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Las palabras de Marañón, que habían conseguido despertar una enorme expectación en el público, fueron rematadas con un fuerte aplauso e inmediatamente aparecieron dos criados que abrieron las puertas de la mansión de par en par y los invitados comenzaron a pasar al interior.

– Hurry up, si no, el aire acondicionado se escapa, ¡Ffsssh! -dijo Thomas, al ver que algunos remoloneaban todavía en el jardín, en un intento desesperado por servirse y apurar una última copa antes del concierto.

Aunque resulte difícil de creer entre gente tan distinguida, hubo roces entre algunos espectadores por adueñarse de los mejores asientos, e incluso un par de caballeros, que habían bebido ya más de la cuenta, estuvieron a punto de llegar a las manos por una de las sillas, que nadie quería ocupar, al tener una pata medio rota. Daniel, que siempre experimentaba mucha vergüenza ajena cuando presenciaba agarradas de este tipo, se colocó en el otro extremo del salón, lejos de aquellos dos energúmenos que aún seguían regañando, jaleados por sus amargadas esposas.

Tuvo la inmensa fortuna de que fuera a sentarse a su lado la atractiva joven que había estado devorando con los ojos en el jardín, hacía escasos minutos. La acompañaba un hombre muy fuerte, completamente calvo y con aspecto de ser o un chófer o un guardaespaldas, o quizá ambas cosas a la vez. La mujer olía a fragancia oriental, y el penetrante y ambarado perfume, que era Poison de Christian Dior, dejó totalmente noqueado a Daniel durante el resto de la velada. El calvo y la chica hablaron bastante entre ellos, así Daniel pudo enterarse de que aquella misteriosa belleza no era italiana, sino francesa, y de que su nombre no era Silvana sino Sophie.

El auditorio de suelo de madera que había preparado Marañón recordaba a uno de esos salones románticos de comienzos del XIX que tantas veces había aprovechado Beethoven para «rodar» piezas de música recién compuestas. El compositor, por ejemplo, no solamente había estrenado la Heroica (que iba a estar dedicada en un principio a Napoleón Bonaparte), en el palacio de Lobkowicz, sino que llevó a cabo, en la residencia de su mecenas, varios pases privados de la misma. El genio se sirvió de estos conciertos de ensayo para introducir ajustes y modificaciones en la partitura, que fue finalmente estrenada de forma oficial ante el gran público, en el Theater an der Wien, el 7 de abril de 1805.

Jesús Marañón había prescindido de la iluminación eléctrica para dar más color al estreno y en su lugar, a lo largo de las paredes, decoradas con frescos decimonónicos, había mandado colocar decenas de candelabros de época, que conferían al lugar el aspecto de un decorado de película. La expectación en la sala era enorme, en parte por la importancia de la obra y en parte porque aunque los atriles y algunos instrumentos descansaban ya sobre el escenario, los músicos no terminaban de hacer acto de presencia. Por fin, y cuando ya el público empezaba a impacientarse, empezaron a entrar los instrumentistas, que iban ataviados con peluca y librea decimonónica, y cuya aparición fue celebrada con una gran ovación. Una vez que la orquesta hubo afinado sus instrumentos, hizo acto de presencia Ronald Tilomas, que evidentemente había sido el causante del retraso, pues se había tenido que cambiar de ropa y lucía una beethoveniana casaca de terciopelo marrón. El director, que también fue acogido con un gran aplauso, saludó al respetable y acto seguido le dio la espalda y se encaró con la orquesta.

Pero la música no empezaba.

Thomas levantaba los brazos una y otra vez como para iniciar el ataque del primer compás y tras mantenerlos en vilo durante algunos segundos, volvía a bajarlos sin decidirse a empezar el concierto. Daniel llegó a pensar que el músico se estaba sintiendo repentinamente indispuesto y que la velada iba a tener que ser cancelada. ¿O era el trac escénico lo que estaba llevando a Thomas a no poder arrancar de una vez? Algunos artistas llegan a padecer tal grado de ansiedad cuando se enfrentan al público que son capaces de cualquier cosa, con tal de evitarse ese conflictivo momento. Estuvo incluso a punto de telefonear a Durán en ese mismo instante, para contarle en directo lo que él creía que estaba a punto de suceder, pero tras dos o tres falsos comienzos, que lograron crear un dramático y muy musical silencio entre el público, Thomas dio por fin el ataque inicial y comenzaron a fluir los primeros compases del primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven.

El inicio le recordó inmediatamente al inolvidable comienzo de la Quinta Sinfonía, solo que esta vez el Destino no golpeaba con cuatro notas en la puerta del genio, sino que el motivo era de dos acordes solamente, ¡PAM PAM! ¡PAM, PAM! ¡PAM, PAM!, que se repitieron hasta tres veces antes de que un exquisito y femenino tema, confiado a los instrumentos de viento, empezara a transportar a los oyentes a ese mundo beethoveniano de libertad, igualdad y fraternidad que tantas veces había logrado evocar el compositor en otras partituras. La música meció a los asistentes, durante, aproximadamente cinco minutos, en una atmósfera de gran ternura y delicadeza y luego, sin solución de continuidad (los músicos ponen attacca en el pentagrama cuando no hay que hacer pausa entre dos fragmentos musicales muy contrastantes entre sí) los sacudió con toda la vehemencia y ferocidad que es capaz de desplegar un allegro agitato de Beethoven. El genio parecía querer decirles con ese abrupto cambio: «Os he mostrado el mundo como a mí me gustaría que fuese (Daniel no pudo evitar asociar el andante con la canción "Imagine" de John Lennon) y ahora vais a verlo como en realidad es: crueldad, envidia, muerte, destrucción, aislamiento, tragedia». Aquello era Beethoven en estado puro, hasta el punto de que, incluso para oídos entrenados como los de Paniagua, resultaba imposible separar del conjunto qué fragmentos era originales y cuáles habían sido compuestos por Thomas para facilitar las transiciones entre un episodio musical y otro.

Cuando terminó la música, que fue recibida con un fortísimo aplauso -y no con los silbidos y abucheos que había temido en un principio-, Daniel se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y un nudo en la garganta que le habría impedido hasta decir la hora en voz alta, en caso de que alguien se la hubiera preguntado en ese momento.

Daniel había quedado tan conmocionado tras la audición de aquella música sublime que tardó casi dos minutos de reloj en poder levantarse de su silla. Su inmovilidad durante aquel lapso de tiempo fue tan absoluta y perfecta que uno de los dos criados que se estaban encargando de recoger las sillas una vez que los invitados hubieron terminado de vaciar el salón, se acercó a él con signos de ansiedad en el rostro, para preguntarle si se encontraba bien. Daniel, que comprendió enseguida que lo que el criado deseaba en realidad era constatar si estaba vivo, le tranquilizó al instante, y tras incorporarse al mundo de los seres animados, preguntó por el camerino de Thomas, pues deseaba felicitarle por el concierto.

– Aunque le explique cómo llegar -dijo el sirviente- se va a perder de todos modos, porque esta casa es muy, muy complicada. Si tiene usted la amabilidad de acompañarme, yo mismo le guiaré hasta la habitación que le hemos habilitado al señor Thomas como camerino.

El sirviente no había exagerado en modo alguno lo laberíntico del recorrido, pues la mansión estaba llena de tramos de escaleras y de rampas que tan pronto subían como volvían a bajar, de manera aparentemente arbitraria, creando gran variedad de pequeñas alturas y rellanos cuya función no acababa de explicarse Daniel.

– A don Jesús le encanta que las casas tengan lo que él llama ritmo visual -dijo de improviso su lazarillo, que pareció tener poderes de adivinación del pensamiento.