– ¿Eres amable? -repitió Doris, sus lágrimas humedeciendo el rostro de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?
Cada vez era más profunda su penetración en aquel cuerpo menudo y fuerte, de modo que Wallingford apenas se oyó a sí mismo al responder. Seguramente el doctor Zajac, así como otros miembros del equipo quirúrgico reunidos en la sala de espera, debían de haber oído los gritos quejumbrosos de Patrick.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy amable! ¡Soy un buen hombre! -gimió Wallingford.
– ¿Es eso una promesa? -le preguntó Doris en un susurro. De nuevo aquel susurro… ¡irresistible!
Una vez más Wallingford le respondió en un tono tan alto que el doctor Zajac y sus colegas pudieron oírle.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Lo prometo! ¡De veras!
Poco después llamaron a la puerta del consultorio de Zajac, cuando desde hacía un rato reinaba el silencio.
– ¿Están ustedes bien? -preguntó el jefe del equipo bostoniano.
Al principio Zajac pensó que el aspecto de los dos era correcto. Patrick Wallingford volvía a estar vestido y seguía sentado en la silla de respaldo recto. La señora Clausen, totalmente vestida, yacía boca arriba sobre la alfombra de la habitación. Tenía enlazados los dedos detrás de la cabeza, y los pies elevados descansaban en el asiento de la silla vacía al lado de Wallingford.
– Tengo problemas de espalda le explicó Doris.
Eso era falso, por supuesto. Aquélla era una postura recomendada en varios de los numerosos libros que ella había leído sobre la manera de quedar embarazada. «La gravedad», fue lo único que le dijo a Patrick, a modo de explicación, mientras él le sonreía encantado.
El doctor Zajac, que percibía el olor a sexo en la estancia, se dijo que ambos estaban locos. Un experto en ética médica quizá no habría aprobado aquel nuevo acontecimiento, pero Zajac era un cirujano de la mano y su equipo quirúrgico estaba deseando comenzar.
– Bien, si han hablado de todo lo necesario y se sienten lo bastante cómodos -les dijo el doctor Zajac, mirando primero a la señora Clausen, que parecía muy cómoda, y luego a Patrick Wallingford, cuyo asombroso aspecto era el de un hombre borracho o drogado-, ¿qué me dicen? ¿Tenemos luz verde?
– ¡Por mí no hay ningún problema! -dijo Doris Clausen alzando la voz, como si llamara a alguien a través de una extensión de agua.
– Estoy de acuerdo en todo -replicó Patrick-. Supongo que tenemos la luz verde.
El grado de satisfacción sexual en el semblante de Wallingford recordó algo al doctor Zajac. ¿Dónde había visto él con anterioridad aquella expresión? Ah, sí, fue en Bombay, donde realizó una serie de intervenciones sumamente delicadas en las manos de varios niños, ante un selecto público de cirujanos pediátricos. Zajac recordaba especialmente bien uno de los procedimientos quirúrgicos que tenían allí. La paciente era una niña de tres años que había metido la mano en los engranajes de una máquina agrícola y se la había destrozado.
Zajac estaba sentado con el anestesista indio cuando la pequeña empezó a despertarse. Los niños siempre tienen frío, a menudo están desorientados y normalmente asustados cuando despiertan de la anestesia general. En ocasiones sienten náuseas. El doctor Zajac recordaba que se excusó para no ver a la desdichada niña. Le echaría un vistazo a la mano, desde luego, pero más adelante, cuando ella se sintiera mejor.
– Espere… tiene usted que ver esto -le dijo a Zajac el anestesista indio-. Mírela un momento.
El rostro inocente de la niña tenía la expresión de una mujer sexualmente satisfecha. El doctor Zajac estaba escandalizado. (La triste verdad era que, personalmente, nunca hasta entonces había visto el rostro de una mujer tan sexualmente satisfecha.)
– Por Dios, hombre le dijo Zajac al anestesista-, ¿qué le ha dado?
– Le he puesto algo adicional en el gotero… ¡poca cosa, no crea! -replicó el indio.
– ¿Pero qué es? ¿Cómo se llama?
– No puedo decírselo. No se puede conseguir en su país, y nunca se podrá. Aquí también lo van a retirar del mercado. El Ministerio de Sanidad va a prohibirlo.
– Espero que así sea -observó el doctor Zajac, y abandonó bruscamente la sala de reanimación.
Pero la pequeña no había sufrido ningún dolor, y más adelante, cuando Zajac le examinó la mano, vio que estaba bien y que la niña descansaba cómodamente.
– ¿Qué tal el dolor? -le preguntó.
Una enfermera tuvo que hacer de intérprete.
– Dice que todo va bien, no siente ningún dolor -tradujo la enfermera. Los balbuceos de la niña continuaban.
– ¿Qué dice ahora? -le preguntó el doctor Zajac, y la enfermera se mostró de repente tímida o azorada.
– Ojalá no pusieran ese analgésico en la anestesia -comentó la enfermera. La pequeña parecía relatar una larga historia.
– ¿Qué le está diciendo? -quiso saber Zajac.
– Está contando el sueño que tuvo -respondió, evasivamente, la enfermera-. Cree que ha visto su futuro. Será muy feliz y tendrá muchos hijos. Demasiados, en mi opinión.
En presencia de Zajac, la pequeña se limitaba a sonreír. Para ser una niña de tres años, había algo inapropiadamente seductor en sus ojos.
Ahora, en el consultorio bostoniano del doctor Zajac, Patrick Wallingford sonreía de la misma manera. «¡Qué coincidencia tan tonta!», se dijo el doctor Zajac, mientras contemplaba la expresión de embriaguez sexual de Wallingford.
«La paciente del tigre», llamó a aquella chiquilla de Bombay, porque había explicado a los médicos y las enfermeras que, cuando metió la mano en la máquina agrícola, los engranajes le rugieron como un tigre.
Tonto o no, había algo en el aspecto de Wallingford que daba que pensar al doctor Zajac. «El paciente del león», como Zajac llamaba desde hacía tiempo a Patrick Wallingford, necesitaba posiblemente algo más que una nueva mano izquierda. Lo que el doctor Zajac desconocía era que Wallingford había encontrado por fin lo que necesitaba… había encontrado a Doris Clausen.
7. La punzada
Como el doctor Zajac había explicado en su primera conferencia de prensa tras la operación quirúrgica que se prolongó durante quince horas, el paciente corría peligro. Patrick Wallingford estaba amodorrado pero en situación estable tras despertar de la anestesia general. Por supuesto, el paciente estaba tomando «una combinación de fármacos innmnosupresores», pero Zajac descuidó decir su número y durante cuánto tiempo los tomaría. (Tampoco mencionó los esteroides.)
En el mismo momento en que la atención de todo el país se centraba en él, el cirujano especializado en las manos reveló un mal genio considerable. Según uno de sus colegas (el imbécil de Mengerink, aquel cretino cornudo), Zajac también tenía «los ojos pequeños y brillantes del proverbial científico loco». Antes de la histórica intervención quirúrgica, chapoteando en el lodo grisáceo a lo largo de la orilla del río Charles, cuando la oscuridad estaba a punto de ceder su sitio al amanecer, el doctor Zajac se había dedicado a correr. Le consternó que una mujer joven le adelantara en la bruma espectral, como si él hubiera estado inmóvil. Sus prietas nalgas enfundadas en unas mallas flexibles se alejaron resueltamente de Zajac, apretadas y liberadas como los dedos de una mano al cerrarse en un puño, relajadas y de nuevo formando un puño. ¡Y qué puño!
Aquella mujer era Irma. Sólo unas horas antes de que fijara la mano y la muñeca de Otto Clausen al muñón del antebrazo izquierdo de Patrick Wallingford, el doctor Zajac sintió una opresión en el pecho; sus pulmones parecieron dejar de expandirse y notó un calambre abdominal tan paralizante para su avance como si le hubiera atropellado… un camión para el reparto de cerveza, por ejemplo. Cuando Irma regresó corriendo hacia él, Zajac se hallaba doblado en el lodo.
Estaba mudo de dolor, gratitud, vergüenza, adoración, lujuria… lo que se quiera. Irma le acompañó de regreso a la calle Brattle como si él fuese un chiquillo que se hubiera fugado de casa.
– Está deshidratado y tiene que reabastecerse de fluidos -le reconvino ella.
Irma leía libros sobre deshidratación y los diversos «muros» con los que, al parecer, los corredores serios «topan», de modo que deben entrenarse para «correr a través de ellos». Según el vocabulario de los deportes extremos, Irma era una «superdesarrollada»; los adjetivos del vigor maniaco ante las agotadoras pruebas de resistencia se habían convertido en sus principales adjetivos. («Protuberante», por ejemplo.) Irma no estaba menos empapada en la teoría de la nutrición especial para corredores, desde la convencional ingestión de hidratos de carbono a las lavativas de ginseng, desde el té verde y los plátanos antes de comer hasta los batidos de arándano después.
– Voy a hacerle una tortilla sólo de claras en cuanto lleguemos a casa -le dijo al doctor Zajac, quien tenía las piernas muy doloridas y cojeaba a su lado como un caballo de carreras lisiado. Eso no le prestaba ningún nuevo atractivo a su aspecto, al que uno de sus colegas ya había comparado con el de un perro salvaje.
El día más importante de su carrera el doctor Zajac se había enamorado sin remedio de su empleada doméstica-asistenta, convertida ahora en entrenadora personal. Pero no podía decírselo, pues era incapaz de hablar. Mientras boqueaba para aspirar aire, con la esperanza de acallar el dolor que irradiaba en su plexo solar, reparó en que Irma le sujetaba la mano, se la asía con fuerza. La joven tenía las uñas más cortas que la mayoría de los hombres, pero no se las mordía. Las manos de una mujer le importaban mucho al doctor Zajac. Poner por orden de importancia ascendente cómo se había colado por Irma puede parecer basto, pero helo aquí: sus gemelos, sus nalgas, sus manos.