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Daniel pensó que seguían hablando de Van Asperen.

– Ah, yo no entro ni salgo en esta historia. Además, cuando lo de Van Asperen yo estaba con hepatitis.

Marañón sonrió zumbonamente al oír la respuesta de Daniel. Retiró con agilidad de una bandeja otra copa de Clos du Mesnil que estaba a punto de caer en manos de un gordo con tirantes y dijo:

– No te estoy pidiendo que tomes partido, hombre. Te pregunto que a qué aspiras en la vida.

– ¡Ah! Doy clases de musicología histórica. Y de momento con que no me echen…

– Virgencita, que me quede como estoy, ¿no? Bueno, ha sido un placer conocerte, Daniel. Disculpa pero estoy siendo un auténtico maleducado con el resto de mis invitados. -Y se fue a atender a su «clientela».

Daniel anduvo zascandileando por el jardín, sin cruzar palabra con persona alguna, durante muchos minutos. No conocía a nadie, por más que le sonaran algunas caras, y nadie le conocía a éclass="underline" la sensación de aislamiento y soledad en medio de aquel gentío (podría haber allí reunidas ciento cincuenta personas) era total. Iba de un lado a otro, esperando que algún corrillo le aceptara en su seno, sonriendo forzadamente en cuanto su mirada se cruzaba con la de algún comensal, rogando al cielo que su anfitrión, al verle incomunicado, se apiadara de él y le presentara aunque fuera al responsable del catering. Los únicos que parecían no tratarle como un apestado eran los camareros, que se le acercaban continuamente para tentarle con todo tipo de exquisiteces. Auténticas delicias gastronómicas que, probablemente, Daniel no volvería a degustar en su vida.

– Señor, ¿otro canapé de ajoblanco con tartar de atún y chutney de brevas?

– Sí, gracias.

Y se iba a un rincón a devorarlo, igual que una alimaña hambrienta, avergonzado de ser el único asistente a la reunión que no hablaba con nadie, pero que comía, y comía y comía, como si fuera un conejito bulímico de Duracell.

Su agonía terminó cuando Jesús Marañón se subió al rellano de las escaleras de piedra que conducían a su imponente residencia y pidió a todos los asistentes que le prestaran atención. A su lado, ligeramente en segundo plano, un tipo de pelo corto y canoso, nariz griega y gafas redondas de montura metálica, que resultó ser Ronald Thomas, el hombre que había osado reconstruir a Beethoven, miraba complacido desde lo alto a los asistentes y de vez en cuando saludaba con la mano a algún invitado o le guiñaba el ojo. Parecía conocer a todo el mundo.

Una vez que se hubo cerciorado de que todos sus invitados habían advertido su presencia en lo alto de las escaleras, Marañón se dirigió a ellos con gran solemnidad:

– Quiero agradeceros a todos que hayáis acudido a este acto, a pesar de la premura con la que hemos tenido que cursar las invitaciones. Lo cierto es que, debido a los múltiples compromisos internacionales del señor Thomas, esta velada ha estado a punto de no celebrarse, y me parecía temerario empezar a solicitar vuestra asistencia antes de poder confirmar, más allá de toda duda razonable, como se dice habitualmente, la disponibilidad de este auténtico genio musical. Pero al final hemos podido obrar el milagro y estamos a pocos minutos de ser testigos de un hecho artístico sin precedentes. Permitidme recordaros el motivo por el que estamos todos aquí. Por primera vez en la historia, y gracias al extraordinario tesón y talento de la persona que tengo aquí a mi lado, vamos a tener el privilegio de escuchar el primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven. ¿Qué me quieres decir, Ronald?

Thomas, que estaba visiblemente satisfecho con los elogios que le estaba dirigiendo su mecenas, había hecho un pequeño gesto a Marañón y cuando este se dio por aludido, recorrió los dos pasos que le separaban de él y le susurró algo al oído.

– Ronald me pide que aclare, para no dejar en mal lugar a sus anfitriones del hemisferio sur, que esta no es la primera, sino la segunda vez en la historia que se toca en público la Décima. La primera fue hace menos de un mes, en el auditorio del Departamento de Música de la Universidad de Otago, en la que, como sabéis todos, él imparte sus clases magistrales. Pero una vez dicho esto, queridos melómanos y melómanas que honráis hoy mi casa con vuestra presencia, también quiero dejar yo claro a continuación, para no rebajar ni un ápice la importancia de esta velada, que esa supuesta première mundial de la Décima Sinfonía, primero, fue en Nueva Zelanda, que como está en las antípodas y a casi veinte mil kilómetros de aquí, para nosotros es como si no existiera. Y segundo y más importante, se trató de una versión al piano de la sinfonía, lo que los músicos llaman una reducción, interpretada por el propio Thomas. Y además, por lo que me han contado, ¡el piano estaba desafinado!

Thomas hizo un gesto con la cabeza como para confirmar las palabras de Marañón, que continuó diciendo:

– Lo que vamos a escuchar esta noche es la versión ya orquestada por este insigne maestro británico, aunque afincado en Nueva Zelanda, del primer movimiento de la Décima. El fragmento dura poco más de quince minutos. Después de escucharlo, podréis optar entre dar por concluida la velada -¿qué más se puede hacer después de escuchar a Beethoven?- o buscar otro tipo de esparcimiento, infinitamente más liviano aunque igualmente respetable, aquí en el jardín, esta vez con megafonía incluida.

Marañón señaló hacia el lugar donde un. grupo de músicos de salsa estaba preparando micrófonos e instrumentos para el baile que se iba a desencadenar al finalizar el concierto. Luego, para terminar, añadió:

– No os preocupéis por el calor, porque dentro hay un acondicionador-humidificador de aire de última generación, y vamos a estar en la gloria. Ah, una última cosa, pero muy importante. Los que conocéis La Iphigénie sabéis que, aunque no vivo precisamente en una choza, esto no es el Auditorio Nacionaclass="underline" aquí no me caben ochenta músicos. Pero tampoco le cabían al príncipe Lobkowicz, uno de los mecenas de Beethoven, en cuyos salones se estrenó, por ejemplo, la Heroica. En aquellos tiempos se adaptaba el tamaño de la orquesta a las dimensiones del auditorio o a los músicos que estaban disponibles. Es lo que vamos a hacer esta noche. Para que os hagáis una idea, en la sección de cuerda tenemos solo tres violines, tres segundos violines, dos violas, dos chelos y tres contrabajos. No es lo que hubiera deseado Beethoven, pero sí hemos podido complacer al genio en una cosa: todos los instrumentos que van a sonar aquí esta noche son originales, es decir, reconstrucciones absolutamente fidedignas de instrumentos de la época. Así que la orquesta no va a sonar al volumen que hubiera querido él, porque somos un grupo reducido, pero su sonoridad, el color de la música, por decirlo de alguna manera, va a ser muy similar al que hubieran podido disfrutar los coetáneos del compositor.

Los invitados escuchaban en silencio reverente a su anfitrión, que los había empezado a transportar con sus palabras a la Viena imperial de finales del XVIII y principios del XIX.

– Y ahora, por favor, si tenéis la amabilidad de pasar al interior, vamos a ser testigos de excepción de un acontecimiento extraordinario: el estreno mundial del primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven.