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padre o sin él, Rudy apenas probaba bocado.

Un gastroenterólogo pediátrico prescribió cirugía exploratoria, a fin de descartar posibles dolencias del colon. Otro recetó un jarabe, un líquido azucarado indigerible que actuaba como diarreico. (Se basaba en la teoría de que si los intestinos del chico se movían con mayor frecuencia, tendría más apetito.) Un tercero expresó su opinión de que Rudy superaría el problema al crecer. Este último fue el único consejo gastroenterológico que pudieron aceptar tanto el doctor Zajac como su ex esposa.

Entretanto, la empleada doméstica de Zajac, residente en la casa, había presentado su dimisión, pues no podía soportar que se tirase tanta comida el tercer lunes de cada mes. Como a Irma le molestaba la denominación «empleada doméstica», Zajac nunca dejaba de llamarla su «asistenta», aunque las principales responsabilidades de la joven eran la limpieza de la casa y hacer la colada. Tal vez la obligatoria recogida diaria de las cacas de perro en el patio era lo que más la ponía de mal humor, la ignominia de la bolsa de papel marrón, su torpeza en el manejo de la raqueta de lacrosse infantil, la baja categoría de la tarea.

Irma era una mujer sencilla, robusta, cercana a la treintena, y no había previsto que trabajar para un «doctor en medicina», como ella llamaba a Zajac, incluiría un cometido tan degradante como combatir los hábitos excrementicios de los perros de la calle Brattle.

También hería sus sentimientos que el doctor Zajac la considerase una inmigrante para quien el inglés era una segunda lengua. El inglés era el primer y único idioma de Irma, pero la confusión se debía a lo que el menudo Zajac podía entender cuando casualmente la oía hablar alegremente por teléfono. Irma tenía su propio teléfono en su dormitorio, frente a la cocina, y a menudo hablaba largo y tendido con su madre o alguna de sus hermanas, a altas horas de la noche, cuando Zajac asaltaba el frigorífico. Aun así, el cirujano, delgado como un escalpelo, reducía sus tentempiés a zanahorias crudas, que conservaba en un cuenco con hielo fundido en la nevera.

A Zajac le parecía que Irma hablaba una lengua extranjera. Sin duda, la masticación constante de zanahorias crudas y los exasperantes trinos de los pájaros enjaulados que estaban por toda la casa provocaban sus dificultades auditivas, pero el principal motivo de la errónea suposición de Zajac era que Irma siempre gritaba histéricamente cuando hablaba con su madre o sus hermanas. Les contaba una y otra vez lo humillante que era verse siempre subestimada por el doctor Zajac.

Irma sabía cocinar, pero el doctor nunca comía. Sabía coser, pero Zajac enviaba al centro de lavandería y arreglos de ropa las prendas del consultorio y el hospital necesitadas de zurcidos. Lo que quedaba del resto de sus ropas eran las prendas sudadas con las que corría. Zajac corría por la mañana (a veces, cuando aún estaba oscuro) antes del desayuno, y volvía a correr (a menudo cuando ya había oscurecido) al final de la jornada.

Era uno de esos cuarentones delgados que corren por las orillas del río Charles, como si estuvieran perpetuamente empeñados en una competición de buena forma con los estudiantes que también corren y caminan por las inmediaciones de Memorial Drive. Con nieve compacta o a medio derretir, con cellisca, con el calor del verano, incluso cuando había tormenta, el espigado cirujano corría y corría. Con una altura de metro ochenta, el doctor Zajac sólo pesaba sesenta y cinco kilos.

Irma, que medía metro sesenta y siete y pesaba alrededor de setenta y cinco, estaba convencida de que odiaba a aquel hombre. De noche canturreaba por teléfono, sollozando, la letanía de las ofensas de Zajac, pero el cirujano, cuando acertaba a oírla, se preguntaba: ¿checo?, ¿polaco?, ¿lituano?

Cuando el doctor Zajac le preguntó de dónde era, Irma le respondió indignada: «¡De Boston!». «¡Muy bien dicho! -concluyó Zajac-. No hay patriotismo como el del agradecido inmigrante europeo.» Y así el doctor Zajac la felicitaba por su buen inglés, «teniendo en cuenta que…», e Irma se desahogaba de noche, llorando y con el teléfono en la mano.

Irma se abstenía de hacer comentarios acerca de la comida que el doctor compraba cada tercer viernes de mes, y Zajac, por su parte, no le daba ninguna explicación sobre sus instrucciones, cada tercer lunes, de tirarla. Ella se limitaba a recoger la comida que estaba en la mesa de la cocina (un pollo entero, jamón en abundancia, verdura, fruta y helado fundido), junto con una nota escrita a máquina que ordenaba: ELIMINELO. Eso era todo.

Irma imaginó que semejante actitud de Zajac se relacionaba con la repugnancia causada por la caca de perro. Con una sencillez mítica, supuso que el doctor tenía una obsesión por eliminar cosas. No sabía lo errada que iba. Incluso cuando corría por la mañana y por la noche, Zajac blandía una raqueta de lacrosse, en este caso de adulto, que sostenía como si llevara en ella una pelota imaginaria.

Había muchas raquetas de lacrosse en la vivienda de Zajac. Aparte de la de Rudy, que parecía relativamente de juguete, había numerosas raquetas de adulto, en diversos grados de desgaste y deterioro. Incluso había una con el mango de madera que se remontaba a la época del doctor en Deerfield y tenía aspecto de un arma, debido a las cuerdas de cuero sin curtir, rotas y atadas de nuevo. Estaba rodeada de sucia cinta adhesiva y tenía barro incrustado, pero en las hábiles manos del doctor Zajac, la vieja raqueta cobraba vida y reflejaba la energía nerviosa de su agitada juventud, cuando el neurasténico cirujano, a pesar de su excesiva delgadez, era un magnífico centrocampista.

Cuando el doctor corría por la orilla del Charles, la anticuada raqueta de madera evidenciaba la disponibilidad para el disparo de un fusil militar. Más de un remero en Cambridge había visto una o dos cacas de perro sobrevolar la popa de su bote, y uno de los alumnos de Zajac en la Facultad de Medicina, que había ocupado el puesto de timonel de una embarcación de regatas de ocho remos en Harvard, afirmaba haber esquivado diestramente una caca dirigida a su cabeza.

El doctor Zajac negó haber intentado alcanzar al timonel. Su única intención era librar a Memorial Drive de un notable exceso de excremento perruno, que recogía en la red abolsada de la raqueta de lacrosse y lanzaba al río Charles. Pero tras su primer y memorable encuentro, el ex timonel y estudiante de medicina estaba siempre ojo avizor por si aparecía el alocado centrocampista, y otros remeros y timoneles juraban haber visto a Zajac recoger una plasta con la vieja raqueta y lanzársela con destreza.

Se tiene constancia de que el antiguo centrocampista de Deerfield marcó dos goles contra un equipo de Andover que hasta entonces no había sufrido ninguna derrota, y en dos ocasiones marcó tres tantos contra Exeter. (Si ninguno de sus compañeros de equipo se acordaba de Zajac, algunos de sus contrarios no le habían olvidado. El portero de Exeter manifestó de la manera más lacónica: «Nick Zajac tenía un maligno y jodido poder de lanzamiento».)

Los colegas del doctor Zajac en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados también le habían oído. censurar «la absoluta estupidez de participar en un deporte mientras miras hacia atrás», lo cual documentaba el desdén de Zajac hacia los remeros. ¿Pero qué tenía eso de extraño? ¿No son las excentricidades muy corrientes entre los grandes triunfadores?

En la casa de la calle Brattle resonaban los trinos de los pájaros, como en un estrecho y boscoso valle. En los ventanales del comedor había grandes equis pintadas con spray negro para evitar que los pájaros chocaran con los cristales, lo cual confería al hogar de Zajac un aura de perpetuo vandalismo. Un reyezuelo con un ala rota se recuperaba en una jaula colocada en la cocina, donde no mucho antes había muerto una picotera con el cuello roto, aumentando así las aflicciones de Irma.

Barrer el alpiste esparcido bajo las jaulas de las aves era una de las tareas interminables de Irma. A pesar de sus esfuerzos, el crujido del alpiste bajo los pies habría hecho la casa desaconsejable para los ladrones. A Rudy, sin embargo, le gustaban los pájaros (hasta entonces la madre del chiquillo desnutrido se había negado a permitirle tener cualquier clase de animal doméstico) y Zajac habría vivido en un aviario de haber pensado que eso haría feliz a Rudy, o que le induciría a comer.

Pero a Hildred, empeñada en atormentar a su ex marido, no le bastaba con haber reducido el tiempo que Zajac pasaba con su hijo a tan sólo dos días y tres noches al mes, y por ello, convencida de que había encontrado el medio de emponzoñar más la relación entre los dos, finalmente le compró un perro a Rudy.

– Pero deberás tenerlo en casa de tu padre -le dijo al pequeño de seis años-. No puede estar aquí.

El chucho procedía de alguna organización caritativa, tan generosa que le había considerado «en parte labrador». ¿Qué parte sería ésa?, ¿la negra? Era una hembra con los ovarios extirpados, de unos dos años, con la cara inquieta, de expresión acobardada y el cuerpo más voluminoso y rechoncho que el de un perdiguero labrador. Los labios superiores blandos y colgantes sobre la mandíbula inferior le daban un aire de sabueso; la frente, más marrón que negra, estaba arrugada debido a un fruncimiento constante. El animal caminaba con el hocico cerca del suelo, a veces pisándoselas orejas, y agitando la robusta cola como la de un perdiguero. (Hildred había adquirido el chucho abandonado con la esperanza de que fuese cazador de aves.)

– Si no nos quedamos con ella, matarán a Medea, papá -le dijo Rudy a su padre en un tono solemne.

– Medea -repitió Zajac.

En términos de veterinaria, Medea padecía «indiscreción dietética». Se tragaba trozos de madera y de zapatos, piedras, papel, metal, plástico, pelotas de tenis, juguetes y sus propias heces. (La llamada indiscreción dietética correspondía sin duda a su parte de labrador.) El entusiasmo de la perra por la caca de perro, y no sólo la suya propia, era lo que había impulsado a su familia anterior a abandonarla.