Se turnaban para esconder un cronómetro de cocina, preparado para que sonara al cabo de un minuto, y siempre lo ocultaban en la sala de estar. Decir que lo «ocultaban» no es del todo correcto, pues la única regla del juego era que el cronómetro siempre debía estar visible. No podían meterlo debajo de un cojín o en un cajón. (O enterrarlo bajo un montículo de alpiste en la jaula de los pinzones violáceos.) Tenía que estar a la vista, pero, como el cronómetro de cocina era pequeño y de color beige, no era nada fácil distinguirlo en la sala de estar del doctor Zajac, la cual, como el resto de la vieja casa en la calle Brattle, había sido amueblada de nuevo, apresuradamente y de una manera que Hildred consideraría «sin gusto». (Hildred se había llevado todos los muebles buenos.) La sala de estar estaba atestada, con cortinas y tapicerías mal conjuntadas. Era como si tres o cuatro generaciones de Zajacs hubieran vivido y muerto allí, y nadie hubiera tirado jamás nada.
Las condiciones de la sala hacían que fuese bastante sencillo dejar al descubierto un inofensivo cronómetro de cocina, de modo que resultara tan difícil de encontrar como si estuviera oculto. Sólo de vez en cuando Rudy encontraba el cronómetro en menos de un minuto, antes de que sonara, y Zajac, aunque localizara el instrumento en diez segundos, siempre aparentaba que no daba con él hasta que había pasado el minuto, con gran regocijo del pequeño. Entonces Zajac se fingía frustrado mientras Rudy reía.
Hubo un progreso, más allá del simple placer que procuraba el juego del cronómetro, que tomó a padre e hijo por sorpresa. Se llamaba lectura, el placer en verdad inagotable de leer en voz alta, y los libros que el doctor Zajac decidió leerle a Rudy eran los dos que más le gustaron a él mismo en su infancia, Stuart Little y La telaraña de Charlotte, ambos de E.B. White.
A Rudy le impresionó tanto Wilbur, el cerdo de La telaraña de Charlotte, que quiso cambiarle el nombre a Medea y llamarla Wilbur.
– Ése es un nombre de chico -observó Zajac- y Medea es una chica, pero supongo que el cambio de nombre estaría bien. Podrías llamarla Charlotte, si te parece.
– Pero Charlotte se muere -objetó Rudy. (La Charlotte epónima es una araña)-. No quiero que Medea se muera.
– Medea vivirá mucho tiempo, Rudy -le aseguró Zajac a su hijo.
– Mamá dice que podrías matarla, por tu manera de enfadarte.
– Te prometo que no mataré a Medea, Rudy -replicó Zajac-. No me enfadaré con ella.
Esto era un ejemplo de lo poco que Hildred le había comprendido jamás. ¡Que perdiera los estribos a causa del excremento de perro no significaba que estuviera enojado con los perros!
– Vuelve a decirme por qué le pusieron Medea -le pidió el niño.
Era difícil contarle la leyenda griega a un pequeño de seis años, tratar de explicarle qué es una hechicera. Pero la parte en que Medea ayuda a su marido, Jasón, a conseguir el Vellocino de Oro era más fácil de explicar que la parte sobre lo que Medea les hace a sus propios hijos. El doctor Zajac se preguntó por qué se le ocurriría a alguien ponerle el nombre de Medea a una perra.
En los seis meses transcurridos desde su divorcio, Zajac había leído más de
una docena de libros escritos por psiquiatras pediátricos acerca de los trastornos que sufren los niños después de un divorcio. Todos hacían mucho hincapié en la necesidad de tener sentido del humor, lo cual no era el punto más fuerte del cirujano.
Zajac sólo se sentía tentado a cometer una diablura en aquellos momentos en que llevaba una caca de perro en la raqueta de lacrosse. Sin embargo, en Deerfield no sólo había jugado como centrocampista, sino que también había cantado en una agrupación coral de la localidad. Y aunque ahora sólo cantaba en el baño, cuando se duchaba con Rudy experimentaba un espontáneo acceso de buen humor. Ducharse con su padre era otro elemento en la lista pequeña pero creciente de cosas que a Rudy le gustaba hacer con su papá.
De repente, con la tonada de Yo soy el río, que Rudy había aprendido a cantar en la guardería (como les sucede a tantos hijos únicos, al pequeño le gustaba cantar), el doctor Nicholas M. Zajac entonó:
Yo soy Medea, amigos,
Y como lo que cagué.
¡Hasta a mis hijos maté,
En los tiempos antiguos!
– ¿Qué? -dijo Rudy-. ¡Vuelve a cantar eso!
Ya habían hablado de los tiempos antiguos.
Cuando su padre cantó la estrofa de nuevo, Rudy se desternilló de risa. El humor escatológico es el más interesante para los niños de seis años.
– No cantes esto delante de tu madre -le advirtió a Rudy su padre. Así compartían un secreto, era un paso más hacia la creación de un vínculo entre ellos.
Al cabo de cierto tiempo, Rudy llevó a casa dos ejemplares de Stuart Little, pero Hildred se negó a leerle ese relato al pequeño; peor todavía, tiró a la basura los dos ejemplares. Rudy guardó silencio, pero cuando vio que su madre tiraba también los ejemplares de La telaraña de Charlotte se lo dijo a su padre, y eso se convirtió en otro vínculo entre ellos.
Cada fin de semana que pasaban juntos, Zajac le leía a Rudy unas páginas de uno u otro libro, y el niño nunca se cansaba. Lloraba cada vez que Charlotte moría; reía cada vez que Stuart chocaba con el coche invisible del dentista. Y, lo mismo que Stuart, cuando Rudy estaba sediento le decía a su padre que tenía «una sed ruinosa». (La primera vez, naturalmente, Rudy tuvo que preguntarle a su padre qué significaba «ruinosa».)
Entretanto, a pesar de que el doctor Zajac había progresado tanto desmintiendo el mensaje que Hildred le daba a Rudy (el chico estaba cada vez más convencido de que su padre le quería), los mezquinos colegas del cirujano se convencían a sí mismos de que eran superiores a Zajac debido precisamente a la presunta desdicha y desnutrición del hijo del doctor.
Al principio los colegas del doctor Zajac también se sentían superiores a él debido a Irma. Sólo un perdedor nato la elegiría a ella entre las candidatas a empleada de hogar; pero cuando Irma empezó a transformarse, pronto repararon en ella, mucho antes de que el mismo Zajac mostrara algún indicio de que compartía su interés.
Que no fuese capaz de observar la transformación de Irma era una prueba más de que el doctor Zajac era un loco perteneciente a la variedad de los que no ven nada. La chica había perdido diez kilos y acudía a un gimnasio. Corría cinco kilómetros diarios… o sea, que no se limitaba a hacer un poco de ejercicio. Si su nuevo vestuario carecía de gusto, revelaba a la perfección las líneas de su cuerpo. Irma nunca sería bella, pero estaba bien hecha. Hildred propalaría el rumor de que su ex marido estaba saliendo con una bailarina de striptease. (Las cuarentonas divorciadas no destacan por su actitud caritativa hacia las veinteañeras bien hechas.)
No se olvide que Irma estaba enamorada. ¿Qué le importaba a ella lo que dijeran? Una noche recorrió de puntillas, desnuda, el pasillo a oscuras del piso superior. Había razonado que, si Zajac no se había acostado y la veía sin ropa, ella le diría que era sonámbula y que alguna fuerza la había atraído a su habitación. Irma ansiaba que el doctor Zajac la viera desnuda, accidentalmente, claro, porque había conseguido tener un físico estupendo y, además, confiaba al cien por cien en su cuerpo.
Pero al pasar de puntillas ante la puerta del doctor, detuvo a Irma la desconcertante convicción de que había acertado a oírle rezar. La joven no era religiosa, y rezar le parecía una actividad sospechosamente acientífica para un cirujano. Escuchó un poco más junto a la puerta y le alivió descubrir que el doctor no estaba rezando, sino que tan sólo leía Stuart Little en voz alta, con una cadencia que parecía la del rezo.
– «A la hora de cenar empuñó el hacha, cortó un diente de león, abrió una lata de jamón picante y tomó una cena ligera a base de jamón y leche de diente de león» -leyó el doctor Zajac.
Irma se sintió estremecida de amor por él, pero la simple mención del jamón picante hizo que se marease. Regresó de puntillas a su dormitorio frente a la cocina, y se detuvo para mordisquear unos trozos de zanahoria cruda del cuenco con hielo fundido que estaba en el frigorífico.
¿Cuándo repararía en ella aquel hombre solitario?
Irma comía muchas nueces y frutos secos; también tomaba fruta fresca, y grandes cantidades de verduras crudas. Sabía preparar un excelente pescado al vapor con jengibre y alubias negras, un plato que causó tal impresión al doctor Zajac que éste sobresaltó a Irma (y a cuantos le conocían) al organizar de improviso una cena para sus alumnos de la facultad.
Evidentemente Zajac imaginaba que alguno de sus chicos de Harvard podría pedirle a Irma que saliera con él. Opinaba, como la mayoría de los alumnos, que Irma parecía un tanto solitaria. Poco sabía el doctor que Irma sólo tenía ojos para él. Cuando la presentó a los alumnos como su «asistenta», y dado que era una mujer tan atractiva, éstos supusieron que el doctor ya se relacionaba con ella y abandonaron toda esperanza. (Las alumnas del cirujano probablemente pensaron que Irma parecía tan desesperada como Zajac)
No importaba. A todos les gustaba el pescado al vapor con jengibre y alubias negras, e Irma tenía otras recetas. Trataba la comida de la perra con ablandador de la carne, porque había leído en una revista, en la sala de espera de su dentista, que el ablandador de la carne hace que las deposiciones sean poco apetitosas, incluso para un perro. Pero Medea parecía opinar lo contrario.