Se tomó una o dos cervezas mientras miraba el encuentro, pero no lograba entender por qué aquello gustaba tanto a la gente. Para ser justo, era un mal partido. Los Broncos ganaron la Super Bowl como lo hicieran el año anterior, y sin duda sus hinchas estaban satisfechos, pero el encuentro no había sido reñido, ni siquiera competitivo. Para empezar, los Falcons de Atlanta estaban fuera de lugar en la Super Bowl. (Por lo menos ésa era la opinión de todas las personas con las que más adelante Wallingford hablaría en Green Bay)
No obstante, incluso mientras miraba distraídamente la Super Bowl, por primera vez Patrick podía imaginarse yendo a un partido de los Packers en el estadio Lambeau con Doris y el pequeño Otto. O tal vez sólo con el niño cuando fuese un poco mayor. La idea le había sorprendido, pero corría enero de 1999. En abril de ese año, cuando Wallingford viera a Matthew David Scott y su hijo en el encuentro de los Phillies, la misma idea ya no le sorprendería; había dispuesto de un par de meses mas para echar de menos a Otto hijo y a la madre del muchacho. Aunque fuese cierto que había perdido a la señora Clausen, Wallingford temía con razón que si ahora (a mediados del verano de 1999, cuando Otto hijo sólo contaba ocho meses de edad y ni siquiera gateaba) no hacía un esfuerzo por ver más al pequeño Otto, no habría ninguna base sobre la que edificar una relación cuando el chico fuese mayor.
La única persona en Nueva York a la que Wallingford confesó sus temores de que había perdido la oportunidad de ser padre fue Mary. ¡Difícilmente podría haber elegido una confidente peor! Cuando Patrick le dijo que anhelaba «ser más que un padre» para Otto Clausen hijo, Mary le recordó que podía embarazarla a ella cuando le viniera en gana y ser así padre de un niño que viviría en Nueva York.
– No tienes necesidad de ir a Green Bay, en Wisconsin, para ser padre, Pat -le dijo Mary.
Que hubiera pasado de ser una chica tan simpática al empeño en expresar el monocorde deseo de recibir la «simiente» de Wallingford no beneficiaba su reputación entre las demás mujeres de la sala de redacción, o así lo creía Patrick, que seguía pasando por alto el hecho de que los hombres habían influido mucho más en Mary. Había tenido problemas con los hombres o, por lo menos (era lo mismo), eso creía ella.
Wallingford nunca sabía si por las noches, cuando terminaba de presentar el noticiario y decía «Buenas noches, Doris, buenas noches, mi pequeño Otto», ellos le estaban viendo. La señora Clausen no le había llamado ni una sola vez para decirle que había visto el noticiario de la noche.
Era un viernes de julio de 1999, y una ola de calor azotaba Nueva York. La mayor parte de los fines de semana, Wallingford iba a Bridgehampton, donde había alquilado una casa. Con excepción de la piscina (desde que era manco Patrick jamás se bañaba en el mar), era como si estuviese en la ciudad. Veía a las mismas personas en las mismas fiestas, lo cual, por cierto, era lo que a Wallingford y a muchos otros neoyorquinos les gustaba de estar allí.
Aquel fin de semana, unos amigos le habían invitado al cabo Cod, desde donde irían en avioneta a Martha's Vineyard. Pero incluso antes de que notara los ligeros pinchazos en el lugar donde le habían amputado la mano (algunas de las punzadas parecían extenderse al espacio vacío donde estuvo la mano izquierda), telefoneó a sus amigos y canceló el viaje con alguna excusa tonta.
En aquellos momentos no sabía lo afortunado que había sido al no volar a Martha's Vineyard ese viernes por la noche. Entonces recordó que había prestado su casa de Bridgehampton a un grupo de mujeres de la redacción para que pasaran allí el fin de semana. Iban a celebrar una fiesta con motivo del próximo nacimiento de un bebé… o una orgía, imaginó cínicamente Patrick. Sintió la pasajera curiosidad de saber si Mary estaría allí. (Era el Patrick anterior al tan formal de ahora quien tenía esa curiosidad.) Pero no le preguntó a Mary si era una de las mujeres que usarían su casa de verano aquel fin de semana. De habérselo preguntado, ella habría sabido que estaba libre y se habría mostrado deseosa de cambiar sus planes.
Wallingford todavía subestimaba lo sensibles y vulnerables que eran las mujeres que han tenido serias dificultades para quedar en estado. No era probable que Mary hubiera preferido asistir a la fiesta que otra mujer organizaba para celebrar su embarazo.
Así pues, Patrick se encontraba en Nueva York un viernes a mediados de julio, sin planes para el fin de semana y sin ningún lugar adonde ir. Mientras le maquillaban para presentar el noticiario del viernes, pensó en llamar a la señora Clausen. Nunca se había invitado a sí mismo, siempre había esperado a que ella le invitara a Green Bay. No obstante, Doris y Patrick eran conscientes de que los intervalos entre sus invitaciones se habían prolongado. (La última vez que estuvo en Wisconsin, aún había nieve en el suelo.)
¿Y si Wallingford se limitaba a llamarla y le decía: «¡Hola! ¿Qué hacéis tú y el pequeño Otto este fin de semana? ¿Qué tal si yo fuese a Green Bay?». Y eso fue lo que hizo, sin pensarlo dos veces: telefoneó a Doris de repente.
Le respondió el contestador automático: «Hola. El pequeño Otto y yo nos vamos a pasar el fin de semana al norte. Allí no tenemos teléfono. Estaremos de vuelta el lunes».
Patrick no dejó ningún mensaje, pero sí un poco de maquillaje en el teléfono. Estaba tan distraído por la voz de la señora Clausen en el contestador, y todavía más por su imagen, a medias imaginada y a medias soñada, en la casita del lago, que sin pensarlo trató de limpiar el maquillaje que embadurnaba el auricular con la mano izquierda. Se sorprendió cuando el muñón estableció contacto con el aparato… ésa fue la primera punzada.
Cuando colgó, las sensaciones punzantes continuaron. Se miró el muñón, esperando ver hormigas u otros pequeños insectos moviéndose por el tejido cicatricial, pero allí no había nada. Sabía que no podía haber bichos bajo el tejido, pero los notó continuamente mientras presentaba el noticiario.
Más tarde Mary observaría que su saludo habitual a Doris y al pequeño Otto, normalmente alegre, le había parecido un tanto apático, pero Wallingford sabía que no podían estar viéndole, pues la señora Clausen le había dicho que la casita del lago carecía de electricidad. (En general, era reacia a hablar de ese lugar del norte, y si hablaba lo hacía con timidez y en voz tan baja que no era fácil oírla bien.)
Las sensaciones hormigueantes prosiguieron mientras desmaquillaban a Patrick. Como pensaba en algo que le había dicho el doctor Zajac, apenas era consciente de que la maquilladora habitual estaba de vacaciones. Suponía que se había encaprichado de él, pero aún no le había tentado. Se dijo que la manera en que aquella chica mascaba chicle era lo que echaba en falta. Sólo ahora, cuando estaba ausente, la imaginó por un instante de una nueva manera, desnuda. Pero las punzadas sobrenaturales en la mano invisible seguían distrayéndole, así como el recuerdo del brusco consejo que le diera Zajac: «No haga el tonto si cree que me necesita». Así pues, Patrick no hizo el tonto y telefoneó al domicilio de Zajac, aunque suponía que el cirujano especializado en las manos más afamado de Boston pasaría los fines de semana del verano fuera de la ciudad.
Lo cierto era que aquel verano el doctor Zajac había alquilado una casa en Maine, pero sólo durante el mes de agosto, cuando tuviera la custodia de Rudy. Medea, a la que ahora llamaban con más frecuencia Colega, se comía montones de almejas y mejillones, con concha y todo, pero la perra parecía haber superado el gusto por sus propias heces, y ahora Rudy y Zajac jugaban al Iacrosse con una pelota. El chico incluso había asistido a un centro donde enseñaban a jugar al lacrosse durante la primera semana de julio. Rudy estaba con Zajac, pasando el fin de semana en Cambridge, cuando telefoneó Wallingford.
Irma se puso al aparato.
– Sí, ¿quién es? -preguntó.
Wallingford contempló la remota posibilidad de que el doctor Zajac tuviera una revoltosa hija adolescente. Sólo sabía que Zajac tenía un hijo pequeño, de seis o siete años… como el hijo de Matthew David Scott. Patrick siempre veía en su mente al chiquillo desconocido con jersey de béisbol, las manos alzadas como las de su padre, ambos celebrando aquel lanzamiento victorioso en Filadelfia. (Algún periodista lo había llamado «lanzamiento victorioso».)
– ¿Sí? -repitió Irma. ¿Era una canguro del hijito de Zajac, malhumorada y sexualmente obsesionada? Tal vez era la empleada doméstica, pero su voz era demasiado áspera para ser una empleada del doctor Zajac.
– ¿Está el doctor Zajac? -le preguntó Wallingford.
– Soy la señora Zajac -respondió Irma-. ¿Quién es usted?
– Patrick Wallingford. El doctor Zajac me operó…
– ¡Nicky! -le oyó Patrick gritar, aunque Irma había cubierto parcialmente el micrófono con la mano-. ¡Es el hombre del león!
Wallingford pudo identificar en parte el ruido de fondo: casi con toda seguridad un niño, sin ninguna duda un perro y el inequívoco ruido sordo de una pelota. Oyó el sonido de una silla arrastrada por el suelo y el de las garras de un perro que caminaba por un suelo de madera. Debían de estar practicando alguna clase de juego. ¿Trataban de lanzar la pelota lejos del perro? Cuando por fin Zajac se puso al aparato, estaba sin aliento.
Tras describirle los síntomas, Wallingford añadió esperanzado:
– Es posible que sólo se deba al tiempo.
– ¿El tiempo? -inquirió Zajac.
– Ya sabe… la ola de calor -le explicó Patrick.
– ¿No está bajo techo la mayor parte del día? -quiso saber Zajac-. ¿Es que no hay aire acondicionado en Nueva York?
– No siempre es dolor -siguió diciéndole Wallingford-. A veces la sensación es como el comienzo de algo que no va a ninguna parte. Quiero decir que parece como si la punzada o el picor fuesen a desembocar en el dolor, pero no es así, y cesa tan bruscamente como ha empezado, como algo interrumpido… algo eléctrico.