Wallingford encendió el televisor. Un avión egipcio con doscientos diecisiete pasajeros a bordo había despegado del aeropuerto Kennedy rumbo a El Cairo, adonde estaba previsto que llegara tras volar durante toda la noche. Pero sólo treinta y tres minutos después del despegue había desaparecido de las pantallas de radar. Cuando volaba a once mil metros de altura y el tiempo era bueno, de súbito el avión cayó en picado y se hundió en las aguas del Atlántico, a unos noventa kilómetros de la isla de Nantucket. El piloto no había informado de percance alguno. El radar indicaba que la velocidad de descenso del reactor superaba los siete mil metros por minuto: «como una roca», observó un experto en aviación. La temperatura del agua era de quince grados, y la profundidad rondaba los ochenta metros. Había muy pocas esperanzas de que alguien hubiera sobrevivido al impacto.
Era la clase de accidente que suscitaba las especulaciones de los medios de comunicación: todos los reportajes serían especulativos. Abundarían las noticias de interés humano. Un hombre de negocios que prefería permanecer en el anonimato llegó tarde al aeropuerto y no le expidieron el billete. Cuando en el mostrador le dijeron que el vuelo estaba cerrado, gritó a los empleados. Se marchó a su casa y por la mañana se despertó… vivo. Esta clase de historias se repetirían durante muchos días.
Uno de los hoteles en el aeropuerto Kennedy, el Ramada Plaza, había sido convertido en centro de información y asesoramiento para los familiares de los fallecidos, aunque había poco de lo que se podía informar a los deudos. De todos modos, Wallingford fue hasta allí. Había preferido el aeropuerto a la base Otis de la Fuerza Aérea, porque los medios de comunicación tendrían el acceso limitado a los equipos de guardacostas que habían estado explorando la extensión de mar en la que presumiblemente flotarían los restos del avión siniestrado. Al amanecer del domingo sólo habían encontrado unos pocos fragmentos del avión siniestrado y los restos de una víctima. En las agitadas aguas, no había nada a la deriva con indicios de haber ardido, lo cual señalaba que no se había producido ninguna explosión.
Patrick habló primero con los familiares de una joven egipcia que se había desvanecido ante el hotel Ramada Plaza, al ver las cámaras de televisión que rodeaban el hotel. Unos agentes de policía la habían trasladado al vestíbulo. Los familiares de la mujer le dijeron a Wallingford que su hermano había sido uno de los pasajeros del avión siniestrado.
Por supuesto, allí estaba el alcalde de la ciudad, dando a los deudos el máximo consuelo posible. Wallingford siempre podía contar con un comentario del alcalde Giuliani, a quien el hombre del león parecía gustarle más que la mayoría de los reporteros. Tal vez consideraba a Patrick como una especie de agente de policía que había resultado herido en el cumplimiento de su deber, pero lo más probable era que recordase a Wallingford debido a que le faltaba la mano.
– Si la ciudad de Nueva York puede ayudar en algo, eso es lo que intentamos hacer -dijo Giuliani a la prensa. Parecía un poco fatigado cuando se volvió hacia Patrick Wallingford y le dijo-: A veces, si el alcalde lo pide, la ayuda se presta con más rapidez.
Un egipcio usaba el vestíbulo del Ramada como mezquita improvisada.
– Pertenecemos a Dios y a Dios volvemos -decía una y otra vez en árabe. Wallingford tuvo que pedirle a alguien que se lo tradujera.
Durante la reunión preparatoria del noticiario vespertino del domingo, le dijeron a Patrick sin ambages cuáles eran los planes de la cadena.
– O presentas las noticias mañana por la noche o te conseguimos pasaje en un guardacostas -le informó Mary Shanahan.
– Mañana estaré en Green Bay, Mary, de día y de noche -replicó Wallingford.
– Mira, Pat, mañana suspenderán la búsqueda de supervivientes y queremos que estés allí, en el mar. O, si lo prefieres, aquí, en el estudio. Pero no en Green Bay.
– Iré al partido -dijo el reportero con firmeza. Miró a Wharton, quien desvió los ojos, y a Sabina, quien le devolvió la mirada con fingida neutralidad. En cuanto a Mary, no se dignó mirarla.
– Entonces te despediremos, Pat -le dijo Mary.
– Adelante, hacedlo.
Ni siquiera tuvo que detenerse a pensarlo. Con o sin empleo en la PBS o la NPR, lo cierto era que había ganado mucho dinero. Y, además, no podían despedirle sin llegar a un acuerdo de finiquito. No tendría necesidad de un empleo por lo menos durante un par de años.
Miró a Mary, en busca de una reacción, y luego a Sabina.
– Muy bien, si así son las cosas, estás despedido -le anunció Wharton.
Todo el mundo pareció sorprendido de que fuese Wharton quien lo dijera, incluido el mismo Wharton. Antes de la reunión preparatoria habían tenido otra reunión, a la que Patrick no había sido invitado. Lo más probable era que hubiesen decidido que fuese Sabina quien le comunicara el despido. Por lo menos Sabina miró a Wharton con una expresión de sorpresa y enojo. En cuanto a Mary Shanahan, no tardó en sobreponerse a la sorpresa.
Quizá, por una vez, Wharton había notado que algo desconocido y estimulante tomaba las riendas en su interior. Pero su inveterada insipidez volvió a reflejarse enseguida en sus mejillas encendidas, y se mostró tan soso como de costumbre. Que a uno le despidiera Wharton era como recibir la bofetada de una mano incierta en la oscuridad.
– Cuando regrese de Wisconsin, calcularemos lo que me debéis -les dijo Wallingford.
– Por favor, despeja tu despacho y el camerino antes de irte -le pidió Mary. Era normativo que le pidiera tal cosa, pero a él le irritó.
Enviaron a un miembro de seguridad para que le ayudara a recoger sus cosas y transportar las cajas a una limusina. Nadie acudió a despedirle, lo cual era también normativo, aun que si Angie hubiera trabajado aquel domingo por la noche probablemente lo habría hecho.
Wallingford había regresado a su piso cuando le llamó la señora Clausen. Él no había visto su propia retransmisión desde el Ramada Plaza, pero Doris sí.
– ¿Vas a venir a pesar de lo ocurrido? -le preguntó ella.
– Sí, y puedo quedarme durante tanto tiempo como desees -respondió Patrick-. Me han despedido.
– Eso es muy interesante -comentó la señora Clausen-. Que tengas un buen vuelo.
Esta vez tuvo que hacer trasbordo en Chicago, y llegó a su habitación de hotel en Green Bay a tiempo de ver el noticiario vespertino desde Nueva York. No le sorprendió que Mary Shanahan fuese la nueva presentadora. Una vez más, Wallingford tuvo que admirarla. Mary no estaba embarazada, pero por lo menos había logrado tener uno de los bebés que deseaba.
– Patrick Wallingford ya no está con nosotros -dijo alegremente Mary al comienzo del programa-. ¡Buenas noches, Patrick, dondequiera que estés!
Lo dijo en un tono vivaz y consolador, una actitud que recordó a Wallingford aquella ocasión en su piso, cuando no lograba tener una erección y ella se mostró solidaria diciendo: «Pobre pene». De forma tardía, Patrick empezaba a comprender que la importancia de Mary en la cadena televisiva siempre había sido mayor de lo que él creía.
Le alegraba alejarse de aquel negocio, porque ya no era lo bastante listo para seguir en él. Tal vez nunca lo había sido.
¡Y qué noche aquélla para el noticiario! Como era de esperar, no se había encontrado ningún superviviente. El duelo por las víctimas del vuelo de Egypt Air 990 acababa de empezar. Allí estaban las imágenes del habitual gentío atraído por la catástrofe, congregado en una playa gris de Nantucket, los «descubridores de cadáveres», como los llamó Mary cierta vez. Los «vigilantes de la muerte», por usar el término de Wharton, llevaban ropas de abrigo.
Aquel primer plano desde la cubierta de un buque escuela de la marina mercante, con el montón de pertenencias de los pasajeros rescatadas del Atlántico, debía de ser obra de Wharton. Después de las inundaciones, tornados, terremotos, catástrofes ferroviarias, tiroteos en centros escolares y otras masacres, Wharton siempre elegía las tomas de prendas de vestir y, sobre todo, los zapatos. Y, por supuesto, allí estaban los juguetes infantiles; las muñecas desmembradas y los ositos de peluche empapados figuraban entre los artículos favoritos de Wharton al informar de un desastre.
Por suerte para la cadena de noticias, el primer barco que llegó al lugar del accidente fue un buque escuela de la marina mercante con diecisiete cadetes a bordo. Estos jóvenes novicios en el mar eran muy apropiados desde el ángulo del interés humano, y tenían más o menos la edad de los universitarios de cursos superiores. Estaban en medio de la mancha cada vez más extensa de combustible del reactor, con los fragmentos del aparato más el equipaje y los restos de los pasajeros meciéndose en la oleosa superficie que los rodeaba. Provistos de guantes, iban sacando objetos del mar. Como decía Sabina, sus expresiones «no tenían precio».
Mary sacaba el máximo partido de las imágenes.
– Los grandes interrogantes aún no tienen respuesta -dijo Mary en tono resuelto.
Llevaba un traje que Patrick nunca le había visto hasta entonces, de color azul marino. La chaqueta tenía una abertura estratégica, y los dos botones superiores de la blusa azul claro, muy parecida a una camisa de hombre, aunque más sedosa, también estaban desabrochados. Wallingford supuso que en lo sucesivo ése iba a ser su distintivo estilo de vestir.
– ¿Ha sido el accidente del avión egipcio un acto de terrorismo, un fallo mecánico o un error del piloto? -preguntó enfáticamente Mary.
Patrick pensó que él habría invertido el orden: era evidente que «un acto de terrorismo» debía ir en último lugar. En la última toma, la cámara no enfocaba a Mary sino a los familiares de las víctimas que estaban en el vestíbulo del Ramada Plaza. El profesional que la manejaba iba seleccionando grupos mientras la voz de Mary Shanahan concluía: «Son muchas las personas que quieren saber lo ocurrido». En conjunto, las cifras de audiencia serían buenas. Wallingford sabía que Wharton estaría satisfecho, aunque no supiera manifestar su satisfacción.