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Permaneció sentado junto a la señora Clausen, que le sujetaba la mano, mientras que una mujer sentada a su izquierda le asió el brazo del muñón. Era otra señora Clausen, mucho más corpulenta, la madre del difunto Otto, la abuela del pequeño Otto, la ex suegra de Doris. (Pensó que probablemente no debería decir «ex».) Sonrió a la voluminosa mujer. Sentada, era tan alta como él, y le atrajo hacia ella tirándole del brazo, a fin de darle un beso en la mejilla.

– Todos nos alegramos mucho de verte -le dijo, y le obsequió con una sonrisa de aprobación-. Doris nos ha informado.

«¡Doris podría haberme informado a mí!», se dijo Wallingford, pero al mirarla vio que seguía con la cabeza cubierta por la capucha. Sólo la fuerza con que le asía la mano era una indicación segura de que le había aceptado. Era sorprendente, pero toda la familia compartía esa aceptación.

Hubo un momento de silencio antes del partido, y Wallingford supuso que era por las doscientas diecisiete víctimas del vuelo 990 de Egypt Air siniestrado, pero no había prestado atención. El minuto de silencio era en honor de Walter Payton, fallecido a los cuarenta y cinco años debido a las complicaciones de una enfermedad hepática. Payton había sido una de las grandes estrellas de la historia de la liga nacional.

Cuando empezó el partido, la temperatura era de siete grados centígrados y el cielo nocturno estaba despejado. Soplaba un viento del oeste a treinta kilómetros por hora, con ráfagas de cincuenta. Tal vez esas ráfagas afectaron a Favre. En la primera parte hizo dos intercepciones, y al final del partido había hecho cuatro

– Te dije que pondría todo su empeño -le dijo Doris a Patrick en cuatro ocasiones, sin quitarse la capucha.

Durante las presentaciones previas al partido, el público presente en el Lambeau había aplaudido al ex entrenador de los Packers, Mike Holmgren. Favre y Holmgren se habían abrazado en el campo. (Incluso Patrick Wallingford había observado que el estadio Lambeau se alzaba en el cruce de la Vía Mike Holmgren y la Avenida de Vince Lombardi.)

Holmgren había vuelto a casa preparado. Además de las intercepciones, Favre perdió dos balones. Incluso hubo algunos abucheos, cosa rara en aquel estadio.

– Los hinchas de Green Bay no suelen abuchear -comentó Donny Clausen, dejando claro que él no lo hacía. Donny se inclinó para acercarse más a Patrick; su cara pintada de amarillo y verde era un elemento demencial añadido a su reputación de demente por disparar contra las águilas-. Todos queremos que Doris sea feliz-susurró en un tono amenazante al oído de Wallingford, caliente bajo la vieja gorra de Otto.

– Yo también -replicó Patrick.

Pero ¿y si Otto se había suicidado porque era incapaz de hacer feliz a la señora Clausen? ¿Y si ella le había impulsado a hacerlo, e incluso se lo había sugerido de alguna manera? ¿Era acaso el nerviosismo del noviazgo lo que provocaba en Wallingford estos terribles pensamientos? Era indudable que Doris Clausen podía inducir a Patrick Wallingford a matarse si alguna vez la decepcionaba.

Patrick rodeó con el brazo derecho los estrechos hombros de Doris y la atrajo hacia sí; con la mano derecha, le apartó un poco la capucha de la cara. Sólo quería darle un beso en la mejilla, pero ella se volvió y le besó en los labios. Él notó las lágrimas en su rostro frío antes de que volviera a esconderlo bajo la capucha.

Retiraron a Favre del partido y le sustituyó el defensa de reserva Matt Hasselbeck, cuando quedaban poco más de seis minutos del cuarto periodo. La señora Clausen miró a Wallingford.

– Nos vamos -le dijo-. No voy a quedarme a ver a ese novato.

Algunos miembros de la familia Clausen gruñeron al ver que se levantaba, pero lo hacían de buen humor. Incluso en el rostro pintarrajeado de Donny había una sonrisa.

Doris tomó a Patrick de la mano derecha y se lo llevó de allí. Subieron a la tribuna de prensa, y alguien demasiado amistoso les franqueó la entrada. Era un hombre de aspecto juvenil, atlético, lo bastante robusto para ser un jugador o haberlo sido. Doris no le prestó atención, y después de que le hubieran dejado junto a la puerta de la tribuna, cuando ya estaban casi ante el ascensor, señaló en dirección al joven.

– ¿Has visto a ese tipo?

– Sí -respondió Patrick. El joven aún les sonreía de aquella manera demasiado amistosa, aunque la señora Clausen no se había vuelto una sola vez a mirarle.

– Bueno, es el tipo con el que no debería haberme acostado -le reveló ella-. Ahora ya lo sabes todo de mí.

El ascensor estaba lleno de periodistas deportivos, en su mayoría hombres, pues siempre abandonaban el campo un poco antes del final, a fin de conseguir los mejores sitios en la conferencia de prensa que seguía al partido. La mayoría de ellos conocían a la señora Clausen, pues, aunque ella se ocupaba principalmente de las ventas, con frecuencia era quien repartía los pases de prensa. Nada más verla, los reporteros le hicieron sitio. Hacía calor en el recinto pequeño y cerrado del ascensor, y ella se quitó la capucha de la parka.

Los reporteros hacían comentarios sobre el partido y mostraban su abundante surtido de frases hechas.

– Esos balones perdidos han salido caros… Holmgren ha visto de qué pie cojea Favre… Que echaran a Dotson no ha sido ninguna ayuda… sólo el segundo partido perdido por Green Bay entre los últimos treinta y seis en el Lambeau… la menor cantidad de tantos conseguidos por los Packers desde la derrota por veintiuno a seis en Dallas en el 96…

– Bueno, ¿queréis decirme qué importancia tuvo ese partido? -inquirió la señora Clausen-. ¡Ese fue el año en que ganamos la Super Bowl!

– ¿Vienes a la conferencia de prensa, Doris? -le preguntó uno de los reporteros.

– No, esta noche no. Tengo una cita.

Los reporteros soltaron exclamaciones, y alguien silbó. Patrick, con el brazo izquierdo oculto en la manga del abrigo y todavía con la gorra de Otto, estaba seguro de que no le reconocerían. Pero el viejo Stubby Farrell, que había sido reportero deportivo de la cadena de televisión, reparó en él.

– ¡Vaya, el hombre del león! -exclamó Stubby. Wallingford hizo una inclinación de cabeza y por fin se quitó la gorra de Otto-. ¿Te han dado el pasaporte o qué?

De repente se hizo el silencio. Todos los reporteros querían saber qué le había ocurrido. La señora Clausen volvió a apretarle la mano y Patrick repitió lo que había dicho a la familia Clausen.

– No quería perderme el partido.

Esta respuesta encantó a los reporteros, sobre todo a Stubby, aunque Wallingford no pudo esquivar la siguiente pregunta.

– ¿Ha sido Wharton, ese cabrón? -inquirió Stubby.

– Ha sido Mary Shanahan -le dijo Wallingford a Stubby, informando así a todos los demás-. Quería mi puesto.

La señora Clausen le sonreía, indicándole que ella sabía lo que Mary había querido realmente.

Wallingford esperó que alguno de ellos, tal vez Stubby, dijera que era una buena persona o un hombre simpático o un buen periodista, pero su conversación giró exclusivamente en torno al deporte y los apodos familiares que le seguirían hasta la tumba.

Entonces se abrió la puerta del ascensor y los reporteros deportivos salieron por un lado del estadio y apretaron el paso. Con el frío que hacía, tenían que ir a los vestuarios del equipo local o del visitante. Doris y Patrick dejaron atrás las columnas del estadio y se encaminaron al aparcamiento. Había descendido la temperatura, pero Patrick encontraba agradable el frío en la cabeza y las orejas mientras se dirigía al coche de la mano de Doris. Parecía como si estuvieran a cero grados, pero probablemente era el viento lo que producía esa sensación de frío.

Doris encendió la radio. Dados sus comentarios de antes, Patrick se preguntó por qué querría conocer el final del partido. Las siete expulsiones de jugadores de los Packers eran el número máximo desde que sufrieron otras siete cuando jugaban contra los Falcons de Atlanta, once años atrás.

– Hasta Levens perdió el balón -dijo incrédula la señora Clausen-. Y Freeman… ¿qué ha hecho? Quizás un par de pases en todo el partido. ¡Podía haber conseguido diez yardas!

Matt Hasselbeck, el inexperto defensa de los Packers, completó su primer pase en la liga… terminó dos de seis para treinta y dos yardas.

– ¡Vaya! -gritó la señora Clausen, burlonamente-. ¿Será posible?

La puntuación final fue Seattle 27, Green Bay 7.

– Lo he pasado en grande -le dijo Wallingford-. Me ha encantado. Es estupendo estar contigo.

Se quitó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento delantero, junto a ella, apoyando la cabeza en su regazo. Volvió la cara hacia las luces del cuadro de mandos y le puso la mano derecha en el muslo. Notaba que el muslo se le tensaba cada vez que aceleraba o soltaba el pedal, y cuando de vez en cuando pisaba el freno. La mano de Doris le rozó suavemente la cara y entonces ella volvió a asir el volante con ambas manos.

– Te quiero -le dijo Patrick.

– Yo también intentaré quererte -le dijo ella-. Voy a intentarlo de veras.

Wallingford aceptó que esto era lo máximo que ella podía decir. Notó que una lágrima le caía por la cara, pero no se lo mencionó ni tampoco se ofreció para conducir, pues sabía que ella le diría que no. (¿Quién quiere ir en un coche conducido por un manco?)

– Puedo conducir -se limitó a decirle ella, y entonces añadió-: Pasemos la noche en tu hotel. Mis padres están con Otto. Los verás por la mañana, cuando veas al niño. Ya saben que voy a casarme contigo.

Las luces de los coches que pasaban iluminaban a intervalos el frío interior del coche. Si la señora Clausen había encendido la calefacción, no funcionaba, y además conducía con la ventanilla del conductor un poco abierta. El tráfico era escaso; la mayoría de los hinchas se habían quedado en el estadio hasta el amargo final.