– ¿Está ahí contigo ahora?
– Sí, pero está durmiendo.
– Déjale una nota contándole lo que ha pasado y preséntate aquí en mi despacho dentro de quince minutos.
– ¡Espera! ¡Si Alicia no sabe ni quién es Thomas! Déjame estar un rato con ella, que hace mucho tiempo que no nos vemos.
Se produjo un breve silencio durante el que Daniel casi pudo escuchar los engranajes de la mente de Durán, preparando la respuesta a la petición que le acababa de formular. Por fin su jefe dijo:
– Acaban de asesinar a una persona. ¿Entiendes la gravedad del asunto? No es un accidente, ni un suicidio, es un crimen monstruoso cometido con nocturnidad y alevosía, un asesinato espeluznante del que ya está hablando todo el mundo. Y por lo que me acabas de decir, tú pudiste ser una de las últimas personas en ver a Thomas con vida. ¿De verdad quieres quedarte a remolonear en la cama con tu novia?
– Tienes razón -admitió Daniel acariciando con ternura la cabeza de Alicia, que seguía sin dar señales de vida-. Dame unos minutos para buscar a alguien que me sustituya.
– Ya le digo yo a Villafañe que dé la clase por ti. Nos vemos en mi despacho dentro de quince minutos.
– Tendrán que ser treinta por lo menos, porque tengo la moto en el Departamento. ¡Y además Villafañe no tiene ni puñetera idea de historia de la música!
– Mejor. Así tus alumnos te echarán de menos.
Antes de salir de casa, Daniel se agachó para darle un beso de despedida a Alicia y dejó la nota aclaratoria que le había sugerido Durán en un lugar bien visible.
Como en ningún momento llegó a verle la cara, que tenía vuelta hacia el lado contrario del que él dormía, Daniel no se dio cuenta de que, a pesar de su aparente inmovilidad, Alicia tenía los ojos abiertos.
Cuarenta minutos y cincuenta euros de taxi más tarde, Daniel Paniagua estaba junto a la mesa de la secretaria de Durán.
– Buenos días, Blanca. ¿Puedo pasar?
Además de mano derecha del director, Blanca Sierpes era la mujer más maternal con la que se había topado en muchos años. Olía a ropa recién planchada y sentía una debilidad especial por Paniagua. Hablaran de lo que hablasen, siempre se dirigía a él con un tono de voz con el que estaba proclamando a los cuatro vientos: «Eres mi profesor preferido». De haber tenido treinta o cuarenta años menos, Daniel estaba convencido de que hubiera terminado casándose con esta mujer.
– Durán te está esperando. ¿Has visto las fotos?
Daniel negó con la cabeza y Blanca giró hacia él el monitor de su PC, en el que, tras dos clicks de ratón, se abrió una foto estremecedora del cuerpo decapitado de Thomas. No había rastro alguno de la cabeza, ni laceraciones o hematomas visibles en la piel, pero, quizá por la manera en que habían manipulado el cuerpo para ocultarlo, el tronco y las extremidades parecían exteriorizar el mismo tipo de sufrimiento que se les inflige a los bonsáis a través de técnicas como la poda, el trasplante, el alambrado o el pinzado, que a Daniel siempre le habían parecido más propias de torturadores medievales que de aficionados a la jardinería. Solo el hecho de que hubiera salido de casa a toda prisa, sin tiempo siquiera para desayunar, impidió que la náusea que sintió al contemplar aquel cuerpo descabezado, retorcido y contrahecho se transformara en vómito.
– Pobrecillo -susurró Blanca Sierpes-. A pesar de que sabes que está muerto, da la impresión de que todavía se está convulsionando. Hay que estar muy, muy enfermo para hacerle esto a un ser humano, ¿no crees?
La puerta del despacho de Durán se abrió bruscamente y este apareció resoplando.
– Blanca, por favor, no me lo entretengas. Anda, Daniel, pasa y cuéntamelo todo, desde «buenas, buenas».
Durán fue a cerrar la puerta del despacho, pero se lo pensó mejor y, con una sonrisa malévola, dijo:
– Blanca, dejo la puerta entreabierta para que pueda cotillear más fácilmente.
La secretaria de Durán se levantó de su asiento dando un bufido y cerró la puerta enérgicamente.
– No le puedo gastar ni una broma -dijo Durán-. Pero es la mejor.
Daniel se quedó mirando el retrato de Tchaikovsky que Durán tenía sobre la mesa y pensó que aquel era, tal vez, el único indicio en todo el despacho, que podría llevar a alguien a suponer que su jefe era gay. Pero la orientación sexual de Durán no solo no había estada nunca clara, sino que constituía un desafiante misterio que ningún profesor ni alumno del Departamento había logrado aún resolver. Incluso los que le conocían superficialmente tenían la sensación de que las relaciones carnales de cualquier tipo le parecían a Durán una absoluta pérdida de tiempo y de energías. El director era un misántropo empedernido, que defendía que los animales son mucho más fiables que las personas y al que solo se veía verdaderamente entregado afectivamente cuando jugueteaba con los dos perros labradores, Murphy y Talión, con los que compartía su casa desde hacía años.
– El concierto fue extraordinario -dijo por fin Daniel-. Es una lástima que no pudieras venir.
– Dios está en los detalles, que decía Mies van der Rohe. No intentes ventilarme con generalidades del tipo: «¡Fue apoteósico!» «¡Conmovedor!». Quiero saber, minuto a minuto, lo que viste y oíste, desde que entraste por la puerta hasta que te marchaste.
Daniel llevó a cabo un pormenorizado relato del concierto, que concluyó con su inquietante entrevista con Thomas en el camerino.
– Has hecho un buen trabajo -dijo satisfecho Durán-. Y ahora me toca a mí ponerte al día: no hace ni diez minutos que he terminado de hablar con Marañón.
– ¿Tú? ¿No estabais peleados?
– Me he tragado mi orgullo con patatitas, porque me reconcomía la curiosidad. Ha estado amabilísimo, que qué pena que no fuera ayer al concierto, bla, bla, bla, y me ha contado cosas del crimen que no han dicho por la radio. Ya sabes que tiene línea directa con el ministro del Interior. Parece ser que a Thomas le han cortado la cabeza de un solo tajo. El corte es tan limpio que la policía piensa que lo han guillotinado.
– ¿Guillotinado? ¿Como en la Revolución francesa? ¿Como a María Antonieta?
– Exacto. Otra cosa. No se lo han cargado en la Casa de Campo. Hay rastros de sangre por la zona, pero no en suficiente cantidad. Cuando te cortan la cabeza empiezas a expulsar sangre por el tronco del cuello como si fueras un aspersor. La poli cree que se lo cargaron en otro sitio y luego dejaron el cuerpo en la Casa de Campo.
– ¿Y la cabeza?
– No ha aparecido aún. La policía está registrando la zona con perros pero, de momento, no hay ni rastro de ella.
– Pero qué macabro, ¿no? ¿Le han torturado?
– Marcas de esposas en las muñecas y poco más. Piensan que ha tenido que ser una muerte rapidísima. Como si el asesino quisiera ahorrarle sufrimientos a la víctima.
– Pues yo acabo de ver la foto del cadáver y no es esa la impresión que me ha causado. ¿Dices que no se han ensañado?
– Al menos, no con Thomas vivo.
– ¿Una especie de psicópata humanitario?
– Tal vez. Se trata de una pista muy buena para el juez. Normalmente, los tarados estos le cortan la cabeza a su víctima cuando quieren descuartizarlos, pero matarlos, los matan antes, estrangulándolos o a cuchilladas. Porque cortarle la cabeza a una persona viva, aún con la cabeza inmóvil y apoyada en el tronco de madera, por lo visto no es nada fácil. Incluso los verdugos experimentados necesitaban de varios tajos hasta que conseguían separar la cabeza del cuerpo. Por eso nació la guillotina, para humanizar la muerte por decapitación. Y supongo que para ahorrarse la propina.
– ¿Qué propina?
– La propina que le tenías que dar al matarife para que afilara bien el hacha y te liquidara de un tajo certero. Marañón me ha dicho que con la guillotina, en cambio, el corte es tan limpio que tu cabeza no pierde el conocimiento hasta pasados varios segundos. El caso más recordado es el de Carlota Corday.