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Hildred se había superado a sí misma al encontrar un perro condenado a muerte con unos hábitos que con toda certeza enloquecerían a su marido, o le volverían aún más loco. Que Medea tuviera el nombre de una hechicera clásica que mató a sus propios hijos era perfecto. Si la voraz labrador parcial hubiera tenido cachorros, los habría devorado.

¡Cuál no sería el horror de Hildred al descubrir que el doctor Zajac le cobraba afecto a la perra! Medea buscaba caca de perro con la misma constancia que él, eran almas gemelas, y ahora Rudy tenía un perro con el que jugar y se mostraba más contento ante la perspectiva de ver a su padre.

Puede que el doctor Nicholas M. Zajac fuese el cirujano de los astros, pero por encima de todo era un papá divorciado. Que el cariño del doctor Zajac por su hijo conmoviera a Irma, fue primero una tragedia para ella y luego un triunfo. Su propio padre abandonó a su madre antes de que ella naciera, y no se molestó en mantener algún contacto con Irma y sus hermanas.

Un lunes por la mañana, cuando Rudy ya había vuelto con su madre, Irma dio comienzo a la jornada limpiando la habitación del niño. Durante las tres semanas que estaba ausente, el dormitorio se mantenía tan limpio como un santuario. En la práctica era un santuario, y a menudo Zajac permanecía allí, sentado como un feligrés en la iglesia. La habitación de Rudy también atraía a la adusta perra. Medea parecía echar de menos a Rudy tanto como el padre.

Sin embargo, aquella mañana Irma se sorprendió al descubrir que el doctor Zajac dormía en la cama de su hijo. Las piernas le sobresalían al pie del lecho, y había retirado las mantas y sábanas; sin duda le bastaba el calor de la perra, un animal que pesaba treinta kilos. Medea yacía con el pecho contra el del quirocirujano desnudo, el hocico en su garganta y una pata acariciando el hombro desnudo del médico dormido.

Irma se los quedó mirando. Nunca había contemplado durante tanto rato a un hombre desnudo sin desviar la vista. El ex centrocampista se sentía más perplejo que insultado por el hecho de que su espléndida forma física no atrajera a las mujeres, pero aunque no carecía de atractivo, ni mucho menos, su rematada chifladura

era tan visible como su esqueleto, aunque menos evidente cuando estaba dormido.

Los colegas del cirujano estimulado por su dedicación a los trasplantes se burlaban de él pero al mismo tiempo le envidiaban. Corría de una manera obsesiva, apenas comía, estaba chalado por las aves y acababa de enamorarse de la indiscreción dietética de una perra notablemente neurótica. También le estimulaba la congoja causada por un hijo al que apenas veía. No obstante, lo que Irma percibía ahora en el doctor Zajac iba más allá. De improviso reconocía su amor heroico hacia el niño, un amor que compartían el hombre y la perra. (En la recién descubierta debilidad de Irma, Medea también la conmovía.)

Irma nunca había visto a Rudy, pues no trabajaba los fines de semana. Sólo sabía lo que podía deducir de las fotografías, cuyo número aumentaba tras cada una de las bienaventuradas visitas del niño. Aunque Irma había barruntado que la habitación de Rudy era un santuario, ver a Zajac y Medea abrazados en la camita del pequeño la había cogido desprevenida. «¡Ah, que la amaran a una de esa manera!», se dijo.

En aquel preciso instante Irma se enamoró de la evidente capacidad amorosa del doctor Zajac, a pesar de que el buen doctor no había mostrado ninguna capacidad discernible de amarla a ella. Irma se convirtió en el acto en esclava de Zajac, aunque él tardó un poco en darse cuenta.

Fue uno de esos momentos que cambian la vida, y mientras tenía lugar, Medea abrió los ojos, llenos de lástima hacia sí misma, y alzó la pesada cabeza, con un hilo de baba suspendido del labio sobresaliente. A Irma, cuyo entusiasmo por hallar augurios en los hechos más triviales no tenía límites, le pareció que la baba de la perra tenía el color inolvidable de una perla.

Irma se dio cuenta de que el doctor Zajac también estaba a punto de despertarse. El pene erecto del doctor tenía el diámetro de su muñeca, y su longitud… en fin, digamos tan sólo que, para ser un tipo tan flaco, Zajac tenía una señora verga. Irma decidió al instante que quería ser delgada.

Fue una reacción no menos repentina que el descubrimiento de su amor por el doctor Zajac. La desgarbada muchacha, que tenía casi veinte años menos que aquel hombre divorciado, apenas tuvo tiempo de salir tambaleándose al pasillo antes de que Zajac se despertara. Para advertir al doctor de que estaba cerca, llamó a la perra, y Medea, con muy poco entusiasmo, salió de la habitación de Rudy. Para asombro del deprimido animal, que cedía con rapidez a las carantoñas, Irma derramó sobre él su afecto.

Todo tiene una finalidad, se decía la sencilla joven. Recordó su desdicha pasada y supo que la perra era el camino para llegar al corazón del doctor Zajac.

– Ven aquí, encanto, ven conmigo -oyó Zajac que decía su empleada doméstica-asistenta-. ¡Hoy sólo vamos a comer cosas de alimento!

Como ya hemos dicho, los colegas de Zajac estaban lamentablemente por debajo de su pericia quirúrgica, y le habrían despreciado y envidiado aún más de no haber estado seguros de que tenían ciertas ventajas sobre él en otros aspectos. Les animaba y estimulaba que su intrépido cirujano jefe estuviera abrumado por el amor hacia su desdichado y consumido hijo. ¿Y no era maravilloso que, por el amor a Rudy, el mejor cirujano de Boston especializado en las manos viviera día y noche con una perra comedora de mierda?

Los subordinados del doctor Zajac pecaban de crueldad y falta de caridad al alegrarse de la desdicha del hijito de Zajac, y los colegas del buen doctor tampoco acertaban al considerar al muchacho «consumido». Rudy estaba atiborrado de vitaminas y zumo de naranja; tomaba golosinas frutales (sobre todo fresas heladas y puré de plátano) y se las arreglaba para comer una manzana o una pera todos los días. Tomaba tostadas y huevos revueltos, comía pepino, aunque sólo acompañado de ketchup. No ingería leche ni probaba la carne ni el pescado ni el queso, pero a veces mostraba un cauto interés por el yogur, siempre que no tuviera grumos.

Es cierto que Rudy estaba demasiado delgado, pero con una pequeña cantidad de ejercicio regular o alguna sana corrección de su dieta, su aspecto habría sido tan normal como el de cualquier niño. En realidad, tenía un carácter encantador y no sólo era el proverbial «buen chico» sino también un modelo de equidad y buena voluntad. Su único problema era la influencia negativa de su madre, que casi había conseguido envenenar los sentimientos de Rudy hacia su padre. Al fin y al cabo, ella disponía de tres semanas para aleccionar al vulnerable chiquillo, y cada tercer fin de semana Zajac disponía de poco más de cuarenta y ocho horas para contrarrestar la influencia perniciosa de la madre. Y como Hildred sabía muy bien que el doctor Zajac idolatraba el ejercicio vigoroso, había prohibido a Rudy que jugara al fútbol o patinara sobre hielo al salir de la escuela. En cambio se pasaba las horas pegado ante la pantalla del televisor, mirando vídeos.

Durante los años de su vida en común con Zajac, Hildred había hecho lo imposible por mantenerse delgada; en cambio, ahora se mostraba partidaria de la gordura. Consideraba que una era «más mujer» si estaba llenita, una idea que bastaba para provocar arcadas a su ex marido.

Pero lo más cruel era la manera en que la madre de Rudy casi le había convencido de que su padre no le quería. Para Hildred era una satisfacción decirle a Zajac que el chico siempre regresaba invariablemente deprimido tras los fines de semana con su padre. Que esto se debiera a que ella interrogaba sin piedad a Rudy cuando volvía a casa nunca se le habría ocurrido a Hildred.

– ¿Había una mujer? -inquiría la madre-. ¿Has conocido a una mujer? -(Sólo estaban Medea y todas las aves.)

Cuando no ves a tu hijo durante varias semanas seguidas, el deseo de hacerle regalos es muy tentador. Sin embargo, cuando Zajac compraba cosas a Rudy, Hildred decía al muchacho que su padre le estaba sobornando. O bien la conversación con el niño se desarrollaba más o menos así:

– ¿Qué te ha comprado? ¡Unos patines! Para lo que los vas a usar… ¡debe de querer que te rompas la crisma! Y supongo que no te ha dejado ver ni una sola película. Francamente, sólo tiene que entretenerte durante un par de días y tres noches… sería de esperar que se portara como es debido. ¡Debería esforzarse un poco más!

Pero el problema, naturalmente, era que Zajac se esforzaba demasiado. Durante las primeras veinticuatro horas que pasaban juntos, la frenética energía de su padre abrumaba al pequeño.

Medea mostraba el mismo frenesí que Zajac cuando veía a Rudy, pero el niño era apático, por lo menos en comparación con la bulliciosa perra, y a pesar de los preparativos, evidentes por doquier, que el cirujano había efectuado para divertir a su hijo, éste parecía claramente hostil. Le habían condicionado para que fuese sensible a los ejemplos de la falta de cariño por parte de su padre; como no veía ninguno, se sentía confuso cada vez que pasaba con él un fin de semana.

Había un juego con el que Rudy disfrutaba, incluso en aquellas desgraciadas noches del viernes en que el doctor Zajac se sentía reducido a la penosa tarea de entablar conversación sobre naderías con su único hijo. Zajac se aferraba con orgullo paterno al hecho de que el juego era de su propia invención. A los niños de seis años les encanta la repetición, y el juego inventado por el doctor Zajac bien podría llamarse «Repetición interminable», aunque ni el padre ni el hijo se tomaban la molestia de poner nombre al juego. Al comienzo de sus fines de semana juntos, ése era el único juego que practicaban.