– Es para el mejor sueño que tendrá jamás, pero también para el dolor -añadió el doctor Chothia-. No tome nunca dos. Ustedes, los americanos, siempre se toman las píldoras a pares. No lo haga con ésta.
– ¿Cómo se llama? -inquirió Wallingford con suspicacia-. Supongo que tiene un nombre.
– Después de que se tome una, no recordará cómo se llama -replicó jovialmente el doctor Chothia-. Y no oirá su nombre en Estados Unidos… ¡la FDA [1] jamás la aprobará!
– ¿Por qué? -le preguntó Wallingford. Aún no había tomado la primera cápsula.
– ¡Vamos, tómesela! -le instó el parsi-. Ya lo verá. No hay nada mejor.
– Antes de tomarla, quiero saber por qué la FDA no la aprobará.
– ¡Porque es demasiado divertida! -exclamó el doctor Chothia-. A sus chicos de la FDA no les gusta la diversión. ¡Vamos, hombre, tómesela antes de que le estropee la diversión dándole otro medicamento!
¿Le había hecho dormir aquella píldora? ¿Era realmente sueño lo que le sobrevino? Sin duda tenía la conciencia demasiado estimulada para dormir. Pero ¿cómo podía él haber sabido que se hallaba en un estado de presciencia? ¿Cómo puede nadie identificar un sueño del futuro?
Wallingford flotaba por encima de un lago pequeño y oscuro. Tenía que haber una u otra clase de avión, o de lo contrario Wallingford no podría estar allí, pero en el sueño nunca veía ni oía el aparato. Sencillamente descendía, acercándose más al pequeño lago, rodeado de árboles verde oscuro, abetos y pinos, muchos pinos blancos.
Apenas había afloramientos rocosos. Aquello no se parecía a Maine, donde Wallingford había ido de colonias veraniegas en su infancia. Los padres de Patrick alquilaron cierta vez una casa de campo en la Georgian Bay del lago Hurón. Pero el lago del sueño era un lugar donde nunca había estado.
Aquí y allá un embarcadero se internaba en el agua, y en ocasiones había una pequeña barca amarrada al muelle. Wallingford vio también un cobertizo para botes, pero la sensación del embarcadero contra su espalda desnuda, la aspereza de las tablas a través de una toalla, fue la primera sensación física en el sueño. Como sucedía con el avión, Patrick no podía ver la toalla; sólo notaba algo entre su piel y el embarcadero.
El sol acababa de ponerse. Wallingford no había visto la puesta, pero percibía que el calor del sol seguía caldeando el embarcadero. Salvo la visión casi perfecta del lago oscuro y los árboles más oscuros todavía, el sueño era todo sensación.
También notaba el agua, pero nunca como si estuviera sumergido. Por el contrario, tenía la sensación de que acababa de salir del agua. Se estaba secando en el embarcadero, pero aún notaba el frío de la humedad
Entonces una voz femenina, como ninguna otra voz femenina que Wallingford hubiera oído jamás, como la voz más sensual del mundo, le dijo:
– Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?
A partir de ese momento, en el sueño, Patrick fue consciente de su erección, y oyó una voz que se parecía mucho a la suya y que decía: «Sí»… El también quería quitarse el bañador mojado.
Oía, además, el leve sonido del agua que lamía el embarcadero y goteaba desde los bañadores mojados entre las tablas, regresando al lago.
Ahora él y la mujer estaban desnudos. Al principio, la piel de la mujer estaba mojada y fría, y luego cálida contra la piel de Patrick; notaba la ardiente respiración de ella contra su garganta, y olía su cabello húmedo. Olía también la tersa piel de los hombros tostada por el sol, y había algo que sabía al lago en la lengua de Patrick, que recorría el contorno de la oreja femenina.
Por supuesto, Wallingford la había penetrado, y el acto sexual se prolongaba interminable sobre el embarcadero en el lago encantador y oscuro. Y cuando despertó, al cabo de ocho horas, descubrió que había tenido una polución nocturna, y sin embargo seguía con la mayor erección que había experimentado jamás.
El dolor de la mano perdida había desaparecido. Volvería a sentirlo unas diez horas después de que hubiera tomado la primera cápsula azul cobalto. Las dos horas que Patrick tuvo que esperar antes de que pudiera tomar una segunda cápsula fueron una eternidad para él. En ese desdichado intervalo, lo único que pudo hacer fue hablar con el doctor Chothia acerca de la píldora.
– ¿Qué contiene? -preguntó Wallingford al alegre parsi.
– Lo idearon como un remedio contra la impotencia -le dijo el doctor Chothia-, pero no surtió efecto.
– Funciona perfectamente -arguyó Wallingford.
– Bueno…, parece ser que no sirve para la impotencia -insistió el parsi-. Para el dolor, sí… pero eso ha sido un descubrimiento accidental. Por favor, señor Wallingford, recuerde lo que le he dicho. No tome nunca dos.
– Me gustaría tomar tres o cuatro -replicó Patrick, pero sobre este particular el parsi no mostraba su talante risueño.
– No, créame, no le gustaría en absoluto -le advirtió el doctor Chothia.
Wallingford sólo tomó una cápsula cada vez, y dejó también los intervalos apropiados de doce horas entre una toma y otra. De esta manera ingirió otros dos analgésicos azul cobalto mientras seguía en la India, y el doctor Chothia le dio uno más para que lo tomara en el avión. Patrick señaló al parsi que el viaje de regreso a Nueva York duraría más de doce horas, pero el doctor no le dio nada más fuerte que Tylenol con codeína para cuando se disiparan los efectos de la última píldora provocadora de polución nocturna.
Wallingford tuvo el mismo sueño cuatro veces, la última durante el vuelo desde Frankfurt a Nueva York. Había tomado el Tylenol con codeína en la primera parte del largo viaje, desde Bombay a Frankfurt, porque, a pesar del dolor, quería guardar lo mejor para el final.
La azafata guiñó un ojo a Wallingford cuando le despertó del sueño inducido por la cápsula azul, poco antes de que el avión aterrizara en Nueva York.
– Si era dolor lo que sentía, me gustaría sentirlo con usted -le susurró-. ¡Nadie me ha dicho «sí» tantas veces!
Aunque le dio a Patrick su número de teléfono, él no la llamó. Durante cinco años, el acto sexual verdadero no sería tan grato para Wallingford como el acto del sueño procurado por la cápsula azul. Y tardaría más tiempo en comprender que la cápsula azul cobalto que le había dado el doctor Chothia era algo más que un analgésico y un estimulante sexual. Más importante todavía era su efecto como píldora inductora de la presciencia.
No obstante, el principal beneficio de la píldora era que le evitaba soñar más de una vez al mes en la expresión de los ojos del león cuando la fiera se apoderó de su mano, la enorme y arrugada frente del león, las cejas atezadas y arqueadas, las moscas que zumbaban en su melena, el hocico rectangular y salpicado de sangre del felino, con los rasguños causados por los zarpazos de sus compañeros. Estos detalles no estaban tan profundamente grabados en la memoria de Wallingford, en la materia de sus sueños, como los ojos pardo amarillentos del león, en los que reconocía una especie de vacua tristeza. Jamás olvidaría aquellos ojos, su desapasionado escrutinio del rostro de Patrick, su objetividad, se diría que científica.
Al margen de lo que Wallingford recordara o soñara, lo que recordarían e incluso soñarían los telespectadores de la cadena apropiadamente denominada Desastre Internacional eran las imágenes del episodio, aquellos segundos en los que el león devoraba la mano y durante los que uno sentía que se le paralizaba el corazón.
El Canal de las Calamidades, al que se ridiculizaba habitualmente por su tendencia a ocuparse de muertes excéntricas y accidentes estúpidos, había creado uno de tales accidentes mientras informaba precisamente de una de tales muertes, con lo cual aumentó su reputación de una manera sin precedentes. ¡Y esta vez el desastre le había ocurrido a un periodista! (No se crea que eso no formaba parte de la popularidad que había alcanzado la amputación en menos de treinta segundos.)
En general, los adultos se identificaban con la mano, ya que no con el desdichado reportero. Los niños tendían a simpatizar con el león. Por supuesto, se hicieron las oportunas advertencias con respecto a la población infantil. Al fin y al cabo, aulas enteras de parvulario se habían alborotado. Los alumnos de básica, que por fin aprendían a leer con fluidez y comprensión, retornaron a un estado mental prealfabetizado, estrictamente visual.
Los padres que entonces tenían hijos en la escuela elemental siempre recordarán los mensajes que les enviaron a casa, mensajes como: «Recomendamos encarecidamente que no permitan a sus hijos ver la televisión hasta que esa noticia del hombre atacado por un león deje de emitirse».
La ex directora de tesis de Patrick viajaba con su hija menor cuando el accidente que dejó manco a su ex amante se televisó por primera vez.
La hija se las había ingeniado para quedar embarazada en su último año en el pensionado. Aunque no podía decirse que eso fuese una hazaña original, de todos modos resultaba inesperado en una escuela exclusivamente femenina. El aborto consiguiente de la hija la había traumatizado, y obtuvo un permiso de ausencia temporal de la escuela. La afligida muchacha, cuyo nada encantador novio la abandonó antes de que ella supiera que estaba embarazada, tendría que repetir el último curso.
También su madre estaba pasando una mala época. Aún era treintañera cuando sedujo a Wallingford, diez años menor que ella pero el más guapo de sus estudiantes graduados. Ahora, cercana a la cincuentena, tramitaba su segundo divorcio, cuyo arbitraje se había vuelto más difícil a causa de la inoportuna revelación de que recientemente se había acostado con otro de sus estudiantes… y, por primera vez, con uno que ni siquiera se había graduado.