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Llamaron a la puerta del dormitorio cuando Patrick estaba atándose los cordones del bañador, cosa que había aprendido a hacer tiempo atrás con la mano derecha y los dientes. La señora Clausen quería su bañador y el albornoz. Le dijo a Wallingford en qué cajón estaban las toallas, desconocedora de que él ya lo sabía, y le pidió que llevara tres toallas al embarcadero.

Cuando ella se hubo cambiado, se encontraron en el estrecho pasillo y bajaron las empinadas escaleras hasta la planta baja del cobertizo para botes. La caja de la escalera estaba abierta, lo cual sería peligroso el próximo verano para el pequeño Otto. El marido de Doris había tenido la intención de cerrarla, pero, como comentó a Patrick la señora Clausen, «no encontró oportunidad de hacerlo».

Había una pasarela y un largo y estrecho embarcadero, a cuyos lados estaban amarrados los dos botes del cobertizo, la motora familiar y un fueraborda más pequeño. En el extremo abierto del cobertizo, una escala llegaba al agua desde la línea divisoria del embarcadero. ¿Quién querría entrar o salir del lago desde el interior del cobertizo? Pero Patrick no mencionó la escala porque la señora Clausen ya estaba preparando las cosas del bebé en la parte del embarcadero al aire libre. Doris había tendido un cobertor del tamaño de una manta campestre, sobre el que se extendían varios juguetes. El niño no gateaba tan activamente como Wallingford había esperado. El pequeño Otto permanecía sentado, hasta que parecía olvidarse de dónde estaba, y entonces caía hacia un lado. A los siete meses, podía mantenerse de pie, siempre que hubiera una mesita baja o algún otro objeto macizo del que agarrarse. Pero a menudo se olvidaba de que estaba erguido, y de repente se sentaba o caía de costado. Cuando gateaba, lo hacía casi siempre hacia atrás, pues tenía más facilidad para retroceder que para avanzar. Si estaba rodeado de algunos objetos interesantes para manosearlos y contemplarlos, permanecía sentado en un lugar la mar de contento, aunque, según Doris, no por mucho tiempo. «Dentro de pocas semanas no podremos sentarnos en el embarcadero con él. No parará de moverse a gatas.»

De momento, debido a la intensidad del sol, el niño llevaba una camisa de manga larga, pantalones largos, gorro y hasta gafas de sol, que no se quitaba con tanta frecuencia como Patrick habría predicho. «Puedes bañarte mientras le vigilo -le dijo la señora Clausen a Wallingford-. Luego me sustituyes para que me bañe yo.»

A Patrick le impresionó la cantidad de objetos infantiles que la señora Clausen había llevado para el fin de semana, así como la calma y la facilidad con que Doris parecía haberse adaptado al papel de madre. O tal vez era ése el efecto de la maternidad en las mujeres que habían deseado con tanto afán tener un hijo como le sucedió a la señora Clausen. Wallingford no lo sabía a ciencia cierta.

El agua del lago estaba fría, pero uno no tardaba en acostumbrarse. Más allá del extremo del embarcadero, el agua era de color azul grisáceo; cerca de la orilla tenía una tonalidad verdosa, debido al reflejo de los abetos y los pinos blancos. El fondo era más arenoso, con menos barro de lo que Patrick había previsto, y había una pequeña playa de áspera arena, sembrada de piedras, donde Wallingford llevó al pequeño Otto para bañarlo en el lago. Al principio al niño le sorprendió la frialdad del agua, pero no lloró en ningún momento y dejó que Wallingford vadeara con él en brazos mientras la señora Clausen les hacía una foto. (Parecía serla fotógrafa experta de la familia.)

Los adultos, término que Patrick empezó a utilizar para referirse a él y Doris, se turnaron para bañarse junto al embarcadero. La señora Clausen era buena nadadora, Wallingford le explicó que, dada la falta de una mano, se sentía más cómodo flotando o pedaleando en el agua. Juntos secaron al pequeño, y Doris le permitió vestirlo… su primer intento. Ella tuvo que mostrarle cómo se ponía el pañal.

La señora Clausen se quitó hábilmente el bañador debajo del albornoz. Wallingford, a causa de su manquedad, no fue tan diestro al quitarse el bañador mientras estaba envuelto en una toalla. Finalmente Doris se echó a reír y le dijo que miraría a otro lado mientras él se desnudaba al aire libre. (No le habló del mirón con un telescopio que estaba en la otra orilla del lago… todavía no.)

Juntos llevaron al bebé y su equipo a la cabaña principal. Había ya una sillita alta en su lugar, y Wallingford, todavía envuelto en la toalla, se tomó una cerveza mientras la señora Clausen daba de comer al niño. Ella le dijo que debían alimentar al pequeño, cenar ellos mismos y terminar todo lo que debían hacer en la cabaña principal antes de que oscureciera, porque en cuanto desapareciese la luz llegarían los mosquitos. Para entonces deberían hallarse en el piso situado en el cobertizo de los botes.

En el piso no había baño. Doris recordó a Wallingford que debía usar el lavabo de la cabaña principal y cepillarse los dientes en la pila del baño que había allí. Si tenía que levantarse para orinar en plena noche, podía hacerlo en el exterior, rápidamente, ayudándose con una linterna. «Pero has de estar de vuelta antes de que los mosquitos te descubran», le advirtió.

Con la cámara de Doris, Patrick hizo una foto de ella y el pequeño Otto en la terraza de la cabaña principal.

Los adultos prepararon carne a la barbacoa, con guarnición de guisantes y arroz. La señora Clausen había traído dos botellas de vino tinto, pero sólo se bebieron una. Mientras Doris fregaba los platos, Patrick fue con la cámara al embarcadero e hizo dos fotos de sus bañadores tendidos uno al lado del otro.

Ella cenó enfundada en su viejo albornoz y él sin más que la toalla de baño alrededor de la cintura. Él tuvo la sensación de hallarse en el apogeo de la intimidad y la tranquilidad doméstica. Jamás había vivido así con ninguna mujer.

Patrick sacó otra cerveza de la nevera y se encaminaron al cobertizo. Mientras recorrían el sendero cubierto de pinaza, observaron que el viento del oeste había dejado de soplar y las aguas del lago estaban completamente inmóviles. El sol poniente iluminaba todavía las copas de los árboles en la orilla oriental. En la noche sin viento los mosquitos no habían esperado a que oscureciera y ya estaban en acción. Patrick y Doris sacudían las manos para ahuyentarlos mientras se dirigían con el pequeño Otto y sus cosas al piso del cobertizo.

Wallingford contempló la invasión de la oscuridad desde la ventana del dormitorio, mientras escuchaba a la señora Clausen en la habitación contigua. Estaba acostando al pequeño Otto y le cantaba una nana. Con las ventanas del dormitorio abiertas, Patrick podía oír el zumbido de los mosquitos contra la mosquitera. Sólo había otros dos sonidos, el de los somorgujos y el de un fueraborda en el lago, cuyo motor mezclaba su ruido con el de unas voces. Tal vez eran pescadores que regresaban a casa, tal vez adolescentes. Entonces el fueraborda atracó a lo lejos y la señora Clausen dejó de canturrearle a Otto. La habitación contigua permanecía en silencio. Ahora no había más ruidos que los gritos de los somorgujos y, de vez en cuando, el parpar de un pato, aparte del zumbido de los mosquitos.

Wallingford experimentaba una sensación de aislamiento nueva para él, y aún no era noche cerrada. Todavía envuelto en la toalla, yacía sobre la cama, dejando que la habitación se fuese oscureciendo. Intentaba imaginar las fotografías que Doris clavó cierta vez en la pared, en su lado de la cama.

Estaba completamente dormido cuando entró la señora Clausen y le despertó con la linterna. Vestida con el viejo albornoz blanco, permaneció al pie de la cama como un fantasma, dirigiendo hacia sí misma la luz de la linterna. La encendía y apagaba una y otra vez, como si intentara convencerle de lo oscuro que estaba, a pesar de que había luna llena.

– Ven -le susurró-. Vamos a nadar. No necesitamos bañador para nadar de noche. Tráete sólo la toalla.

Doris salió al pasillo y le precedió escaleras abajo, tomándole de la mano y dirigiendo el haz luminoso de la linterna a sus pies descalzos. Con el muñón, él hizo un torpe esfuerzo por mantener la toalla alrededor de su cintura. El cobertizo de los botes estaba muy oscuro. Doris le llevó por la pasarela y salieron al estrecho embarcadero con las embarcaciones amarradas a cada lado. Dirigió el haz de la linterna al frente, iluminando la escala en el extremo del embarcadero.

Así pues, la escala era para bañarse por la noche. La señora Clausen le invitaba a participar en un ritual que ella había llevado a cabo con su difunto marido. Su avance cuidadoso, uno detrás del otro, por el estrecho y oscuro embarcadero parecía un tránsito sagrado.

A la luz de la linterna vieron una gran araña que se movía con rapidez a lo largo de un cabo de amarre. El arácnido sobresaltó a Wallingford, pero no a la señora Clausen. «No es más que una araña -le dijo-, y me gustan. Son tan laboriosas…»

De modo que le gusta la laboriosidad y las arañas, se dijo Patrick, y pensó que debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little. Tal vez ni siquiera debería mencionar a Doris que se había traído ese estúpido cuento, y no digamos su intención de leérselo primero a ella y luego al pequeño Otto.

En lo alto de la escala, la señora Clausen se quitó el albornoz. Era evidente que tenía cierta práctica en colocar la linterna sobre el albornoz de modo que el haz iluminase el lago. La luz serviría de faro para su regreso.

Wallingford se quitó la toalla y permaneció desnudo a su lado. Ella no le dio tiempo a pensar en tocarla; bajó con rapidez la escala y penetró en el lago, casi sin hacer ruido. Él la siguió hasta el agua, pero no con tanta elegancia ni en silencio como ella. (Bajar una escala con una sola mano no es tan fácil.) Lo único que Patrick podía hacer era asir la barandilla con el brazo izquierdo doblado; la mano y el brazo derechos hacían la mayor parte del trabajo.