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Por otro lado, ciertas cosas apoyaban con firmeza la argumentación de la señora Clausen. La mano no parecía pertenecer a Patrick, y jamás parecería suya. La mano izquierda de Otto no era demasiado grande, pero nos miramos mucho las manos, y es difícil acostumbrarse a ver la de otra persona en lugar de la nuestra. Había ocasiones en las que Wallingford contemplaba la mano con tanta atención como si fuese a hablar. No podía resistir la tentación de olerla, y aquél no era su olor. Por la manera en que la señora Clausen cerraba los ojos cuando ella olía la mano, sabía que el olor era el de Otto. Por suerte, Patrick tenía algunas distracciones. Durante el largo periodo de convalecencia y rehabilitación, confinado en la sala de redacción bostoniana a fin de estar cerca del doctor Zajac y el equipo médico de Boston, Patrick empezó a florecer desde el punto de vista profesional. (Tal vez «florecer» no sea el término más apropiado; digamos que la dirección de la cadena televisiva le permitió ampliar sus actividades hasta cierto punto.)

En el canal de noticias crearon un espacio finisemanal para él, que se emitía el sábado por la noche, después del noticiario. Esos complementos informativos de los noticiarios principales se emitían desde Boston. Si bien los productores seguían encargando a Wallingford todas las noticias de sucesos extravagantes, le permitieron presentarlas y resumirlas con una nueva y sorprendente dignidad, tanto por parte del presentador como de la cadena. Nadie en Boston y Nueva York, ni Patrick ni siquiera Dick, podía explicárselo.

Patrick Wallingford actuaba ante las cámaras como si la mano de Otto Clausen fuese realmente suya, con una simpatía antes ausente tanto del canal de las calamidades como de su propia manera de informar. Era como si hubiera recibido de Otto Clausen algo más que una mano.

Por supuesto, entre los reporteros serios, es decir, los periodistas que retransmitían las noticias puras y duras con profundidad y en su contexto, la mera idea de un complemento a lo que pasaba por noticias en la cadena de los desastres era risible. En las noticias auténticas aparecían refugiados cuyas madres y tías habían sido violadas delante de ellos, aunque ni las mujeres ni los niños solían admitir tal cosa. En las noticias auténticas los padres y tíos de aquellos niños refugiados habían sido asesinados, aunque tampoco esto lo admitían con facilidad. Había también noticias de médicos y enfermeras abatidos a tiros, ex profeso, de modo que los niños refugiados carecieran de cuidados médicos. Pero el llamado canal de noticias internacionales no informaba de semejantes historias de maldad premeditada, ni tampoco Patrick Wallingford recibía jamás el encargo de informar de tales sucesos sobre el terreno.

Lo que sus superiores esperaban de él era que encontrara una dignidad y una simpatía inverosímiles hacia las víctimas de accidentes francamente estúpidos, como el suyo propio. Si había algo que pudiera considerarse un pensamiento tras esa versión aguada de las noticias, era un pensamiento tan pequeño que se reducía a esto: incluso en lo horrendo hay o debería haber algo moralmente edificante, siempre que lo horrendo sea lo bastante idiota.

¿Qué importaba, pues, que la cadena de noticias no le enviara nunca a Yugoslavia? ¿Qué era lo que el hermano del portero que se confundía le había dicho a Vlad, Vlade o Lewis? («Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto?») Pues bien, Wallingford tenía un empleo, ¿no era cierto?

Y la mayor parte de los domingos estaba libre para volar a Green Bay. Cuando empezó la temporada de fútbol americano, la señora Clausen estaba embarazada de ocho meses. Era la primera vez, que ella recordara, que se perdía un partido en el estadio Lambeau. Doris bromeaba diciendo que no quería sentir las contracciones del parto cuando estuviera en la línea de las cuarenta yardas… no si el partido era bueno. (Lo que quería decir era que nadie le habría prestado la menor atención.) Así pues, veía el partido en compañía de Wallingford por la televisión. Era absurdo, pero él volaba a Green Bay sólo para mirar la tele.

Pero un partido de los Packers en Green Bay; incluso televisado, constituía el periodo más largo durante el cual la señora Clausen acariciaba la mano o permitía a ésta que la tocara; y mientras ella estaba absorta en la contemplación del partido, él podía contemplarla de la misma manera. La miraba como si memorizase su perfil o su modo de morderse el labio inferior cuando se producía un tercero y largo. (Doris tuvo que explicarle que un tercero y largo era cuando Brett Favre, el defensa de Green Bay, corría más peligro de que le quitaran el balón o de sufrir una intercepción.)

En ocasiones hacía daño a Wallingford sin proponérselo. Cuando le quitaban el balón a Favre o cuando le interceptaban, peor aún, cada vez que el otro equipo marcaba, la señora Clausen apretaba con fuerza la mano de su difunto marido.

– ¡Aaaaaay! -gritaba Wallingford, exagerando desvergonzadamente el dolor que sentía.

Ella besaba la mano, incluso la humedecía con sus lágrimas. Sólo por eso valía la pena aguantar el dolor, que era muy diferente de las punzadas debidas a las patadas del nonato. Aquellos alfilerazos eran de otro mundo.

Así pues, esforzadamente, Wallingford volaba a Green Bay casi todas las semanas. Nunca encontró un hotel de su agrado, pero Doris no le permitía alojarse en la casa que compartiera con Otto. En el curso de esos viajes, Patrick conoció a otros miembros de la familia Clausen… Otto tenía una familia muy numerosa y unida. La mayoría de ellos demostraban su afecto hacia la mano de Otto sin ningún recato. El padre y los hermanos contuvieron los sollozos, pero la madre, una mujer muy corpulenta, dio rienda suelta a las lágrimas, y la única hermana soltera se llevó la mano al pecho un momento antes de desmayarse. Wallingford había desviado la vista, por lo que no la vio caer. Él mismo se culpaba de que la hermana se hubiera mellado un diente al chocar con una mesa baja, y lo cierto es que no era una mujer de sonrisa encantadora.

Los Clausen formaban un clan cuyo alegre talante de gentes aficionadas al aire libre contrastaba fuertemente con la reserva de Wallingford, y sin embargo éste sintió una extraña atracción hacia ellos. Tenían la lealtad y la exuberancia de quienes están abonados a la temporada deportiva, y todos se habían casado con personas de talante y aspecto similar a los de la familia Clausen. Uno no podía distinguir a los parientes consanguíneos de los políticos, con excepción de Doris, que era un caso aparte.

Patrick veía lo amables que los Clausen eran con ella, y cómo la protegían. La habían aceptado, aunque era claramente diferente; la querían como si fuese una de ellos. En la televisión, las familias parecidas a los Clausen provocaban náusea, pero no sucedía así con ellos.

Wallingford había viajado a Appleton para conocer a los padres de Doris, quienes también querían ver la mano de vez en cuando. Fue el padre quien facilitó a Wallingford más información sobre el trabajo de Doris. Tenía aquel empleo desde que se graduó en el instituto. Ella llevaba más tiempo vendiendo entradas en el estadio de los Packers de Green Bay del que él llevaba dedicado al periodismo. La organización de los Packers había ayudado mucho a la señora Clausen, incluso le habían costeado los estudios universitarios.

– Doris puede conseguirle entradas, ¿sabe? -le dijo el padre a Patrick-. Y por estos pagos es de lo más difícil encontrar entradas.

Tras la derrota en la XXXII Super Bowl contra el equipo de Denver, la temporada de fútbol americano en Green Bay había sido dura. Como de un modo tan conmovedor le dijera Doris a Otto el último día de vida de aquel hombre infortunado: «No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl».

Los Packers no pasarían de ser un equipo comodín en la temporada de 1998, y perderían el primer partido de desempate con el equipo de San Francisco. «Otto creía que teníamos el número de la suerte», comentó Doris. Pero por entonces tenía un bebé del que ocuparse y era más filosófica acerca de los fracasos de Green Bay de lo que había sido cuando vivía Otto.

El bebé, un varón que pesó cuatro kilos y medio al nacer, tardó tanto en llegar que los médicos quisieron provocar el parto, pero la señora Clausen se negó en redondo. Era partidaria de dejar que la naturaleza siguiera su curso. Wallingford no pudo estar presente en el parto, y el bebé tenía casi un mes cuando Patrick pudo por fin ausentarse de Boston. No debería haber viajado el Día de Acción de Gracias, pues su vuelo sufrió retraso y llegó tarde a Green Bay. Aun así, llegó a tiempo de ver el cuarto periodo del partido entre los Vikings de Minnesota y los Cowboys de Dallas. (Doris observó que era un buen augurio, pues Otto había detestado a los Cowboys.) Debido tal vez a que la madre de Doris estaba con ella, para ayudarla a cuidar de Otto hijo, la señora Clausen se sintió lo bastante relajada para invitarle a casa.

Patrick se esforzó por olvidar los detalles de la casa, las numerosas fotos de Otto adulto, por ejemplo. No le sorprendió ver que Otto y Doris habían sido novios… Doris ya le había hablado de ello, pero las fotos de la boda eran más de lo que él podía soportar. No sólo se traslucía en aquellas imágenes el placer del momento, sino también la felicidad prevista, sus firmes expectativas del futuro compartido y del hijo que tendrían.

¿Y qué había en el lugar donde habían sido tomadas las fotos que llamaba tanto la atención de Wallingford? No era ni Appleton ni Green Bay. ¡Era la casa. del lago, claro! El viejo embarcadero, la desierta extensión de agua oscura, los pinos oscuros y perennes.

Había también una foto del piso en el cobertizo para botes, cuando lo estaban construyendo, y los bañadores mojados de Otto y Doris secándose al sol en el embarcadero. Sin duda el agua había lamido los botes que se mecían allá abajo, y, sobre todo después de una tormenta, el oleaje debía de haber roto en el embarcadero. Patrick lo había oído muchas veces.