciona nada bien, y estoy embarazada.

– Lo siento -repitió Patrick.

Llamar al doctor Zajac y confirmarle que quería someterse al trasplante había sido relativamente fácil.

La siguiente vez que Patrick estuvo un momento a solas con Mary, cometió uno de sus errores bienintencionados.

– ¿Cuándo darás a luz, Mary?

(A ella todavía no se le notaba el embarazo.)

– ¡He perdido el bebé! -exclamó, y entonces se echó a llorar.

– Lo siento -dijo Patrick una vez más.

– Es el segundo aborto -le informó la afligida joven.

Sollozó contra su pecho, humedeciéndole la camisa. Algunas de aquellas astutas mujeres de la sala de redacción los vieron e intercambiaron sus miradas más significativas. Pero se equivocaban, es decir, esta vez se equivocaban: Wallingford estaba tratando de cambiar.

– Debería haber ido a Japón contigo -le susurró Mary X al oído.

– No, Mary… no, no -replicó Wallingford-. No deberías haber ido a Japón conmigo, y yo hice mal en proponértelo.

Pero diciéndole esto sólo consiguió que la joven llorase todavía más.

Cuando estaba en compañía de mujeres que lloraban, Wallingford hacía lo mismo que hacen muchos hombres, pensaba en otras cosas. Por ejemplo, ¿de qué modo, exactamente, esperas que te trasplanten una mano cuando has estado sin ella durante cinco años?

A pesar de su reciente experiencia con el sake, no era bebedor, pero adquirió la curiosa afición de sentarse en un bar desconocido, siempre diferente, al caer la tarde. Una especie de fatiga le impulsaba a jugar a ese juego. Cuando llegaba la hora del cóctel y el local se llenaba de gente empeñada en cultivar cada vez más las relaciones sociales, Patrick Wallingford estaba allí, tomando a sorbos una cerveza. Su objetivo consistía en proyectar un aura de tristeza tan inabordable que nadie se inmiscuyera en su soledad.

Todo el mundo le reconocía, por supuesto. A veces oía que alguien susurraba «el hombre del león» o «el hombre del desastre», pero nadie se dirigía a él. Ése era el juego, un ejercicio de actor para adoptar el aspecto apropiado. («Apiadaos de mí», decía aquel aspecto. «Apiadaos de mí, pero dejadme en paz.») Era un juego en el que se estaba volviendo muy diestro.

Entonces, un atardecer, poco antes de la hora del cóctel, Wallingford entró en un bar de su antiguo barrio neoyorquino. Era demasiado pronto para que el portero nocturno del edificio donde él había vivido iniciara su turno, pero se llevó una sorpresa al verle allí, tanto más cuanto que no llevaba el uniforme de portero.

– Hola, señor O'Neill -le saludó Vlad, Vlade o Lewis-. El otro día vi que estaba usted en Japón. Allá juegan un béisbol bastante bueno, ¿eh? Supongo que es una alternativa para usted, si las cosas no le van bien aquí.

– ¿Qué tal, Lewis? -le preguntó Wallingford.

– Soy VIade -respondió Vlad tristemente-. Le presento a mi hermano. Estamos matando el tiempo antes de irme al trabajo. Ya no disfruto del turno de noche.

Patrick saludó con una inclinación de cabeza al joven que estaba en el bar junto al portero de aspecto deprimido. Se llamaba Loren o Goran, o posiblemente Zorbid. El hermano era tímido y se había limitado a musitar su nombre.

Pero cuando Vlad, VIade o Lewis fue al lavabo (había tomado un vaso tras otro de zumo de arándanos con soda), el hermano tímido se sinceró con Patrick.

– No tiene ninguna mala intención, señor Wallingford. Tan sólo confunde un poco las cosas. No sabe que usted no es Paul O'Neill, aunque en realidad lo sepa. Yo estaba convencido de que, tras el suceso con el león, por fin lo entendería, pero no ha sido así. En general, usted es Paul O'Neill para él. Lo siento. Debe de ser una molestia.

– No se disculpe, por favor -le dijo Patrick-. Su hermano me cae bien. Si soy Paul O'Neill para él, por mí no hay ningún inconveniente.

Cuando Vlad, VIade o Lewis regresó del lavabo, los dos parecían un poco culpables, sentados allí, ante la barra. Patrick lamentaba no haberle preguntado al hermano normal cómo se llamaba realmente el hermano confuso, pero el momento de hacerlo ya había pasado. Ahora el portero con tres nombres estaba de vuelta. Se parecía más al de siempre, porque en el lavabo se había puesto el uniforme.

El portero le dio las ropas de calle a su hermano, que las metió en una mochila apoyada en el raíl al pie de la barra. Patrick no había visto la mochila hasta entonces, pero se dio cuenta de que aquello formaba parte de un convenio entre los hermanos. Probablemente el hermano normal regresaba por la mañana para llevarse a casa a Vlad, VIade o Lewis. Parecía ser la clase de buen hermano que hace esas cosas.

De repente el portero apoyó la cabeza en la barra, como si quisiera dormir allí mismo.

– Eh, vamos, hombre, no hagas eso -le dijo su hermano cariñosamente-. No debes hacerlo, sobre todo en presencia del señor O'Neill.

El portero alzó la cabeza.

– A veces me canso de trabajar hasta tan tarde -comentó-. Basta de turnos de noche, por favor. Basta de turnos de noche.

– Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto? -replicó el hermano, tratando de animarle.

Con una celeridad que parecía milagrosa, Vlad, VIade o Lewis sonrió.

– ¿Pero qué coño hago? Siento lástima de mí mismo cuando estoy aquí sentado con el mejor exterior derecho que ha existido jamás, ¡y le falta la mano izquierda! Precisamente la izquierda, la mano con que batea y lanza. No sabe cuánto lo siento, señor O'Neill. No hay derecho a que sienta lástima de mí mismo delante de usted.

Naturalmente, también Wallingford sentía lástima de sí mismo, pero quería ser Paul O'Neill un poco más. Así empezaba a alejarse del Patrick Wallingford que había sido hasta entonces.

Allí estaba él, el hombre de los desastres, cultivando un aspecto que mostrar a la hora del cóctel. Sabía que era sólo una actuación, pero una parte, la de sentir lástima de sí mismo, era auténtica.

5. Un accidente el domingo de la Super Bowl

Aunque la señora Clausen había escrito a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados diciéndoles que era de la localidad wisconsiniana de Appleton, eso significaba tan sólo que había nacido allí. Cuando contrajo matrimonio con Otto Clausen, vivía en Green Bay, sede de los Packers, el célebre club de fútbol americano. Otto Clausen, hincha de aquel equipo, se ganaba la vida repartiendo cerveza en un camión que lucía en el parachoques una sola pegatina decorativa, la única que el conductor jamás permitiría, un letrero verde, el color de Green Bay, sobre un fondo dorado: ¡ORGULLOSO DE SER QUESERO! Y es que a los hinchas de los Packers se los conocía popularmente como «los queseros».

Otto y su mujer solían acudir a uno de esos bares deportivos, donde los parroquianos beben mientras contemplan el partido de la jornada en una gran pantalla de televisión, y eso era lo que se habían propuesto hacer la noche del domingo, 25 de enero de 1998, cuando tenía que disputarse la XXXII Super Bowl, con los Packers contra los Broncos de Denver, en San Diego. Pero la señora Clausen se había sentido indispuesta durante todo el día, con náuseas, y le dijo a su marido, como hacía a menudo, que confiaba en estar embarazada. No tuvo esa suerte, sin embargo, y la causa de sus molestias resultó ser una gripe. Enseguida le subió la temperatura y vomitó dos veces antes de que comenzara el partido. Tanto a ella como a su marido les decepcionó que no se tratara de las náuseas del embarazo. (Aun cuando hubiera estado encinta, había tenido la regla sólo dos semanas antes; demasiado pronto para ser náuseas del embarazo.)

Los estados de ánimo de la señora Clausen eran muy fáciles de interpretar, o por lo menos Otto creía que normalmente sabía en qué pensaba su mujer. Quería tener un hijo más que nada en el mundo. Su marido también lo deseaba, y ella no podía culparle en ese particular. Sufría por no tener hijos, y sabía que Otto compartía ese sufrimiento.

Con respecto a aquel caso concreto de gripe, Otto nunca la había visto tan enferma, y se ofreció voluntario para quedarse en casa y cuidar de ella. Los dos verían el partido en el televisor del dormitorio. Pero la señora Clausen se sentía tan mal que no estaba en condiciones de ver el partido, ella, que también era una quesera a todos los efectos. El hecho de haber sido hincha de los Packers durante toda su vida era uno de los vínculos principales entre ella y Otto. Incluso trabajaba para el equipo de Green Bay. Podrían haber conseguido entradas para el partido en San Diego, pero Otto detestaba viajar en avión.