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Nadaron muy juntos. La señora Clausen procuraba no alejarse demasiado de él, pedaleaba en el agua o flotaba inmóvil hasta que él llegaba a su lado. Rebasaron el extremo del embarcadero, donde veían el oscuro contorno de la cabaña principal a oscuras y las construcciones más pequeñas. Los rudimentarios edificios parecían una colonia abandonada en territorio virgen. En la otra orilla del lago iluminado por la luna, las demás casas veraniegas también estaban a oscuras. Sus habitantes se acostaban temprano y se levantaban con el sol.

Además de la linterna que iluminaba el lago desde la parte del embarcadero que estaba en el cobertizo para los botes, había otra luz visible, en el dormitorio del pequeño Otto. Doris había dejado encendida la lámpara de gas, por si el niño se despertaba, pues no quería que la oscuridad lo asustara. Estaba segura de que, con las ventanas abiertas, oiría al pequeño si se despertaba y se echaba a llorar. La señora Clausen le explicó que de noche el sonido se transmite con mucha nitidez sobre el agua.

Ella podía hablar fácilmente mientras nadaban, y ni una sola vez pareció faltarle el aliento. Hablaba sin cesar, se lo explicaba todo, y le dijo a Patrick que, cuando vivía su marido, nunca habían podido bañarse de noche zambulléndose desde el embarcadero, donde sus familiares, que ocupaban las demás cabañas, podrían oírles, pero que, al penetrar en el lago desde el interior del cobertizo, se internaban en el agua sin que los detectaran.

Wallingford tenía la sensación de oír a los fantasmas de los Clausen, ruidosos y amantes de la diversión, haciendo continuos viajes a la nevera de la cerveza, el chirrido de una puerta de tela metálica al abrirse y alguien que gritaba: «¡No dejéis entrar a los mosquitos!». O una voz femenina: «¡Ese perro está completamente mojado!». Y la de un niño: «Lo ha hecho tío Donny».

Uno de los perros se acercaría a la orilla y ladraría estúpidamente a la pareja que nadaba desnuda e inadvertida… excepto por el perro. «¡Que alguien le pegue un tiro a ese maldito perro!», gritaría una voz airada. Y entonces otro diría: «A lo mejor es una nutria o un visón». Una tercera persona, al cerrar o abrir la puerta de la nevera, comentaría: «No, sólo es ese perro idiota. Ese chucho ladra a cualquier cosa, o a nada en particular».

Wallingford no estaba seguro de si realmente nadaba desnudo con Doris Clausen o de si ella revivía, como en un sueño, los baños nocturnos con su marido. A pesar de la inevitable melancolía de la situación, a Patrick le encantaba estar allí con ella. Cuando los mosquitos dieron con ellos, tuvieron que alejarse un corto trecho nadando por debajo del agua, pero la señora Clausen quiso volver al cobertizo de los botes. Si nadaban bajo el agua, aunque fuese brevemente, no oirían al pequeño si lloraba ni verían si oscilaba la llama de la lámpara de gas.

Al norte, en el cielo nocturno, brillaban las estrellas y la luna. Oyeron el grito de un somorgujo, y otra de esas aves se zambulló cerca de ellos. Por un instante, los bañistas creyeron haber oído retazos de una canción. Tal vez alguien de una de las casas a oscuras en la otra orilla tenía la radio puesta, pero a ellos no les parecía que fuese una radio.

Ambos evocaron al mismo tiempo la canción, con la que estaban familiarizados. Era una canción popular, en la que alguien echaba de menos a un ser querido, y era evidente que la señora Clausen añoraba a su difunto marido. En cuanto a Patrick, Patrick echaba en falta el contacto íntimo que tuvo con ella, aunque en realidad sólo habían estado realmente juntos en su imaginación.

Ella subió primero la escala. Mientras lo hacía, él permaneció en el agua, pedaleando y contemplando su silueta, pues el haz luminoso de la linterna estaba a espaldas de Doris. Esta se apresuró a ponerse el albornoz mientras él subía con dificultad la escala. Doris iluminó el embarcadero para que él localizara la toalla y, mientras la recogía y se la ataba a la cintura, ella aguardó con la luz de la linterna dirigida a sus pies. Entonces le asió la única mano y él volvió a seguirla.

Echaron un vistazo al pequeño Otto, que estaba dormido. La reacción de la mujer le tomó desprevenido; no sabía que, para algunas madres, contemplar a su hijo dormido es como ver una película. Cuando la señora Clausen se sentó en una de las camas gemelas, mirando al pequeño, Patrick tomó asiento a su lado. Tuvo que hacerlo, pues ella no le soltaba la mano. Era como si el niño fuese un drama en desarrollo.

– La hora del cuento -susurró Doris, en un tono de voz que Wallingford no le había oído nunca hasta entonces, como si estuviera avergonzada.

Le apretó un poco la única mano, por si estaba confundido y la interpretaba mal. El cuento era para él, no para el pequeño Otto.

– He tratado de ver a alguien -le dijo-, quiero decir a otro hombre. He intentado salir con él.

¿Significaba «salir» lo que Wallingford creía que significaba, incluso en Wisconsin?

– Me he acostado con un hombre, alguien con quien no debería haberlo hecho -le explicó ella.

– ¡Ah…! -dijo Patrick, sin poder evitarlo.

Había sido una reacción involuntaria. Aguzó el oído para percibir la respiración del niño dormido, pero no la oyó por encima del ronroneo que producía la lámpara de gas, que era como una especie de respiración.

– Le conozco desde hace mucho, pero en otra vida -siguió diciéndole Doris-. Es algo más joven que yo -añadió. Seguía asiendo la única mano de Wallingford, aunque había dejado de apretársela. Él quería apretarle la suya, para demostrarle que era solidario con ella, que la apoyaba, pero era como si tuviera la mano anestesiada, una sensación con la que estaba muy familiarizado-. Estuvo casado con una amiga mía -prosiguió la señora Clausen-. Salíamos juntos cuando Otto vivía, los cuatro siempre íbamos aquí y allá, como hacen las parejas.

Patrick logró apretarle un poco la mano.

– Pero él rompió con su mujer… después de que yo hubiera perdido a Otto -le explicó la señora Clausen-. Y cuando me llamó para pedirme que saliéramos, no le dije que lo haría… al principio no. Llamé a mi amiga, sólo para asegurarme de que estaban divorciados y de que a ella no le importaba que saliéramos. Mi amiga me dijo que no tenía inconveniente, pero no era cierto. La verdad era que le molestaba, y yo no debí hacerlo. Al fin y al cabo, no me sentía atraída hacia él.

Wallingford tuvo que esforzarse para no gritar: «¡Estupendo!».

– Así pues, le dije que no saldríamos más. El se lo tomó bien, seguimos siendo amigos, pero ella ha dejado de hablarme. Y fue la dama de honor en mi boda, imagínate. -Wallingford podía imaginarlo, aunque sólo fuese a partir de una sola fotografía-. Bueno, eso es todo -concluyó la señora Clausen-. Sólo quería decírtelo.

– Me alegro de que me lo hayas dicho -logró decir Patrick, aunque «alegría» no era precisamente lo que sentía, sino unos celos tremendos al mismo tiempo que un alivio abrumador.

Ella se había acostado con un viejo amigo… ¡eso era todo! Se sentía eufórico y, al mismo tiempo, ingenuo. Sin ser bella, la señora Clausen era una de las mujeres sexualmente más atractivas que había conocido jamás. Era natural que los hombres la llamaran e invitasen a «salir». ¿Por qué él no lo había previsto?

No sabía por dónde empezar. Era posible que le estimulara demasiado el hecho de que ahora la señora Clausen le apretaba la mano con más fuerza que antes. Él se había mostrado como un oyente comprensivo, solidario, y eso debía de haber sido un alivio para ella.

– Te quiero -le dijo, y le satisfizo que Doris no retirase la mano, aunque notó que la presión se reducía-. Quiero vivir contigo y el pequeño Otto, quiero que nos casemos.

Ella tenía ahora una expresión indiferente, se limitaba a escuchar. Patrick no sabía en qué podría estar pensando.

Sus miradas no se encontraron. Ella seguía mirando fijamente al pequeño dormido. La boquita abierta del niño parecía solicitar un relato y, en consecuencia, Wallingford inició uno. Para empezar, era un relato erróneo, pero él era periodista, un hombre que se atenía a los hechos, no un narrador. Lo que descuidó fue lo mismo que deploraba de su profesión: ¡había dejado al margen el contexto! Debería haber empezado por Boston, por su viaje para ver al doctor Zajac debido a las sensaciones dolorosas y los insectos que se movían en el lugar al que había estado fijada la mano del difunto Otto. Debería haberle hablado a la señora Clausen del encuentro con aquella mujer en el hotel Charles, relatarle que se habían leído mutuamente la obra de E.B. White, desnudos pero sin hacer el amor, y que ni un solo momento había dejado de pensar en la señora Clausen. ¡De veras, ni un solo momento!

Todo eso formaba parte del contexto que rodeaba a su aceptación del deseo que tuvo Mary Shanahan de concebir un hijo suyo. Y aunque las cosas le habrían ido mejor con Doris Clausen de haber empezado por Boston, habría sido más conveniente que empezara por Japón, por su petición a Mary, entonces una joven casada y embarazada, para que le acompañase a Tokyo, lo culpable que eso le hizo sentirse y cómo se resistió a los deseos de ella durante tanto tiempo, lo mucho que se empeñó en ser «sólo un amigo».

Porque, ¿no formaba también parte del contexto el hecho de que al final se hubiera acostado con Mary Shanahan sin condiciones de ninguna clase? Es decir, ¿no era propio de «sólo un amigo» proporcionarle aquello que ella decía querer? Un bebé, ni más ni menos. Que Mary también quería su piso, o tal vez quería mudarse a vivir con él; que también quería su empleo y había sabido desde el principio que estaba a punto de convertirse en su jefa… ¡bueno, qué diablos, eso había sido una sorpresa! Pero ¿cómo podría haberlo predicho Patrick?