Cuando le llamó la señora Clausen, Patrick acababa de salir de la ducha.
– Ponte algo de abrigo -le advirtió.
Wallingford se llevó una sorpresa al constatar que ella le llamaba desde el vestíbulo del hotel. Doris le dijo que al día siguiente podría ver al pequeño Otto, y que tenían que ir al estadio sin pérdida de tiempo. Debía darse prisa y vestirse. Así pues, sin saber qué podía esperar, él la obedeció.
Parecía demasiado pronto para ir al campo, pero tal vez a la señora Clausen le gustaba llegar temprano. Cuando Wallingford abandonó la habitación y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, se sentía ligeramente herido en su amor propio porque ninguno de sus colegas en los medios de comunicación se había informado de su paradero para ponerse en contacto con él y preguntarle qué había querido decir Mary Shanahan cuando anunció ante millones de espectadores: «Patrick Wallingford ya no está con nosotros».
Sin duda la cadena de televisión ya había recibido llamadas, y Wallingford se preguntaba, sin poder evitarlo, qué diría Wharton, aunque tal vez había encargado del asunto a Sabina. No les gustaba decir que habían despedido a alguien, y tampoco que alguien había presentado su dimisión. En general, daban con alguna manera estúpida de decir estas cosas, de modo que nadie sabía con exactitud lo que había sucedido.
La señora Clausen había visto el noticiario.
– ¿No es esa Mary la que no está preñada? -le preguntó a Patrick.
– La misma.
Ya me lo parecía.
Doris llevaba su vieja parka verde con el logotipo de los Packers de Green Bay, la misma que vestía cuando él la conoció. En el coche no usaba la capucha, pero Patrick imaginaba su cara pequeña y bonita enmarcada por la tela, como la cara de una niña. Llevaba tejanos y zapatillas deportivas, igual que la noche en que la policía le informó de la muerte de su marido. Probablemente llevaba también la sudadera de los Packers, aunque Wallingford no podía ver lo que había debajo de la parka.
La señora Clausen era buena conductora. No miró ni una sola vez a Patrick y se limitó a hablar del partido.
– Con un par de equipos así puede ocurrir cualquier cosa -le explicó-. Hemos perdido los tres últimos partidos que se han celebrado un lunes por la noche. No me creo lo que dicen. No importa que Seattle no haya jugado un partido de lunes por la noche en siete años, o que la mayoría de jugadores del Seahawk nunca hayan jugado en el estadio Lambeau. Su entrenador conoce este campo… y también sabe cómo es nuestra defensa.
El defensa de Green Bay sería Brett Favre; Wallingford lo sabía porque en el avión había echado un vistazo a las páginas deportivas de un periódico. Así se había enterado de quién era Mike Holmgren, ex entrenador de los Packers y ahora entrenador de los Seahawks de Seattle. Aquel partido significaba el regreso al hogar para Holmgren, quien había sido muy popular en Green Bay
– Favre hará lo imposible, podemos contar con ello -le dijo Doris a Patrick.
Estaba de perfil con respecto a él, y mientras hablaba las luces de los coches que pasaban le iluminaban la cara de un modo intermitente.
Él no le quitaba los ojos de encima… jamás había añorado tanto a nadie. Le habría gustado pensar que se había vestido de aquel modo para él, pero sabía que aquellas prendas no eran más que el uniforme que usaba para asistir a los partidos. Cuando le sedujo en el consultorio del doctor Zajac, no debía de ser consciente del efecto que causaba vestida de esa manera, y probablemente no recordaba el orden en que se había quitado la ropa. Wallingford jamás podría olvidar ni la ropa ni el orden.
Se dirigieron al oeste desde el centro de Green Bay, que, como centro urbano, no era gran cosa: nada más que bares, iglesias y una trasnochada galería comercial a orillas del río. Pocos eran los edificios que tenían más de tres plantas, y la única colina destacada, que se alzaba junto al río y a cuyo pie los barcos cargaban y descargaban, hasta que las aguas de la bahía se helaban en diciembre, era un enorme montón de carbón, una verdadera montaña.
– No quisiera ser Mike Holmgren y venir aquí con los Seahawks de Seattle -aventuró Wallingford. (Era una versión de algo que había leído en las páginas deportivas.)
– Parece que has leído los periódicos o visto la televisión -le dijo la señora Clausen-. Holmgren conoce a los Packers como si los hubiera parido, y Seattle tiene una buena defensa. Este año no hemos marcado muchos tantos contra buenas defensas.
– Ah. -Wallingford decidió callarse acerca del partido y cambió de tema-. Os he echado de menos, a ti y a Otto.
La señora Clausen se limitó a sonreír. Sabía exactamente adónde iba. Su coche tenía una pegatina especial para aparcar. Le hicieron entrar en un carril donde no había otros vehículos, desde donde accedió a una zona reservada del aparcamiento.
Detuvieron el vehículo muy cerca del estadio y subieron en ascensor a la tribuna de prensa, donde Doris ni siquiera se molestó en mostrar las entradas a un hombre mayor que parecía empleado del club y que la reconoció al instante. El hombre le dio un beso y un abrazo amistosos, y ella, señalando con la cabeza a Wallingford, le dijo:
– Ha venido conmigo, Bill. Patrick, te presento a Bill.
Wallingford estrechó la mano del hombre, esperando que éste le reconociera, pero no fue así, y supuso que se debía a la gorra de esquí que la señora Clausen le había dado para que se la pusiera al bajar del coche. Él le aseguró que las orejas nunca se le enfriaban, pero ella insistió: «Aquí se te enfriarán. Además, no es sólo para mantener las orejas calientes. Quiero que te la pongas».
No es que Doris deseara que no le reconocieran, aunque la gorra impediría que un cámara de la ABC le localizara y por una vez, Wallingford no sería enfocado. Doris había querido que se pusiera aquella gorra para dar la impresión de que era un auténtico espectador del partido, algo inverosímil vestido como iba, con un sobretodo negro, chaqueta de tweed, jersey con cuello cisne y pantalones de franela gris. Casi nadie vestía un abrigo tan lujoso en un partido de los Packers.
La gorra de esquí era verde, aquel verde de Green Bay, con una franja amarilla que podía cubrirle las orejas; por supuesto, tenía el inequívoco logotipo de los Packers. Era una gorra vieja, y una cabeza más voluminosa que la de Wallingford la había ensanchado. Patrick no tuvo necesidad de preguntarle a la señora Clausen a quién pertenecía aquella gorra. Estaba claro que era la que había usado su difunto marido.
Pasaron por la tribuna de prensa, donde Doris saludó a otras personas de aspecto oficial antes de acceder a las gradas superiores. Aquélla no era la manera en que la mayoría de los hinchas entraban en el estadio, pero todo el mundo parecía conocer a la señora Clausen. Después de todo, era empleada de los Packers de Green Bay.
Bajaron por el pasillo hacia el campo deslumbrante. Era una extensión de treinta mil metros cuadrados de hierba natural, lo que se conocía como «mezcla azul atlética». Aquella noche tendría lugar el primer partido sobre aquella hierba.
– Caramba -dijo Wallingford entre dientes. Aunque era temprano, el estadio Lambeau ya estaba más que medio lleno de público.
El estadio es un puro cuenco, sin aberturas ni cubierta superior. En Lambeau hay una sola cubierta, y todos los asientos al aire libre son del tipo gradería. Las tribunas ofrecían una escena impresionante durante los calentamientos previos al encuentro: las caras pintadas de verde y dorado, los adornos de espuma de plástico amarilla que parecían grandes penes flexibles, y los lunáticos con enormes cuñas de queso a modo de gorras… ¡los queseros! Wallingford supo que no estaba en Nueva York.
Avanzaron por el largo y empinado pasillo. Tenían asientos hacia el centro del estadio, al nivel de la yarda cuarenta y dos. Estaban todavía en el lado del campo donde se encontraba la tribuna de prensa. Patrick siguió a Doris, pasando ante las robustas rodillas retraídas, hasta sus asientos. Se dio cuenta de que estaban sentados entre personas que los conocían, no sólo a la señora Clausen sino también a él. Y si le conocían, pese a que llevaba la gorra de Otto, no era porque fuese famoso, sino porque le estaban esperando. De repente Patrick observó que conocía a más de la mitad de los hinchas más cercanos a ellos. ¡Todos eran miembros de la familia Clausen! Reconocía sus caras por las innumerables fotos clavadas en las paredes de la cabaña principal en la casa a orillas del lago.
Los hombres le dieron palmadas en los hombros, las mujeres le tocaron el brazo izquierdo.
– Hola, ¿cómo estás?
Wallingford reconoció a quien se dirigía a él por la expresión alocada en la fotografía que estaba fijada con un imperdible en el forro del joyero. Era Donny, el que abatía águilas; tenía una mejilla pintada con el color del maíz, mientras que la otra lucía el verde demasiado intenso de una enfermedad imposible.
– Te he echado a faltar en las noticias de esta noche -le dijo una mujer en tono amistoso. Patrick también recordaba haberla visto en una fotografía. Era una de las madres recientes, en una cama de hospital con su hijo recién nacido.
– No quería perderme este partido -le dijo Wallingford.
Notó que Doris le apretaba la mano; hasta entonces no se había percatado de que la tenía entre las suyas. ¡Delante de todos ellos! Pero ya lo sabían…, mucho antes que Wallingford. Ella ya se lo había dicho. ¡Le había aceptado! Intentó mirarla, pero ella se puso la capucha de la parka. No hacía tanto frío; ella sólo quería ocultarle su expresión.