Wallingford se explayaba sobre la exclusión del contexto al emitir las noticias. Despotricaba, pero de una manera eficaz, sobre el grado de trivialización de las auténticas noticias a que se había llegado. Y éste no era sólo su tema, sino que él, personalmente, era el mejor ejemplo de lo que afirmaba. ¿Quién mejor que el llamado hombre del león para criticar el sensacionalismo de las aflicciones por cosas secundarias, mientras seguían prescindiendo del contexto subyacente, que era la enfermedad en fase terminal del mundo?
Y la mejor manera de perder un empleo consistía en no esperar a que le despidieran a uno. ¿No era la mejor manera recibir la oferta de otro trabajo y entonces presentar la dimisión? Pasaba por alto el hecho de que, si le despedían, tendrían que negociar de nuevo el contrato, de acuerdo con el tiempo que aún habría estado en vigor. En cualquier caso, Mary Shanahan se llevó una sorpresa cuando Patrick asomó la cabeza, sólo la cabeza, a la puerta de su despacho y le dijo alegremente:
– De acuerdo, acepto.
– ¿Qué es lo que aceptas, Pat?
– Dos años, el mismo salario, información sobre el terreno de vez en cuando, siempre que la tarea me interese, por supuesto. Acepto.
– ¿De veras?
– Te deseo un día estupendo, Mary -le dijo Patrick.
¡Que trataran de encontrar una misión informativa sobre el terreno que él estuviera dispuesto a aceptar! Wallingford no sólo se proponía lograr que lo despidieran, sino que esperaba tener un nuevo empleo aguardándole cuando apretaran el puñetero gatillo. (Y pensar que en otro tiempo había sido incapaz de idear maquinaciones a largo plazo…)
No se demoraron mucho tiempo en ofrecerle la siguiente misión informativa sobre el terreno. Era evidente que pensaban: ¿cómo podría rechazar un encargo así el hombre del león? Querían que Wallingford fuese a Jerusalén. ¡Para que dijeran que existía un territorio propio del llamado hombre de los desastres! A los periodistas les encantaba Jerusalén, una ciudad donde no faltaba lo grotesco como cosa corriente.
Había ocurrido un doble atentado con coche bomba. A las cinco y media de la mañana, hora israelí, del domingo 5 de septiembre, dos coches bomba coordinados estallaron en distintas ciudades, matando a los terroristas que transportaban las bombas hacia los blancos asignados. Las bombas estallaron porque los terroristas habían seguido el horario de verano, pensado para ahorrar energía, sin saber que tres semanas antes Israel había pasado prematuramente al horario normal. Sin duda montaron las bombas en una zona controlada por los palestinos, y fueron víctimas de la negativa palestina a aceptar lo que ellos llamaban «el horario sionista». Los conductores de los coches que transportaban las bombas habían cambiado sus relojes, pero no los temporizadores de las bombas, a la hora israelí.
La cadena de televisión de Patrick consideraba cómico que unos locos tan serios hubieran muerto a causa de la explosión debida a su estúpido error, pero Wallingford no veía la comicidad por ninguna parte. Los locos se habían merecido morir, pero el terrorismo en Israel no era ninguna broma, y llamar «noticia» a aquel producto de la torpeza trivializaba la gravedad de las tensiones en el país. Moriría más gente en otros atentados con coche bomba que no serían cómicos. Y, una vez más, faltaba el contexto de la noticia, es decir, por qué los israelíes habían cambiado prematuramente el horario de verano por el normal.
El propósito del cambio había sido acomodarse al periodo de plegarias penitenciales. Los selihoth (literalmente «perdones») son plegarias para pedir perdón, y las oraciones de arrepentimiento, verdaderos poemas, son una continuación de los salmos. (Su principal tema es el sufrimiento de Israel en las diversas tierras de la Diáspora.) Estas plegarias han sido incorporadas a la liturgia para ser recitadas en ocasiones especiales y en los días precedentes a la Rosh Hashanah: expresan los sentimientos del fiel que se ha arrepentido y ahora suplica misericordia.
Mientras en Israel cambiaban el horario para dar cabida a esas plegarias de expiación, los enemigos de los judíos conspiraban para matarlos. Ése era el contexto que hacía del doble atentado con coche bomba algo más que una comedia de errores. En realidad, no tenía nada de comedia. En Jerusalén, este suceso casi cotidiano hacía presagiar una generalización de los actos terroristas. Mas para Mary y la cadena de noticias, aquello representaba una historia de terroristas que se habían llevado su merecido… nada más.
– Supongo que deseas que rechace este encargo. ¿Es eso, Mary? -le preguntó Patrick-. Y si rechazo un número suficiente de «asuntos» como éste, podrás despedirme impunemente.
– Creíamos que era una noticia interesante, algo que conoces muy bien -le dijo Mary.
Patrick estaba quemando los puentes con tal rapidez que no les daba tiempo de construir otros nuevos. Esto resultaba emocionante, pero el problema seguía sin resolverse. Cuando no dedicaba sus energías al intento de perder el empleo, leía El paciente inglés y soñaba con Doris Clausen.
Sin duda a ella le habría encantado, como le sucedía a él, el pasaje en el que Almásy pregunta a Madox «el nombre de ese hueco en la base del cuello femenino». Almásy pregunta: «¿Qué es, tiene un nombre oficial?», a lo que Madox responde musitando: «Cálmate». Más tarde, señalándose con el dedo un lugar cerca de la nuez de Adán, Madox le dice a Almásy que se llama «el sinoide vascular».
Wallingford llamó a la señora Clausen con la profunda convicción de que el incidente le habría gustado tanto como a él, pero se encontró con que ella tenía dudas.
– En la película le han dado otro nombre le dijo Doris.
– ¿Ah, sí?
Había transcurrido mucho tiempo desde que viera la película, por lo que alquiló un vídeo y la vio de inmediato. Pero cuando llegó a la escena no pudo distinguir con precisión cómo llamaban a esa parte del cuello femenino. Sin embargo, la señora Clausen había estado en lo cierto: no era «el sinoide vascular».
Wallingford rebobinó la película y vio de nuevo la escena. Almásy y Madox se están despidiendo. (Madox se dirige a su país, donde se suicidará.) Almásy le dice: «Dios no existe», y añade: «pero confío en que alguien cuide de ti».
Madox parece acordarse de algo y se señala la garganta. «Por si todavía te intriga, esto se llama escotadura supraesternal.» La segunda vez Patrick captó estas palabras. ¿Acaso aquella parte del cuello femenino tenía dos nombres?
Y cuando hubo visto de nuevo la película, tras terminar la lectura de la novela, Wallingford declaró a la señora Clausen cuánto le había gustado la parte en la que Katharine le dice a Almásy: «Quiero que me cautives».
– Quieres decir en el libro -replicó la señora Clausen.
– En el libro y en la película -dijo Patrick.
– Eso no lo dice en la película -afirmó Doris. (Él acababa de verla… ¡estaba seguro de que la joven decía eso!)-. Crees haber oído eso por lo mucho que te gustó.
– ¿A ti no te gustó?
– Eso es propio de hombres -respondió Doris-. Me extraña que lo diga ella.
¿Tan convencido había estado Patrick de haber oído decir a Katharine «quiero que me cautives» que, en su memoria fácilmente manipulada, se había limitado a insertar la frase en la película? ¿O era que a Doris le había parecido una frase tan increíble que en su mente la había borrado de la película? ¿Y qué importaba que la frase figurase o no en la película? La cuestión era que a Patrick le gustaba y a la señora Clausen no.
Una vez más, Wallingford se sintió. como un idiota. Había intentado invadir un libro que entusiasmaba a la señora Clausen y una película que (por lo menos para ella) iba unida a unos recuerdos dolorosos. Pero los libros, y a veces las películas, son incluso más personales; es posible compartir el aprecio hacia ellos, pero las razones concretas para amarlos no se pueden compartir de una manera satisfactoria.
Las buenas novelas y películas no son como las noticias, o lo que se hace pasar por noticias, son algo más que «asuntos». Abarcan toda la gama de estados de ánimo que uno experimenta cuando las lee o las ve. Patrick creía ahora que uno no puede nunca imitar exactamente el cariño de otra persona hacia una película o un libro.
Pero Doris Clausen debió de percibir su desánimo y se apiadó de él. Le envió otras dos fotografías de los días que habían pasado juntos en la casa de campo a orillas del lago. Él había confiado en que le enviara la de sus bañadores uno al lado del otro en el tendedero. ¡Cuánto le alegraría tener aquella foto! La fijaría con cinta adhesiva en el espejo de su vestuario en el estudio. (¡Que Mary Shanahan hiciera alguna observación maliciosa! Que lo intentara…)
La segunda foto le sorprendió. Él aún estaba dormido cuando la señora Clausen la tomó, y era un autorretrato, con la cámara en mano y ladeada. Pero la posición no importaba, pues se veía claramente lo que ocurría. Doris estaba rasgando con los dientes el envoltorio del segundo condón. Sonreía, como si Wallingford fuese el cámara y ya supiera que ella iba a ponerle el preservativo.
Patrick no fijó esa fotografía en el espejo del vestuario, sino que la dejó sobre la mesilla de noche, al lado del teléfono, de modo que pudiera mirarla cuando le llamara la señora Clausen o cuando él lo hiciera.
Una noche, a altas horas, cuando él ya estaba acostado pero aún no se había dormido, sonó el teléfono y Wallingford encendió la lámpara sobre la mesilla de noche a fin de contemplar la foto mientras hablaba con ella, pero quien le llamaba no era Doris.
– Eh, señor manco.,… señor sin polla -le dijo Vito, el hermano de Angie-. Espero no interrumpir nada…
Vito llamaba a menudo, y nunca tenía nada que decir. Cuando Wallingford colgó, lo hizo con una sensación de tristeza que no era del todo nostalgia. Desde su regreso de Wisconsin, cuando estaba solo en el piso de Nueva York no sólo añoraba a Doris Clausen, sino que también echaba en falta aquella noche salvaje y aromatizada por el chicle de Angie. En esas ocasiones, incluso había momentos en los que añoraba a Mary Shanahan, la Mary de antaño, antes de que él conociera inevitablemente su apellido y ella ostentara la incómoda autoridad que ahora ejercía sobre él.