Выбрать главу

Wharton, tan insulso e inmóvil que no tardaría en confundirse con el mobiliario si no decía algo o por lo menos se movía antes de medio minuto, tosió un poco, con la palma ahuecada sobre la boca. Su increíble inexpresividad recordaba la vacuidad de la máscara de un verdugo; hasta su tos era inexpresiva. Sabina, con quien Wallingford apenas recordaba haberse acostado (ahora que lo pensaba, gemía en sueños como una perra que tuviera sueños), se aclaró la garganta como si se hubiera tragado un pelo de vello púbico.

– Lo he pasado muy bien en Wisconsin.

Wallingford habló con tanta neutralidad como le fue posible, pero Mary hizo la deducción correcta de que nada estaba decidido entre él y Doris Clausen, pues de lo contrario se habría apresurado a decirle que él y la señora Clausen tenían una relación de pareja, de la misma manera que, de haber estado embarazada, Mary no habría esperado a comunicárselo.

Y ambos sabían que había sido necesario representar el punto muerto en que se encontraban en presencia de Wharton y Sabina, quienes también lo sabían. Dadas las circunstancias, no habría sido aconsejable que Patrick Wallingford y Mary Shanahan se hubieran quedado a solas.

– ¡Chico, qué frialdad hay siempre por aquí! -comentó Angie cuando él estuvo sentado en el sillón de maquillaje.

– Tienes razón, siempre es así -admitió Patrick.

Se alegraba de ver a la bondadosa muchacha, que le había dejado el apartamento más limpio de lo que había estado jamás desde que se instaló en él.

– Bueno… ¿vas a hablarme de Wisconsin o qué? -le preguntó Angie.

– Es demasiado pronto para decirlo -le confesó Wallingford-. Tengo los dedos cruzados -añadió, una frase desafortunada, porque le recordó el amuleto para la fertilidad de la señora Clausen.

– Yo también tengo los dedos cruzados -le dijo Angie. Había dejado de coquetear con él, pero no era menos sincera ni menos amistosa.

Wallingford tiraría su despertador y lo sustituiría por uno nuevo, porque cada vez que lo miraba recordaba el chicle de Angie allí pegado… así como los movimientos rotatorios que, casi al borde de la muerte, habían hecho que expectorase el chicle con tanta fuerza. No quería acostarse en la cama pensando en Angie a menos que Doris Clausen le rechazara.

De momento Doris se mostraba vaga. Wallingford debía reconocer que era difícil interpretar su intención al enviarle las fotografías tomadas en Wisconsin, aunque los comentarios que las acompañaban, si no crípticos, a él le parecían más maliciosos que románticos.

No le había enviado copias de todas las fotos del carrete: faltaban dos que él había tomado, la del bañador violáceo de Doris al lado del suyo, en el tendedero. Había hecho dos fotografías por si ella quería quedarse con una, pero se había quedado con las dos.

Las dos primeras fotos que la señora Clausen le envió no le sorprendieron. La primera era una de Wallingford vadeando en el agua somera cerca de la orilla del lago con el pequeño Otto desnudo en brazos. La segunda era la que Patrick hizo a Doris y al niño en la terraza de la cabaña principal. Fue la primera noche que Wallingford pasaba en la casa del lago, y aún no había sucedido nada entre él y la señora Clausen. Como si ella ni siquiera estuviera pensando en que podría suceder algo entre ellos, su expresión era del todo relajada y libre de cualquier expectativa.

La única sorpresa fue la tercera fotografía, que Doris había tomado sin que Wallingford lo supiera, en la que él aparecía durmiendo en la mecedora con su hijo.

Patrick no sabía cómo interpretar las observaciones de la señora Clausen en la nota que acompañaba a las fotografías, sobre todo la naturalidad con que le informaba de que había tomado dos fotos del pequeño Otto dormido en brazos de su padre y se había quedado con una. El tono de la nota, que al principio Wallingford había considerado malicioso, era también ambiguo. Doris había escrito: «A juzgar por la prueba adjunta, eres un buen padre en potencia».

¿Sólo en potencia? Estas palabras hirieron sus sentimientos. Sin embargo, leyó El paciente inglés con la ferviente esperanza de encontrar un pasaje para comentarlo con Doris, tal vez uno que ella hubiera subrayado, uno que les gustara a los dos.

Cuando Wallingford llamó a la señora Clausen para agradecerle el envío de las fotografías, creyó haber encontrado ese pasaje.

– Me ha encantado esa parte sobre la «lista de heridas», sobre todo cuando ella le pincha con el tenedor. ¿Lo recuerdas? «El tenedor que penetró detrás del hombro, dejando unas marcas como de mordedura que el médico sospechaba que habían sido causadas por un zorro.»

Doris permaneció silenciosa en el otro extremo de la línea.

– ¿No te gustó esa parte? -inquirió Patrick.

– Preferiría que no me recordaras tus propias marcas de mordedura y tus demás heridas -le dijo ella.

– Ah.

Wallingford siguió leyendo El paciente inglés. Sólo se trataba de leer la novela más concienzudamente. Sin embargo, prescindió de toda precaución cuando llegó al lugar en que Almásy dice de Katharine que «sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado».

Sin duda ésa era la impresión que tenía Patrick de la señora Clausen como amante: su voracidad en determinados aspectos le asombraba. La llamó de inmediato, olvidando que ya era muy tarde en Nueva York y que en Green Bay sólo era una hora menos.

No parecía la Doris de siempre cuando respondió al teléfono. Él se apresuró a disculparse.

– Perdona. Estabas dormida.

– No importa. ¿Qué quieres?

– Se trata de un pasaje de El paciente inglés, pero puedo hablarte de ello en otra ocasión. Llámame por la mañana, tan pronto como puedas. ¡Despiértame, por favor! le rogó.

– Léeme el pasaje.

– Es sólo algo que Almásy dice de Katharine…

– Vamos, léelo.

– «Sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado» -leyó Patrick.

Fuera de contexto, de repente el pasaje le pareció a Wallingford pornográfico, pero confió en que la señora Clausen recordara el contexto.

– Sí, conozco esa parte -dijo ella sin emoción. Tal vez aún estaba medio dormida

– Bueno… -empezó a decir Wallingford.

– Supongo que yo estaba más hambrienta de lo que esperabas. ¿Es eso? -le preguntó Doris. (Por el tono en que lo hizo, podría haberle preguntado: «¿Eso es todo?».)

– Sí -respondió Patrick, y pudo oír el suspiro que exhaló ella.

– Bien… -empezó a decir la señora Clausen, pero pareció cambiar de idea-. Desde luego éstas no son horas de llamar.

Lo único que pudo hacer Wallingford fue decirle que lo sentía. Tendría que seguir leyendo y confiando.

Entretanto, Mary Shanahan le llamó a su despacho, y Patrick no tardó en darse cuenta de que no era para decirle si estaba encinta o no. Mary quería hablarle de otra cosa. Aunque negociar el contrato de Wallingford por tres años como mínimo no gustaba nada a la cadena de televisión y aunque tampoco él estaba dispuesto a abandonar el puesto de presentador volver a la información sobre el terreno, la cadena estaba interesada siempre que Wallingford aceptara misiones informativas «ocasionales» sobre el terreno.

– ¿Significa eso que quieren que vaya prescindiendo por etapas de la tarea de presentador? -le preguntó Patrick.

– Si aceptaras, volveríamos a negociar tu contrato -siguió diciendo Mary, sin responder a su pregunta-. Naturalmente tendrías el mismo salario. -Hizo que el detalle de no ofrecerle a aumento de sueldo pareciese algo positivo-. Creo que la duración del contrato debería ser de dos años.

No podía decirse que ella se comprometiera a nada, y un contrato de dos años sólo superaba al acuerdo actual en seis meses escasos.

¡Hay que ver lo astuta que es!, pensaba Wallingford, pero dijo:

– Si tenéis la intención de sustituirme como presentador, por qué no me hacéis participar en la discusión? ¿Por qué no me preguntáis de qué manera me gustaría que se hiciese la sustitución? Puede que gradualmente sea mejor, pero también es posible que no. Por lo menos me gustaría conocer el plan a largo plazo.

Mary Shanahan se limitaba a sonreír. Patrick no podía evitar maravillarse de la rapidez con que se había adaptado a su poder nuevo e indefinido. Sin duda no estaba autorizada a tomar por sí sola decisiones de aquel calibre, y probablemente ni quiera sabía cuántas personas intervenían en el proceso, pero, por supuesto, no admitió nada de esto a Wallingford. Al mismo tiempo, era lo bastante lista para no mentir directamente. Jamás diría que no había ningún plan a largo plazo, como tampoco admitiría que había uno y que ni siquiera ella sabía cuál era.

– Sé que siempre has querido hacer algo relacionado con Alemania, Pat -le dijo, al parecer sin que viniera a cuento, pero Mary nunca decía nada que no viniera a cuento.

Wallingford había solicitado que le enviaran a Alemania para informar sobre la reunificación, nueve años después de la caída del Muro. Entre otras cosas, había sugerido explorar la manera en que había cambiado el lenguaje de la reunificación (ahora «unificación» en la mayor parte de la prensa oficial). Incluso The New York Times hablaba de «unificación». Sin embargo, Alemania, que fue un solo país, había estado dividida y volvía a estar unida. ¿Por qué no era eso una reunificación? Sin duda, la mayoría de norteamericanos consideraban a Alemania reunificada.

¿Cuál era la política de ese cambio no precisamente nimio en el lenguaje? ¿Y qué diferencias de opinión entre los alemanes seguían existiendo acerca de la reunificación o la unificación?

Pero ese tema no había interesado a la cadena de televisión. «¿A quién le importan los alemanes?», le preguntó Dick, y Fred había sido del mismo parecer. (En la sala de redacción neoyorquina siempre aseguraban estar «hartos» de algo: hartos de religión, hartos de las artes, hartos de niños, hartos de alemanes.) Ahora allí estaba Mary, la nueva jefa de redacción, mostrándole Alemania como la dudosa zanahoria ante el asno reacio.