– No hay derecho a que te hayan dado los resultados de mi análisis de sangre -fue todo lo que se le ocurrió decir a Wallingford-. Algo tan personal como un análisis de sangre.
Debajo de él, Monika con ka se puso rígida. Sentía frío en la zona que había estado caliente.
– ¿Qué análisis de sangre? -susurró al oído de Patrick.
Pero Wallingford llevaba puesto un preservativo; la técnico de sonido alemana estaba protegida de la mayor parte de los peligros, si no de todos. (Patrick siempre usaba preservativo, incluso con su mujer.)
– ¿Quién es esta vez? -gritó Marilyn en el otro extremo de la línea-. ¿A quién te estás tirando en este mismo momento?
Wallingford tenía dos cosas claras: que su matrimonio no podía salvarse y que él no quería salvarlo. Como siempre le sucedía con las mujeres, Patrick se mostró conforme.
– ¿Quién es ésa? -gritó su mujer de nuevo, pero, en vez de responderle, Wallingford sostuvo el micrófono del aparato ante los labios de la alemana.
Tuvo que apartarle de la oreja un mechón de cabello rubio antes de susurrarle al oído:
– Anda, dile tu nombre.
– Monika… con ka -dijo la chica alemana al aparato.
Wallingford colgó, dudando de que Marilyn llamase de nuevo. No lo hizo, pero entonces tuvo que explicarle muchas cosas a Monika con ka. No fue aquélla una plácida noche con un sueño profundo.
Por la mañana, en el Gran Ganesh, la manera en que las cosas empezaron a desarrollarse fue un tanto decepcionante. Las repetidas quejas del director del circo contra el gobierno indio no despertaban ni mucho menos el interés que suscitaba la descripción de la diosa de diez brazos en la que creían todos los volatineros, como aquella trapecista accidentada.
¿Acaso estaban sordos y ciegos en la sala de redacción de Nueva York? ¡La viuda en su cama de hospital había sido una gran noticia! Y Wallingford aún quería contarla en el contexto de la trapecista que caía sin red de seguridad. Los acróbatas infantiles eran el contexto, aquellos niños que habían sido vendidos al circo.
¿Y si hubieran vendido a la misma trapecista cuando era pequeña? ¿Y si su futuro marido hubiera sido rescatado de una infancia sin futuro, tan sólo para encontrarse con semejante destino: su mujer cayendo en sus brazos desde veinticinco metros de altura, bajo el techo de la gran carpa? Eso sí que habría o interesante.
En cambio, Patrick estaba entrevistando al repetitivo director del circo ante la jaula de los leones, una trillada imagen circense que era lo que en Nueva York entendían por «color local complementario».
No era de extrañar que la entrevista pareciera decepcionante comparada con la noche que Wallingford había pasado con la técnico de sonido alemana. Monika con ka, su camiseta y la ausencia de sujetador estaban causando una visible impresión en los portadores de la carne, a quienes ofendían las prendas de la joven, o la falta de suficientes prendas. Con su temor, su curiosidad, su indignación por la inmoralidad, habrían sido mejores y más fieles como color local complementario que el fatigoso director del circo.
Los musulmanes permanecían cerca de la jaula de los leones, como bajo los efectos de una fuerte impresión, pero parecían demasiado atemorizados o demasiado atónitos para acercarse más. En sus carretillas de madera había montones de carne olor dulzón, que causaba una repugnancia infinita a la comunidad circense, en su mayoría hindú y vegetariana. Naturalmente, los leones también olían la carne.y estaban claramente irritados por el retraso.
Cuando los leones se pusieron a rugir, el cámara los enfocó con el zoom, y Patrick Wallingford, al percibir un momento de verdadera espontaneidad, acercó el micrófono a los barrotes la jaula. Consiguió un final más sorpresivo de lo que esperaba.
Una pata salió velozmente de entre dos barrotes, y una garra se clavó en la muñeca izquierda de Wallingford. Este dejó caer el micrófono. En menos de dos segundos, el brazo izquierdo, hasta el codo, había sido introducido en la jaula. El hombro izquierdo se golpeó contra los barrotes, y la mano izquierda, hasta unos tres centímetros por encima de la muñeca, estaba en la boca de un león.
En el tumulto resultante, otros dos leones compitieron con primero por la muñeca y la mano de Patrick. Intervino el domador, quien no estaba lejos de los animales, golpeándoles en los morros con una pala. Wallingford mantuvo la conciencia el tiempo suficiente para reconocer la pala, que se usaba especialmente para recoger los excrementos de león. (Había visto cómo la usaban sólo unos minutos antes.)
Patrick perdió el sentido en las inmediaciones de las carretillas de la carne, no lejos de donde Monika con ka se había desvanecido solidariamente. Pero, al desplomarse, la joven alemana había caído sobre una de las carretillas, causando una notable consternación a los portadores de la carne, y cuando volvió en sí descubrió que, mientras yacía inconsciente sobre la húmeda carne, le habían robado el cinturón con las herramientas.
La técnico de sonido alemana afirmó, además, que durante su desmayo alguien le había manoseado los senos, como lo demostraban los moratones en forma de huellas dactilares que tenía en ambos pechos. Sin embargo, no había huellas de manos entre las manchas de sangre que tenía su camiseta. (Unas manchas debidas a la carne.) Era más probable que los moratones en los senos fuesen el resultado de su noche de amor con Patrick Wallingford. Quienquiera que fuese lo bastante audaz para birlarle el cinturón de las herramientas probablemente no había tenido valor para tocarle los pechos. Los auriculares estaban en su sitio.
En cuanto a Wallingford, lo apartaron a rastras de la jaula de los leones, sin que se diera cuenta de que la mano y la muñeca izquierdas habían desaparecido, aunque veía que los leones seguían peleándose por algo. En el mismo momento en que el olor dulzón del carnero llegó a su olfato, observó que los musulmanes contemplaban pasmados su colgante brazo izquierdo. (La fuerza con que el león le había tirado del brazo descoyuntó el hombro de la articulación.) Y al mirar, comprobó que le había desaparecido el reloj. No lamentaba demasiado haberlo perdido, pues había sido un regalo de su esposa. Por supuesto, nada podía impedir que el reloj se deslizara; la mano y la juntura grande de la muñeca izquierda también habían desaparecido.
Como no había ningún rostro conocido entre los musulmanes portadores de la carne, sin duda Wallingford confió en localizar a Monika con ka, afligida pero no menos cariñosa. Por desgracia la muchacha alemana estaba tendida boca arriba sobre una de las carretillas de la carne, la cara vuelta hacia el otro lado.
Al ver, si no el rostro, por lo menos el perfil de su imperturbable cámara, quien jamás había flaqueado a la hora de cumplir con su responsabilidad principal, Patrick experimentó cierto amargo consuelo. El resuelto profesional se había acercado a la jaula de los leones, y los filmó mientras ellos se entregaban al no muy agradable acto de compartir lo poco que quedaba de la muñeca y la mano de Patrick. ¡Para que hablen de un buen final sorpresivo!
Durante la semana siguiente, e incluso más días, Wallingford contempló una y otra vez las imágenes de su mano arrebatada y consumida. Le sorprendía que el ataque le recordara algo desconcertante que le dijo su directora de tesis cuando ella puso fin a su relación sentimentaclass="underline" «Durante cierto tiempo ha sido halagador estar con un hombre capaz de concentrarse tan profundamente en una mujer. Por otro lado, tu propia personalidad está tan poco concentrada, que sospecho que podrías concentrarte en cualquier mujer». No sabía qué diablos había querido decir con eso, ni por qué la pérdida de la mano devorada le había hecho recordar las quejosas observaciones de la mujer.
Pero lo que más afligía a Wallingford, en el medio minuto escaso que tardó un león en arrancarle la muñeca y la mano, era que las impresionantes imágenes de sí mismo no correspondían al aspecto de Patrick Wallingford tal como siempre había sido antes del suceso. No había tenido ninguna experiencia previa de terror absoluto. Lo más duro del dolor llegaría más tarde.
En la India, y por razones que nunca estuvieron claras, el ministro que también era un activista de los derechos de los animales utilizó el ataque sufrido por el periodista occidental para reforzar la cruzada contra los malos tratos que se daba a los animales en los circos. Wallingford nunca supo qué relación tenía el hecho de que le hubieran devorado la mano con los malos tratos que sufrían los leones.
Lo que le preocupaba era que el mundo entero le había visto gritar y retorcerse de dolor y espanto; se había mojado los pantalones ante la cámara, si bien es cierto que ni un solo telespectador reparó en ese detalle, pues llevaba pantalones oscuros. De todos modos, fue objeto de conmiseración por parte de millones de personas, ante las cuales había sido públicamente desfigurado.
Incluso cinco años después, cada vez que Wallingford recordaba el episodio o soñaba con él, lo que más destacaba en su mente era el efecto del analgésico, un producto que no se podía obtener en Estados Unidos, o por lo menos eso era lo que le había dicho el médico indio. Desde entonces Wallingford había tratado de averiguar de qué sustancia se trataba.
Fuera cual fuese su nombre, lo cierto era que el medicamento había hecho que la conciencia de Patrick se elevara por encima del dolor, al tiempo que le dejaba totalmente desvinculado del mismo dolor. Le había hecho sentirse como el indiferente observador de otra persona, y, al elevarle la conciencia, la medicina hizo mucho más que aliviarle el dolor.
El médico que le recetó el medicamento, presentado en cápsulas de color azul cobalto («Tome sólo una, señor Wallingford, cada doce horas»), era un parsi que le había tratado en Junagadh, inmediatamente después del ataque del león.