En el aeropuerto, cuando se despidió de madre e hijo besándolos, Patrick notó que la señora Clausen le deslizaba algo en el bolsillo delantero.
– No lo mires ahora, por favor -le pidió ella-. Hazlo más tarde. Piensa tan sólo que mi piel ha vuelto a crecer y el agujero se ha cerrado. No podría seguir llevándolo aunque quisiera. Y además, sé que no lo necesito, ni tú tampoco. Deshazte de él, por favor.
Wallingford supo qué era sin necesidad de mirarlo: el chisme estimulador de la fertilidad que le viera cierta vez en el ombligo, el adorno corporal que llevaba en el ombligo perforado. Ardía en deseos de verlo.
No tuvo que esperar mucho. Pensaba en la ambigüedad de las palabras de la señora Clausen cuando se despidieron: «si acabo viviendo contigo», cuando el objeto que ella le había metido en el bolsillo accionó la alarma del detector de metales. Entonces tuvo que sacarlo del bolsillo y mirarlo. Una guardia de seguridad del aeropuerto también le echó un buen vistazo; en realidad, fue ella la primera que lo examinó.
El objeto era sorprendentemente pesado en relación con su pequeñez, y su color metálico, blanco grisáceo, relucía como el oro.
– Es platino -afirmó la guardia de seguridad. Era una india de piel oscura y cabello negro azabache, gruesa y de aspecto triste. Su manera de mirar el adorno del ombligo indicaba que sabía algo de joyería-. Esto debe de ser caro -le dijo, devolviéndole el objeto.
– No lo sé, no lo he comprado -replicó Wallingford-. Es una de esas cosas que usan los que practican el piercing, para un ombligo de mujer.
– Ya lo sé le dijo la guardia de seguridad-. En general disparan el detector de metales cuando alguien los lleva en el ombligo.
– Ah -dijo Patrick. Empezaba a ver qué era el amuleto de la buena suerte: una mano diminuta… una mano izquierda.
En el negocio del piercing llamaban «pesas» a esa clase de adorno: una varita con una bola que se enrosca en un extremo, para impedir que el adorno se caiga, un sistema bastante parecido al de la barra de un pendiente. Pero en el otro extremo de la varilla, diseñado como una esbelta muñeca, había la mano más delicada y exquisita que Patrick Wallingford había visto jamás. El dedo corazón estaba cruzado sobre el índice, formando ese símbolo casi universal de buena suerte. Patrick había esperado un símbolo de la fertilidad más concreto, tal vez un dios en miniatura o algún adorno tribal.
Otro guardia de seguridad llegó a la mesa ante la que se encontraban Wallingford y la mujer india. Era un negro menudo y delgado, con un bigote perfectamente arreglado.
– ¿Qué es esto? -le preguntó a su colega.
– Un adorno corporal, para tu ombligo -le explicó ella.
– ¡Para el mío no! -dijo el hombre, sonriendo.
Patrick le dio el amuleto de la buena suerte. En aquel momento se le deslizó la cazadora del antebrazo izquierdo y los guardias vieron que le faltaba la mano.
– ¡Eh, usted es el hombre del león! -exclamó el guardia menudo. Apenas había mirado la pequeña mano de platino con los dedos cruzados que descansaba en la palma de la suya.
La mujer tocó instintivamente el antebrazo izquierdo de Patrick.
– Lamento no haberlo reconocido, señor Wallingford -le dijo.
¿A qué obedecía la tristeza que reflejaba su semblante? Wallingford había sabido al instante que estaba triste, pero hasta entonces no había considerado los posibles motivos de su tristeza. En la garganta tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo, que podía deberse a cualquier cosa, desde un accidente en su infancia con unas tijeras hasta malos tratos conyugales o una violación.
Su colega, el negro menudo y delgado, miraba ahora el adorno corporal con renovado interés.
– Bueno, es una mano izquierda. ¡Ya lo entiendo! Supongo que es su amuleto de la buena suerte, ¿verdad?
– En realidad es para estimular la fertilidad, o eso me han dicho.
– ¿De veras? -le preguntó la india, y tomó el adorno que sostenía su compañero-. Déjeme verlo de nuevo. ¿Funciona? -le preguntó a Patrick, y él se dio cuenta de que lo decía en serio.
– Ha funcionado una vez -respondió él.
Era tentador conjeturar a qué se debía su tristeza. Aquella mujer rondaba los cuarenta años, llevaba una alianza matrimonial en el dedo anular derecho y otro con una turquesa en el de la mano derecha. Unas turquesas pendían de sus lóbulos. Tal vez tenía incluso perforado el ombligo. Tal vez no podía quedar embarazada.
– ¿Lo quiere? -le preguntó Wallingford-. Ya no me sirve para nada.
El guardia negro se echó a reír y se alejó, haciendo un gesto con la palma hacia abajo.
– ¡Eso sería lo último que le faltaba! -le dijo a Patrick, y sacudió la cabeza.
Tal vez la pobre mujer tenía una docena de hijos y había rogado que le ligaran las trompas, pero su buen marido no se lo permitía.
– ¡Cállate! -gritó la mujer a su colega que se alejaba. El hombre aún reía, pero a ella no parecía divertirle.
– Puede usted quedárselo, si lo desea -le dijo Wallingford. Al fin y al cabo, la señora Clausen le había pedido que se deshiciera del adorno.
La mujer cerró su oscura mano sobre el amuleto para la fertilidad.
– Me gustaría mucho tenerlo, pero estoy segura de que no puedo permitírmelo.
– ¡No, no! ¡Es gratis! Se lo doy, ya es suyo. Espero que funcione, si usted desea que lo haga.
No sabía si la mujer lo quería para ella, para una amiga o si conocía a alguien que se lo compraría.
A cierta distancia del puesto de seguridad, Wallingford se volvió y miró a la india. Ésta había vuelto al trabajo (para los demás era sólo una guardia de seguridad), pero cuando miró en dirección a Patrick, le saludó agitando la mano, con una cálida sonrisa. También alzó la minúscula mano. Wallingford estaba demasiado lejos para ver los dedos cruzados, pero el adorno destellaba bajo la brillante luz del aeropuerto. El platino volvía a relucir como el oro.
Patrick recordó las alianzas matrimoniales de Doris y Otto Clausen brillando bajo el haz de la linterna entre el agua oscura y la parte inferior del embarcadero en el cobertizo de los botes. ¿Cuántas veces desde que dejara allí los anillos, colgados de un clavo, había nadado bajo el embarcadero para mirarlos, pedaleando en el agua con la linterna en la mano?
¿O tal vez nunca lo había hecho? ¿Sólo los veía, como Wallingford lo hacía ahora, en sueños o en la imaginación, donde el oro era siempre más brillante y el reflejo de los anillos en el lago más duradero?
Si tenía una oportunidad con la señora Clausen, desde luego no dependía de que se corroborase si Mary Shanahan estaba embarazada o no. Más importante era la fuerza con que aquellas alianzas matrimoniales brillaban todavía bajo el embarcadero en los sueños y en la imaginación de Doris Clausen. Cuando el avión despegó rumbo a Cincinatti todo estaba en el aire (y en aquellos momentos en sentido literal), tanto su proyecto de vida en común con Doris Clausen como lo que ésta pensaba de él. Tendría que esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Era lunes, 26 de julio de 1999. Wallingford recordaría esa fecha durante largo tiempo, pues no volvería a ver a la señora Clausen hasta que transcurrieran tres meses y ocho días.
12. El estadio Lambeau
Tendría tiempo para recuperarse. El moratón en la espinilla (causado al golpearse con la mesa de vidrio en el piso de Mary) primero se volvió amarillo y luego marrón claro, hasta que un día desapareció. De la misma manera la quemadura (debida al grifo del agua caliente en la ducha de Mary) no tardó en esfumarse. De repente, en la zona arañada de la espalda (las uñas de Angie) desaparecieron las pruebas del fatigoso encuentro con la maquilladora de Queens. Incluso la ampolla de sangre, de tamaño considerable, en el hombro izquierdo (un mordisco pasional de Angie) se había ido. En el lugar donde hubo un hematoma violáceo (de nuevo el mordisco pasional), no había más que la nueva piel de Wallingford, con un aspecto tan inocente como el hombro del pequeño Otto, tan liso y sin ninguna marca.
Patrick recordaba los momentos en que había untado con crema antisolar la suave piel del niño, cuando le tocaba y sostenía en brazos, y los echaba de menos. También añoraba a la señora Clausen, pero era lo bastante prudente para no insistir en que le diera una respuesta.
También sabía que era demasiado pronto para preguntarle a Mary Shanahan si estaba embarazada. Lo único que le dijo, en cuanto regresó de Green Bay, fue que había pensado a fondo en la sugerencia que ella le hizo de renegociar su contrato y quería hacerlo. Como Mary había señalado, el contrato actual finalizaría al cabo de año y medio. ¿No había sido idea de ella que pidiera tres años e incluso cinco?
Sí, era cierto. («Pide tres años, no, que sean cinco», le había dicho ella.) Pero Mary no parecía recordar aquella conversación.
– Creo que tres años sería pedir demasiado, Pat -le dijo.
– Comprendo -replicó Wallingford-. Entonces supongo que no hay ningún inconveniente en que siga como presentador.
– Pero ¿estás seguro de que quieres el empleo, Pat?
Él creía que Mary no se mostraba cauta sólo porque Wharton y Sabina estaban presentes en su despacho. (El director ejecutivo carirredondo y la resentida Sabina les escuchaban con aparente indiferencia, sin decir palabra.) Wallingford entendía que Mary no sabía realmente lo que quería, y esto la ponía nerviosa.
– Depende -respondió Patrick-. Me cuesta imaginar el trueque de un puesto de presentador por tareas informativas sobre el terreno, aunque pueda elegirlas. Si ya eres fraile no puedes ser de nuevo cocinero. Es difícil mirar adelante para ir hacia atrás. Creo que deberías hacerme una oferta para tener una idea más precisa de lo que te propones.
Mary le miró con una ancha sonrisa.