Patrick pensó en sentarse y ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Quería ver de nuevo aquella vieja montaña de carbón en el lado occidental del río. No estaba seguro de lo que todo aquel carbón significaba para él… tal vez se trataba de perseverancia.
También quería ver los receptores de televisión brillando en la oscuridad a lo largo de su ruta, cuando regresaban al centro de la ciudad. Sin duda en todas las casas miraban el partido moribundo y luego seguirían el análisis del partido. Pero el regazo de la señora Clausen era cálido y cómodo, y Patrick prefería notar de vez en cuando las lágrimas en la cara que erguirse al lado de ella y verla llorar.
– Por favor, ponte el cinturón -le dijo cuando estaban cerca del puente-. No quiero perderte.
Él se enderezó al instante y se puso el cinturón. En el interior del coche a oscuras no podía ver si ella había dejado de llorar o no.
– Puedes apagar la radio -siguió diciéndole, y él la obedeció.
Recorrieron el puente sumidos en el silencio, y el enorme monte de carbón apareció y luego se fue empequeñeciendo a sus espaldas.
Wallingford pensaba que nunca conocemos de verdad nuestro futuro; el futuro de dos personas juntas es incierto. Sin embargo, creía poder imaginar su futuro con Doris Clausen. Lo veía con el mismo brillo improbable que hiciera resaltar en la oscuridad las alianzas matrimoniales de ella y su difunto marido bajo el embarcadero del cobertizo de los botes. Había algo dorado en su futuro con la señora Clausen, tanto más, probablemente, cuanto que le parecía del todo inmerecido. No merecía más a Doris de lo que aquellos dos anillos, con sus promesas cumplidas e incumplidas merecían que los clavaran bajo un embarcadero, a unos pocos centímetros por encima de las frías aguas del lago.
¿Y durante cuánto tiempo se tendrían el uno al otro? Era inútil especular, tan inútil como el intento de conjeturar cuántos inviernos transcurrirían en Wisconsin antes de que el cobertizo de los botes se derrumbara y hundiera en el lago innominado.
– ¿Cómo se llama el lago? -le preguntó a Doris de repente-. El lago donde está la casa.
– No nos gusta el nombre -respondió la señora Clausen-. Nunca lo usamos. Es sólo la casa del lago.
Entonces, como si supiera que él había estado pensando en las alianzas de ella y Otto clavadas bajo el embarcadero, le dijo:
– He elegido los anillos. Te los mostraré cuando lleguemos al hotel. Esta vez son de platino. Llevaré el mío en el dedo anular de la mano derecha. -(Donde el hombre del león, como todo el mundo sabía, también habría de llevar el suyo)-. Ya sabes lo que dicen -prosiguió la señora Clausen-. No dejes ningún pesar en el terreno de juego.
Wallingford conjeturó la procedencia de esa frase, que incluso para él tenía resonancias del mundo de aquel deporte… y de una valentía de la que él había carecido hasta entonces. En realidad, eso era lo que decía el viejo letrero en el pie de la escalera del Lambeau, el letrero sobre la puerta que daba acceso al vestuario de los Packers: NO DEJES NINGÚN PESAR EN EL TERRENO DE JUEGO.
– Comprendo -dijo Wallingford. En un lavabo del Lambeau había visto a un hombre con la barba pintada de amarillo y verde, como la de Donny. Se estaba percatando del grado de fervor necesario-. Comprendo -repitió.
– No, no comprendes -le contradijo la señora Clausen-. No del todo, aún no. -Él la miraba fijamente; Doris había dejado de llorar-. Abre la guantera -le pidió. El titubeó, pues le había pasado por la mente que allí estaba el arma de Otto, y cargada-. Vamos, ábrela.
En la guantera había un sobre abierto del que sobresalían unas cuantas fotos, y Patrick vio los orificios que habían dejado las chinchetas y asimismo alguna mancha de herrumbre. Por descontado, supo de dónde procedían las fotos antes de ver qué había en ellas. Aquellas fotografías, más o menos una docena, eran las mismas que Doris clavara en cierta ocasión en la pared al lado de la cama. Las había quitado de allí porque ya no soportaba verlas en el cobertizo de los botes.
– Míralas, por favor -le pidió la señora Clausen.
Detuvo el coche cuando el hotel ya estaba a la vista. Se acercó al bordillo y frenó pero dejando el motor en marcha. El centro de Green Bay estaba casi desierto a aquellas horas; todo el mundo estaba en casa o regresando a casa desde el estadio Lambeau.
Las fotografías no seguían ningún orden determinado, pero Wallingford comprendió enseguida cuál era su tema. En todas ellas aparecía la mano izquierda de Otto Clausen. En algunas aparecía todavía como parte del cuerpo de Otto, unida al fornido brazo del camionero, y todavía mostraba el anillo de boda. Pero en algunas de las fotos el anillo no estaba: la señora Clausen lo había extraído… de lo que Wallingford sabía que era la mano del muerto.
También había fotos de Patrick Wallingford. O por lo menos eran fotos de la nueva mano izquierda de Patrick… sólo la mano. Por los diversos grados de hinchazón de la mano y la muñeca, así como la zona del antebrazo donde estaba el implante quirúrgico, Wallingford podía determinar en qué etapas Doris le había fotografiado con la mano de Otto… la que ella llamaba la tercera mano.
Así pues, Patrick no había soñado que ella le fotografiaba mientras dormía, y por eso el sonido del obturador le había parecido tan real. Naturalmente, con los ojos cerrados el flash le habría parecido débil y lejano, tan incompleto como un rayo de calor, tal como Wallingford lo recordaba.
– Tíralas, por favor -le pidió la señora Clausen-. Lo he intentado, pero soy incapaz de hacerlo. Deshazte de ellas, te lo ruego.
– De acuerdo -dijo Patrick.
Doris lloraba de nuevo, y él la acarició. Nunca hasta entonces le había tocado el pecho con el muñón. Incluso a través de la parka notaba el seno; cuando ella le asió con fuerza el antebrazo, él también percibió su respiración.
– No olvides nunca que yo también he perdido algo -le dijo ásperamente la señora Clausen.
Doris siguió conduciendo hasta el hotel. Tras darle a Patrick las llaves y precederle al vestíbulo, él tuvo que aparcar el automóvil. Decidió pedirle a algún empleado del hotel que lo hiciera.
Entonces se deshizo de las fotografías, tirándolas, con sobre y todo, a un contenedor de basura. Las fotos desaparecieron en un instante, pero a él no le había pasado inadvertido aquel mensaje. Sabía que la señora Clausen acababa de confesarle cuanto le diría jamás acerca de su obsesión: mostrarle las fotografías de la mano era el final definitivo de lo que tenía que decir al respecto.
¿Qué era lo que había dicho el doctor Zajac? No existía ningún motivo clínico por el que el trasplante de mano hubiese fracasado. Zajac no podía explicarse el misterio, pero no había tal misterio para Patrick Wallingford, cuya imaginación no sufría las limitaciones de una mente científica. La mano había puesto fin al asunto, eso era todo.
No deja de ser interesante que el doctor Zajac tuviera poco que decir a sus alumnos de la Facultad de Medicina de Harvard acerca de la «desilusión profesional». Zajac era feliz en su semirretiro, con Irma y los gemelos. Pensaba que la desilusión profesional era tan decepcionante como el éxito profesional.
– Organizad vuestra vida -decía Zajac a sus alumnos de Harvard-. Si ya habéis llegado hasta aquí, vuestra profesión debería cuidar de sí misma.
Pero ¿qué saben de la vida los estudiantes de medicina? No han tenido tiempo de vivir.
Wallingford fue al encuentro de Doris Clausen, que le esperaba en el vestíbulo. Subieron en el ascensor a la habitación sin decirse una sola palabra.
Él le permitió usar el baño antes que él. A pesar de sus planes, Doris no había traído consigo más que un cepillo de dientes, que llevaba en el bolso. Y en su apresuramiento por meterse en cama se olvidó de mostrarle a Patrick las alianzas matrimoniales de platino, que también llevaba en el bolso. Lo haría a la mañana siguiente.
Mientras la señora Clausen estaba en el baño, Wallingford miró el último noticiario y, por una cuestión de principios, no sintonizó la que había sido su cadena. Uno de los reporteros deportivos ya había filtrado la noticia del despido de Patrick a otra cadena. Era una buena manera de finalizar el telediario, una noticia mejor que las habituales. «La bella Mary Shanahan despide al hombre del león.»
La señora Clausen había salido del baño, desnuda, y estaba en pie a su lado.
Patrick se apresuró en el baño mientras Doris miraba en la televisión el final del partido de Green Bay. Le sorprendió que Dorsey Levens hubiera llevado el balón veinticuatro veces para ciento cuatro yardas, una magnífica actuación cuando la causa estaba perdida.
Cuando Wallingford, también desnudo, salió del baño, la señora Clausen ya había apagado el televisor y le esperaba en la amplia cama. Patrick apagó las luces y se acostó a su lado. Se abrazaron mientras escuchaban el ruido del viento, que soplaba con fuerza, a ráfagas, pero no tardaron en dejar de oírlo.
– Dame la mano -le pidió Doris. Él sabía perfectamente a cuál se refería.
Wallingford colocó el cuello de la señora Clausen en el brazo derecho doblado por el codo; con la mano derecha le asió un seno. Ella puso el muñón del antebrazo izquierdo entre sus muslos, donde él podía notar que los dedos perdidos de su cuarta mano la tocaban.
En el exterior de la cálida habitación de hotel, el frío viento era un heraldo del invierno inminente, pero ellos sólo oían sus respiraciones entrecortadas. Como otros amantes, no reparaban en el viento que seguía arremolinándose y soplando en la agreste y despreocupada noche de Wisconsin.