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– En cierto modo sí, la hemos visto -fue todo lo que el doctor Zajac pudo decirle.

El médico todavía se estaba recuperando tras haber visto a Irma por la mañana, recién salida de la ducha. La joven estaba desnuda y se secaba la cabeza en la cocina. El lunes, a primera hora de la mañana, había vuelto tras pasar fuera el fin de semana y, después de correr un rato, se había duchado. Estaba desnuda en la cocina porque había supuesto que no había nadie más en la casa, pero no debe olvidarse que, de todos modos, quería que Zajac la viese desnuda.

Normalmente, a aquella hora de la mañana del lunes el doctor Zajac ya había llevado a Rudy a casa de su madre, a tiempo para que Hildred le acompañara al colegio. Pero en aquella ocasión Zajac y Rudy se habían quedado dormidos, debido a la noche en vela por culpa de Medea. Cuando la ex mujer del doctor Zajac le telefoneó para acusarle de que había raptado a Rudy, el hombre entró tambaleándose en la cocina para hacer café. Hildred siguió gritando después de que Rudy se pusiera al aparato.

Irma no vio al doctor Zajac, pero él sí que la vio… todo excepto la cabeza, oculta en su mayor parte porque se la estaba secando con la toalla. «¡Magníficos músculos gemelos!», pensó el cirujano mientras se retiraba.

Luego observó que no podía hablar con Irma, excepto tartamudeando de una manera desacostumbrada. Hablando a trompicones, trató de darle las gracias por la idea de la crema de cacahuete, pero ella no pudo entenderle. (Tampoco la joven vio a Rudy) Y mientras el doctor Zajac llevaba al chico a casa de su airada madre, observó la existencia de un espíritu de camaradería entre él y su hijito: la madre de Rudy les había gritado a los dos.

Zajac estaba eufórico cuando se puso en contacto telefónico con Wallingford en México, y le emocionaba algo más que el hecho de que la mano izquierda de Otto Clausen estuviera disponible de repente: había pasado un magnífico fin de semana con su hijo. No es que la visión de Irma desnuda no hubiera sido excitante, aunque era propio de Zajac que se fijara en sus músculos abductores. ¿Eran sólo los gemelos de Irma los causantes de su tartamudeo? Así pues, la «decisión inmediata» de la señora Clausen y otras formalidades similares fueron todo lo que el cirujano especializado en las extremidades superiores que pronto sería famoso logró decirle a Patrick Wallingford por teléfono.

Lo que el doctor Zajac no le dijo fue que la viuda de Otto Clausen había mostrado un interés desacostumbrado por la mano del donante. La señora Clausen no sólo había acompañado el cadáver de su marido desde Green Bay a Milwaukee, donde (además de extraerle la mayor parte de sus órganos) le cortaron a Otto la mano izquierda, sino que también insistió en acompañar la mano, que estaba en un recipiente con hielo, en el vuelo desde Milwaukee a Boston.

Naturalmente, Wallingford no tenía la menor idea de que en Boston se encontraría con algo más que su nueva mano: también iba a conocer a la viuda de su nueva mano.

Esta novedad no causó tanto malestar al doctor Zajac y los demás miembros del equipo bostoniano como otra petición de la señora Clausen, más insólita pero no menos impulsiva. Sí, la cesión de la mano se haría con ciertas condiciones, y el doctor Zajac acababa de saberlas. Probablemente habría sido más juicioso no haber informado a Patrick de las nuevas exigencias.

En Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados todos confiaban en que, a su debido tiempo, Wallingford podría simpatizar con las ideas que la viuda había tenido, al parecer, en el último momento. No daba la impresión de ser una mujer que se anduviera con rodeos, y había pedido el derecho a visitar la mano después del trasplante.

¿Cómo podría negarse el reportero manco?

– Supongo que sólo quiere verla -sugirió el doctor Zajac, en el consultorio de éste en Boston.

– ¿Sólo verla? -inquirió Patrick. Hubo una pausa desconcertante-. Espero que no pretenda tocarla… tomarla entre las suyas y esas cosas.

– ¡Nadie puede tocarla! -respondió el doctor Zajac en un tono protector-. No podrán hacerlo durante mucho tiempo después de la operación.

– ¿Pero se refiere ella a una sola visita? ¿A dos? ¿Durante un año?

Zajac se encogió de hombros.

– Indefinidamente… tales son sus condiciones.

– ¿Está chiflada? -preguntó Patrick-. ¿Es una morbosa, está trastornada por el dolor, enloquecida?

– Eso ya lo comprobará usted -respondió el doctor Zajac-. Quiere verle.

– ¿Antes de la intervención?

– Sí, ahora. Eso forma parte de su petición. Necesita estar segura de que desea que usted reciba la mano.

– ¡Pero tenía entendido que era su marido quien deseaba que la recibiera! -exclamó Wallingford-. ¡Era su mano!

– Mire… lo único que puedo decirle es que la viuda tiene la sartén por el mango -dijo el doctor Zajac-. ¿Ha tenido que vérselas alguna vez con un experto en ética médica?

(La señora Clausen también se había apresurado a ponerse en contacto con un experto en ética médica.)

– Pero ¿por qué quiere verme? -quiso saber Patrick-. Quiero decir antes de que me trasplante usted la mano.

Ese aspecto de la petición, así como el derecho de visita, le parecían al doctor Zajac algo que sólo se le podía haber ocurrido a un experto en ética médica. Zajac no confiaba en esa clase de expertos, y creía que deberían mantenerse al margen de la cirugía experimental. Siempre estaban entrometiéndose, haciendo lo que podían para que la cirugía fuese «más humana».

Los expertos en ética médica aducían que las manos no eran necesarias para vivir, que los fármacos para combatir el rechazo creaban más riesgos y era necesario tomarlos de por vida. Argumentaban que los primeros receptores debían ser personas que habían perdido ambas manos. Al fin y al cabo, los pacientes con ambas manos amputadas tenían más que ganar que los mancos de una sola mano.

Inexplicablemente, a los expertos en ética médica les encantó la solicitud de la señora Clausen, no sólo el inquietante derecho de visita, sino también que insistiera en conocer a Patrick Wallingford y decidir si le gustaba antes de permitir la operación. (No es posible ser «más humano».)

– Sólo quiere ver si usted es… -intentó explicarle Zajac.

Wallingford se tomó este nuevo agravio como un insulto y un atrevimiento; se sintió simultáneamente ofendido y desafiado. ¿Era un hombre simpático y agradable? Él mismo no lo sabía. Confiaba en que sí lo era, pero ¿cuántos de nosotros lo sabemos realmente?

En cuanto al doctor Zajac, él mismo sabía que no era especialmente simpático y agradable. Esperaba con cauto optimismo que Rudy le quisiera y, desde luego, sabía que amaba a su hijito. Pero el cirujano especializado en intervenciones de la mano no se hacía ilusiones en cuanto a su simpatía. Excepto con su hijo, el doctor Zajac nunca había sido muy amable.

Con una punzada, Zajac recordó su breve atisbo de los gemelos de Irma. ¡Debía de pasarse el día entero haciendo ejercicio!

– Ahora le dejaré a solas con la señora Clausen -dijo el doctor Zajac a Patrick, al tiempo que hacía el gesto, tan impropio de él, de ponerle una mano en el hombro.

– ¿Voy a estar a solas con ella? -inquirió Patrick.

Quería más tiempo para prepararse, para probar expresiones de amabilidad. Pero sólo necesitó un segundo para imaginar la mano de Otto; tal vez el hielo se estaba fundiendo.

– Bien, de acuerdo-dijo Patrick.

Como si estuviera coreografiado, el doctor Zajac y la señora Clausen cambiaron de lugar en el consultorio. Apenas acababa de decir «de acuerdo» cuando Wallingford se vio a solas con la flamante viuda. Al verla sintió un repentino escalofrío… algo que más adelante le parecería la sensación de zambullirse en las frías aguas de un lago.

No se olvide que la señora Clausen tenía la gripe. La noche del domingo de la Super Bowl, cuando se levantó penosamente de la cama, aún tenía fiebre. Se puso ropa interior limpia y los tejanos que estaban en la silla al lado de la cama, así como la sudadera de color verde desvaído (el verde de Green Bay) con el nombre del equipo en letras doradas. Se había vestido así cuando empezó a sentirse mal. También se puso su vieja parka.

La sudadera de la señora Clausen era muy vieja, la tenía desde los primeros tiempos de sus visitas con Otto a la que ella llamaba la casa de campo. La prenda tenía el color de los abetos y los pinos blancos en la otra orilla del lago cuando se ponía el sol. Ciertas noches, en el dormitorio que habían construido en el cobertizo de los botes, había usado la sudadera como una funda de almohada, porque allí la ropa sólo podía lavarse en el lago.

Incluso ahora, cuando estaba en el consultorio del doctor Zajac con los brazos cruzados sobre el pecho (como si tuviera frío u ocultara a Patrick Wallingford cualquier impresión que él pudiera formarse de sus senos), la señora Clausen casi podía oler la pinaza y percibía la presencia de Otto tan intensamente como si estuviera con ella en el consultorio de Zajac.

El cirujano tenía toda una galería de fotos de famosos, y resulta sorprendente que ni Patrick ni la señora Clausen prestaran mucha atención a las paredes circundantes. Aunque al principio no se habían mirado directamente a los ojos, ahora estaban demasiado empeñados en examinarse con detenimiento el uno al otro.

Allá, en Wisconsin, la nieve mojó las zapatillas deportivas de la señora Clausen, y a Wallingford, que le miraba fijamente los pies, aún le parecían mojadas.

La señora Clausen se quitó la parka y se sentó al lado de Patrick. Wallingford tuvo la impresión de que, al hablar, se dirigía a su mano superviviente.

– A Otto le impresionó muchísimo lo de su mano… me refiero a la otra -empezó a decirle, sin desviar los ojos de la mano que le quedaba. Patrick Wallingford la escuchaba disimulando la incredulidad del periodista veterano que normalmente sabe cuándo un entrevistado miente, como lo hacía ahora la señora Clausen-. Pero si he de serle sincera -siguió diciendo la viuda-, procuré no pensar en ello, y cuando mostraron la escena de los leones que le devoraban, me resultó muy difícil mirar. Todavía me enferma pensar en ello.