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En el pasillo, frente a la puerta del baño, había una serie de fotografías que formaban una cruz: el santuario de un joven Clausen al que declararon desaparecido en combate en Vietnam. En el mismo baño había otro santuario, éste dedicado a los días de gloria de los Packers de Green Bay, una santificada colección de viejas fotos de revista que representaban a «los invencibles».

A Wallingford le resultó muy difícil identificar a aquellos héroes, pues las páginas arrancadas de revistas estaban arrugadas, tenían manchas de humedad y sus pies apenas eran legibles. Con no poco esfuerzo, Wallingford leyó: VESTUARIO DE MILWAUKEE, TRAS REMACHAR EL SEGUNDO CAMPEONATO DE LA DIVISIÓN OESTE, DICIEMBRE DE 1961. Allí estaban Bart Starr, Paul Hornung y el entrenador Lombardi, éste con una botella de Pepsi en la mano. A Jim Taylor le sangraba una herida que tenía en el puente de la nariz. Wallingford no los reconoció, pero podía identificarse con Taylor, a quien le faltaban varios dientes delanteros.

¿Quiénes eran Jerry Kramer y Fuzzy Thurston, y qué era el «barrido de los Packers»? ¿Quién era aquel tipo cubierto de barro? (Era Forrest Gregg.) O Ray Nitschke, calvo, cubierto de barro, aturdido y sangrando, sentado en el banquillo durante un partido en San Francisco, con el casco en las manos como si fuese una piedra. ¿Quiénes eran aquellas personas, o más bien, quiénes habían sido? Tal era el interrogante que se formulaba Wallingford.

Allí estaba aquella famosa foto de los hinchas en la Ice Bowl… estadio Lambeau, el 31 de diciembre de 1967. Vestían como si estuvieran en el polo, y el vaho de sus respiraciones les difuminaba las caras. Entre ellos debía de haber algunos miembros de la familia Clausen.

Wallingford nunca sabría lo que significaba aquel montón de cuerpos, ni cómo los Cowboys de Dallas debían de haberse sentido al ver a Bart Starr tendido en la End Zone del campo; ni siquiera sus compañeros de equipo de Green Bay habían sabido que Starr iba a improvisar una salida furtiva de defensa desde la línea de una yarda. Cuando los jugadores estaban agrupados, como sabían todos los Clausen, el defensa gritó: «¡A la derecha, Brown! ¡Cuña treinta y uno!». El resultado figuraba en los anales del deporte… sólo que Wallingford no sabía nada de esa clase de anales.

Patrick era consciente de lo poco que sabía del mundo de la señora Clausen, y eso le daba que pensar.

Estaban también las fotos personales, pero en absoluto nítidas, que requerían una interpretación si quien las miraba era ajeno a la familia. Doris intentó explicárselas. Aquella voluminosa roca en la estela que dejaba la popa de la motora… era un oso negro, al que un verano sorprendieron nadando en el lago. Aquella forma borrosa, como una vieja foto de una vaca que pastaba fuera de lugar entre los árboles de hoja perenne, era un alce que se dirigía al pantano, y que, según la señora Clausen, estaba a menos de cuatrocientos metros de allí. Y así sucesivamente… los enfrentamientos con la naturaleza y los delitos contra ella, las victorias locales y las ocasiones especiales, los Packers de Green Bay y los nacimientos en la familia, los perros y las bodas.

Wallingford examinó, con la mayor rapidez posible, la fotografía de Otto padre y de la señora Clausen el día de su boda. Estaban cortando el pastel, y la fuerte mano izquierda de Otto cubría la mano más pequeña de Doris, con la que sujetaba el cuchillo. Patrick sintió una punzada de nostalgia al ver la familiar mano de Otto, aunque la veía por primera vez con la alianza matrimonial. Se preguntó qué habría hecho la señora Clausen con el anillo de Otto. ¿Y con el suyo?

Delante de los invitados que rodeaban a la pareja había un niño de nueve o diez años con un plato y un tenedor en las manos. Puesto que vestía de gala, como los demás asistentes a la boda, Patrick supuso que había sido el portador de los anillos. No lo reconoció, pero, puesto que el chico sería ahora un hombre, era posible que lo hubiera visto. (Con toda probabilidad, dada la cara redonda y la expresión resuelta del muchacho, era un miembro de la familia Clausen.)

La dama de honor estaba al lado del chico, mordiéndose el labio inferior; era una joven bonita que parecía aturdirse con facilidad, una muchacha que cedía con frecuencia a los caprichos. ¿Como Angie, tal vez?

Le bastó un vistazo para saber que no la conocía, pero también que era la clase de chica con la que estaba familiarizado. No era tan atractiva como Angie. En el pasado, la dama de honor podría haber sido la mejor amiga de Doris. Pero también era posible que la elección de aquella muchacha hubiera sido política, y probablemente la joven de aspecto descarriado era la hermana menor del difunto Otto Clausen. Y tanto si ella y Doris habían sido amigas como si no, Patrick dudaba de que todavía lo fuesen.

En cuanto Wallingford vio las dos habitaciones terminadas sobre el cobertizo para los botes, supo a qué atenerse. Doris había instalado la cuna portátil en la habitación con las dos camas gemelas, una de las cuales utilizaba ya como improvisada mesa para cambiar al niño: allí estaban colocados los pañales y las prendas de vestir del pequeño Otto. La señora Clausen le dijo a Patrick que ella dormiría en la otra cama gemela, de modo que Wallingford podía disponer de la segunda habitación, donde podía verse una cama de matrimonio que, en aquel cuarto tan estrecho, parecía mayor de lo que era.

Mientras deshacía el equipaje, Patrick observó que el lado izquierdo de la cama tocaba la pared, y pensó que ése debía de haber sido el lado de Otto. Dada la estrechez de la habitación, sólo se podía acceder a la cama por el lado de Doris, e incluso así el espacio era mínimo. Tal vez Otto subía por los pies de la cama. Las paredes del cuarto eran de la misma madera de pino sin desbastar que el interior de la cabaña principal, aunque el color de las tablas era más claro, casi rubio, con excepción de un gran rectángulo cerca de la puerta donde quizás había colgado un cuadro o un espejo. La luz del sol había descolorado casi todas las paredes restantes. ¿Qué había descolgado de allí la señora Clausen?

En la pared del lado de la cama que debió de ser el de Otto, había varias fotos, clavadas con chinchetas, que mostraban las diversas fases de restauración de las habitaciones sobre el cobertizo. Allí aparecía Otto sin camisa, bronceado y musculoso. (El cinturón de carpintero le recordó a Patrick el cinto de herramientas que le robaron a la técnico de sonido Monika con ka en el circo de Junagadh.) Había también una foto de Doris en bañador de una pieza, de color violáceo y corte pudoroso. Cruzaba los brazos sobre el pecho, lo cual entristeció a Wallingford, pues le habría gustado verle más los senos.

En la fotografía, la señora Clausen estaba de pie en el embarcadero, observando a Otto mientras éste trabajaba con una sierra. Puesto que en la casa junto al lago no había corriente eléctrica, el generador alimentado con gasolina que estaba en el embarcadero debía de haberla proporcionado. El charco oscuro a los pies de Doris indicaba que su bañador estaba mojado. Era muy posible que se cruzara de brazos sobre el pecho porque tenía frío.

Cuando Wallingford cerró la puerta del dormitorio para ponerse el bañador, aquel mismo traje de baño violáceo de una sola pieza colgaba de un clavo detrás de la puerta, y no pudo resistir la tentación de tocarlo. Aquella prenda había pasado mucho tiempo en el agua y bajo el sol. Era dudoso que tuviera rastros del aroma de Doris, aunque Wallingford se lo llevó a la cara e imaginó que podía olerlo.

En realidad, el bañador olía más a lycra, al lago y a la madera del cobertizo para los botes; pero Patrick lo aferró con tanta fuerza como habría abrazado a la señora Clausen, si ella hubiera estado mojada y temblando de frío, y los dos se hubieran quitado los trajes de baño.

Era patético de veras actuar así con un bañador femenino de una sola pieza, una prenda práctica, algunos dirían que anticuada, totalmente cerrado por delante y con los tirantes cruzados a la espalda. El sujetador incorporado, de copas flexibles, era muy práctico para una mujer como Doris Clausen, de grandes senos pero estrecha de pecho.

Wallingford colgó de nuevo el bañador violáceo del clavo detrás de la puerta del dormitorio; lo colgó, como lo habría hecho ella, de los tirantes. A su lado, colgada también de un clavo, estaba la única prenda de vestir de la señora Clausen en el dormitorio: un albornoz de toalla que en otro tiempo fue blanco y ahora estaba un tanto sucio. No dejaba de ser embarazoso que aquella prenda tan poco excitante le excitara.

Con el mayor sigilo posible, abrió los cajones de la cómoda, en busca de la ropa interior de Doris, pero en el cajón inferior no había más que sábanas, fundas de almohadas y una manta de repuesto; el del medio estaba lleno de toallas y el superior produjo al abrirlo un ruido de matraca: contenía velas, pilas de linterna, varias cajas de cerillas de madera, una linterna y una caja de tachuelas.

En las tablas de pino sin desbastar, junto al lado de la cama correspondiente a la señora Clausen, Patrick observó los pequeños orificios dejados por las tachuelas. En otro tiempo había clavado allí fotografías, una docena por lo menos. Wallingford sólo podía conjeturar de qué o de quién eran. El motivo por el que Doris, al parecer, había quitado las fotos era otra incógnita.