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– A mí también -replicó Wallingford. Ahora no creía que estuviera mintiendo.

No es fácil decir gran cosa sobre una mujer vestida con una sudadera, pero parecía bastante compacta. El cabello castaño oscuro necesitaba un lavado, pero Patrick percibió que estaba ante una persona en general limpia que mantenía un aspecto pulcro.

La luz del fluorescente en el techo incidía con demasiada dureza en su rostro. No llevaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios, y tenía el labio inferior seco y cuarteado, quizá porque se lo mordía. La cruda luz exageraba la oscuridad de los semicírculos bajo los ojos marrones, y las patas de gallo en las comisuras indicaban que tenía más o menos la edad de Patrick. (Wallingford era sólo algo más joven que Otto Clausen, quien a su vez había sido sólo algo mayor que su esposa.)

– Supongo que me toma por loca -le dijo la señora Clausen.

– ¡No, en absoluto! No puedo imaginar cómo debe de sentirse, aparte de la tristeza, claro.

En realidad, parecía extenuada por las emociones, como tantas mujeres a las que había entrevistado, la más reciente de ellas la esposa del tragasables en Ciudad de México, hasta el punto de que Patrick tuvo la sensación de que ya la conocía.

La señora Clausen le sorprendió al asentir y a continuación señalarle el regazo.

– ¿Me permite verla? -le preguntó.

Siguió una pausa incómoda, durante la cual a Wallingford se le detuvo la respiración.

– Su mano… por favor, la que le ha quedado.

Él le tendió la mano derecha, como si la acabaran de trasplantar. Ella pareció que iba a tocársela pero se contuvo, y la mano extendida de Patrick pareció inerte.

– Es un poco pequeña -comentó-. La de Otto es mayor.

Él retiró la mano, sintiéndose indigno.

– Otto lloró cuando usted perdió la otra mano. ¡Se echó a llorar!

Sabemos, claro, que Otto tuvo ganas de vomitar. Fue la señora Clausen quien lloró, pero se las arregló para hacer creer a Wallingford que las lágrimas de su compasivo marido todavía le maravillaban. (Y eso que era un periodista veterano que sabía cuándo alguien mentía. Wallingford se creyó a pies juntillas el relato del llanto de Otto que le hacía la señora Clausen.)

– Le quería usted mucho -dijo Patrick-. Es evidente.

La viuda se mordió el labio inferior y asintió con vehemencia, las lágrimas agolpándose en sus ojos.

– Queríamos tener un hijo, lo intentábamos una y otra vez, pero no hubo manera, no sé por qué.

Ella inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con la parka y sollozó en silencio. Aunque de un tono menos desvaído, la parka era del mismo color que la sudadera verde de Green Bay con el logotipo de los Packers (el casco dorado con la ge blanca) en la espalda.

– Para mí siempre será la mano de Otto -le dijo la señora Clausen, en un tono inesperadamente alto, bajando la parka. Por primera vez le miró a los ojos; parecía como si hubiera cambiado de idea acerca de algo-. ¿Qué edad tiene usted, de todos modos? -le preguntó. Tal vez por haberle visto sólo en la televisión había esperado que fuese mayor o más joven.

– Tengo treinta y cuatro años -respondió Wallingford, a la defensiva.

– Exactamente mi edad -dijo la mujer, y Patrick vio que sus labios trazaban una leve sonrisa, como si, a pesar de su dolor o debido a él, estuviera realmente loca-. No seré un incordio después de la operación -siguió diciéndole-. Pero ver su mano… después, palparla… en fin, eso no le molestará mucho, ¿verdad? Si usted me respeta, yo le respetaré.

– ¡Desde luego! -replicó Patrick, pero no se percataba de lo que estaba a punto de sobrevenir.

– Todavía quiero tener un hijo de Otto.

Wallingford seguía sin comprender.

– ¿Quiere decir que podría estar embarazada? -replicó-. ¿Por qué no me lo había dicho? ¡Es estupendo! ¿Cuándo lo sabrá con certeza?

En los labios de la mujer apareció de nuevo aquella sonrisa leve y demente. Patrick no había visto que ella se había quitado las zapatillas deportivas. Entonces corrió la cremallera de los tejanos y se los bajó, junto con las bragas, pero titubeó antes de quitarse la sudadera.

El hecho de que no hubiera visto nunca a una mujer desnudarse así, es decir, primero las prendas inferiores, dejando las de arriba-para el final, desarmó todavía más a Patrick. La señora Clausen le parecía sexualmente inexperta en un grado embarazoso. Entonces oyó su voz: algo había cambiado en ella, y no sólo su volumen. Le sorprendió notarse el pene erecto, no porque la señora Clausen estuviera medio desnuda, sino por su nuevo tono de voz.

– No hay otra ocasión -le dijo ella-. Si voy a tener un hijo de Otto, ya debería estar embarazada. Después de la operación, usted no estará en forma para hacer esto. Estará en el hospital, tomando un montón de medicinas, tendrá dolores…

– ¡Señora Clausen! -exclamó Patrick. Se apresuró a levantarse… y con la misma rapidez se sentó. Hasta que intentó ponerse en pie, no se había percatado de la turgencia bajo su bragueta. Era tan obvia como lo que dijo a continuación-: Sería mi hijo, no el de su marido, ¿no es cierto?

Pero ella ya se había quitado la sudadera. Aunque se había dejado puesto el sujetador, él pudo ver de todos modos que sus pechos eran más interesantes de lo que había imaginado. En el ombligo destellaba algo, y el piercing corporal también resultaba un detalle inesperado. Patrick no miró el adorno de cerca, pues temía que tuviera algo que ver con los Packers de Green Bay.

– Su mano es lo más cercano a él que tengo a mi alcance -dijo la señora Clausen con una determinación inquebrantable.

El brío de su voluntad podría haberse tomado fácilmente por deseo. Pero lo que surtía efecto, lo realmente irresistible, era su voz.

La mujer retuvo a Wallingford en la silla de respaldo recto. Se arrodilló para desabrocharle el cinturón y entonces le bajó los pantalones. Cuando Patrick se inclinó hacia delante, para impedir que le quitara los calzoncillos, ella ya se los había quitado. Antes de que él pudiera levantarse, o incluso sentarse en una posición erguida, la señora Clausen se había puesto a horcajadas sobre el regazo del periodista. Sus senos le rozaron la cara. Se movía con tal rapidez, que a él le pasó por alto el momento en que se quitó el sujetador.

– ¡Aún no tengo su mano! -protestó Wallingford, pero ¿cuándo había dicho él que no?

– Respéteme, por favor -le rogó ella en un susurro. ¡Y qué susurro!

Las nalgas pequeñas y firmes de la mujer eran cálidas y suaves contra sus muslos, y el atisbo del adminículo en el ombligo, todavía más que el atractivo de los senos, le había procurado al instante lo que parecía una erección encima de la que ya tenía. Notaba las lágrimas que le humedecían el cuello mientras ella le guiaba a su interior.

No era su mano derecha la que ella aferraba con la suya y acercaba a sus senos, sino el muñón. Le murmuró algo parecido a: «¿Qué iba a hacer ahora, de todos modos? Nada tan importante como esto, ¿verdad?». Y entonces le preguntó: «¿No quiere hacerme un hijo?».

– La respeto, señora Clausen -tartamudeó él, pero abandonó toda esperanza de resistirse. Era evidente para los dos que ya había cedido.

– Llámame Doris, por favor -le dijo la señora Clausen, entre lágrimas.

– ¿Doris?

– Respétame, respétame -le pidió ella entre sollozos-. Es todo lo que te pido.

– Sí, te respeto… Doris.

Su única mano le había encontrado instintivamente la región lumbar, como si hubiera dormido a su lado cada noche durante años e incluso en la oscuridad pudiera tocarle con precisión la parte de su cuerpo que deseaba asir. En aquel momento podría haber jurado que la mujer tenía el cabello húmedo, húmedo y frío, como si hubiera estado nadando.

Naturalmente, pensaría él después, ella debía de haber sabido que estaba en periodo fértil; una mujer que intenta una y otra vez quedar embarazada, seguramente lo sabe. Doris Clausen también debía de saber que su dificultad para quedar en estado se había debido exclusivamente a Otto.

– ¿Eres amable? -le susurraba la señora Clausen, al tiempo que movía sin cesar las caderas contra la presión hacia debajo de la mano de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?

Aunque habían advertido a Patrick de que era eso lo que ella quería saber, nunca habría esperado que ella se lo preguntara directamente, como tampoco habría previsto un encuentro sexual con ella. En términos estrictos de experiencia erótica, hacer el amor con Doris Clausen era un acto más cargado de anhelo y deseo que cualquier otra de las relaciones sexuales que Wallingford había tenido hasta entonces. No contaba el sueño erótico inducido por la cápsula azul cobalto que le dieron en Junagadh, pero aquel analgésico extraordinario ya no estaba a la venta, ni siquiera en la India, y nunca se le podría considerar en la misma categoría que el sexo real.

En cuanto al sexo real, el encuentro de Patrick con la viuda de Otto Clausen, por singular y breve que fuese, superó con mucho el fin de semana que pasara en Kyoto con Evelyn Arbuthnot. Hacer el amor con la señora Clausen incluso eclipsó la tumultuosa relación de Wallingford con la alta y rubia técnico de sonido que presenció el ataque del león en Junagadh.

Aquella infortunada muchacha alemana, que vivía en Hamburgo, todavía estaba sometida a terapia debido a los leones, aunque Wallingford sospechaba que se había traumatizado más al perder el sentido y despertar luego en una de las carretillas cargadas de carne que al ver la mano izquierda del pobre Patrick arrancada de cuajo por un león.