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El teléfono quedó descolgado sobre la alfombra y a través del auricular los dos animales empezaron a responder con jadeos caninos a la escandalizada voz de una mujer que no cesaba de gritar:

– ¿Oiga? ¿Oiga? ¿Hay alguien ahí?

Durán salió a toda prisa de la ducha, alertado por el festival de ladridos de sus mascotas, y recogiendo del suelo el teléfono, que estaba húmedo de baba de los perros, logró responder a la llamada un segundo antes de que se cortara la comunicación.

La mujer, que tenía tono de recepcionista de hotel, se tranquilizó por fin al escuchar una respuesta humana y dijo:

– ¿Don Jacobo Durán, por favor?

– No estoy seguro de que el señor esté en casa. ¿Quién le llama? -Durán estaba harto del marketing telefónico al que se veía sometido últimamente y cuando no tenía claro quién le llamaba, se hacía pasar por su mayordomo.

– Es de parte de don Jesús Marañón.

– Señor -dijo Durán componiendo la voz de un supuesto mayordomo-. Una llamada para usted por la línea dos. Es don Jesús Marañón.

– Pásemela inmediatamente, Sebastián -se respondió Durán a sí mismo, esta vez desde su auténtica personalidad.

Al cabo de unos diez segundos, Durán escuchó la voz campechana y jovial de Marañón.

– Jacobo, perdona que te dé la lata.

– No, por Dios, Jesús, faltaría más.

– Te llamo porque la instrucción del caso Thomas la está llevando una amiga mía, Susana Rodríguez Lanchas, no sé si te la he presentado alguna vez.

– No, pero sé perfectamente de quién se trata. ¿No está llevando el sumario de ese supernarco gallego?

– Exacto. La citan mucho en la prensa últimamente. Yo la conozco porque es amiga de un sobrino de mi mujer. Me llamó el otro día y… esto es confidencial, Jacobo, por lo que más quieras ¿eh?

– Mis labios están sellados.

– El caso es que en las últimas horas se ha producido un hecho relacionado con la investigación que la juez necesita comentar con un experto.

– ¿Con un experto? ¿Con qué clase de experto?

Cuando Marañón le explicó a Durán el asunto concreto que quería tratar la juez, este le facilitó inmediatamente el teléfono móvil de Daniel Paniagua.

15

El juzgado de instrucción n.° 51, que llevaba el caso Thomas, se puso en contacto con Daniel por medio de una llamada telefónica de la secretaria de la juez titular, doña Susana Rodríguez Lanchas.

La secretaria informó a Daniel de que Su Señoría quería un encuentro con él, a ser posible al día siguiente, aunque se apresuró a aclararle que, como se le convocaba de manera amistosa, no se le iba a hacer llegar ninguna cédula de citación. Daniel podía incluso declinar la petición de la juez, si ese era su deseo. Tras confirmar que asistiría, Daniel preguntó el motivo de la reunión, a lo que la secretaria, tras dudar unos instantes, respondió:

– Su Señoría prefiere explicárselo personalmente.

La cafetería donde habían quedado citados estaba muy cerca del viejo edificio de oficinas que albergaba los juzgados. La secretaria le había informado a Daniel de que doña Susana llevaría una abultada cartera de piel, como las de los ministros, que dejaría en lugar bien visible sobre la mesa, para que pudiera identificarla.

Se la encontró nada más entrar, leyendo el periódico y saboreando una infusión.

– ¿Te apetece tomar algo? -le dijo la juez después de estrecharle la mano y de agradecerle que hubiera acudido a la entrevista.

– Una Coca-Cola con mucho hielo, gracias.

La magistrada era una mujer de unos cincuenta y cinco años, con una melena rubia planchada, de las que llaman «francesas», extraordinariamente elegante en sus gestos y su manera de expresarse, y hubiera resultado incluso sexi, a pesar de la edad, de no ser por el rígido gesto de la boca, que Daniel atribuyó a una parálisis y que le impedía sonreír de manera natural.

Tras pedir el refresco a un camarero, al que llamó por su nombre, la juez explicó:

– Mi juzgado está a tres manzanas. Esta es mi cafetería, donde desayuno siempre que no he podido hacerlo en casa.

Dio un sorbo a la manzanilla con limón que se estaba tomando y cuando iba a abrir la boca de nuevo, Daniel la interrumpió.

– ¿Se dice juez o jueza?

– ¿Se dice fiscal o fiscala? -contraatacó ella, sonriendo con el lado de la boca que no tenía inmovilizado.

– La llamaré juez, entonces.

– Lo que quieras, pero tutéame por favor. Yo no soy tan mayor.

– Te llamaré juez -corrigió Daniel, que comprendió enseguida lo difícil que le iba a resultar apearle el tratamiento a la magistrada.

– En esto de la equiparación laboral de hombres y mujeres -dijo la juez- hemos rebasado ya el listón del ridículo, tanto en un sentido como en otro. Yo he oído ya decir economista, referido a un varón, claro.

– ¿Economisto?

A Daniel el término le resultó tan ridículo que no sabía si Su Señoría le estaba tomando el pelo.

– Me ha dado tu nombre Jesús Marañón -continuó doña Susana, entrando directamente en materia-. Quiero hablar contigo porque necesito un experto que me aclare unas preguntas sobre música. Es en relación al asesinato de Thomas, como podrás suponer. La policía me ha dicho que estás en la lista de invitados que acudieron a su último concierto.

– Sí, en efecto. ¿Soy sospechoso? ¿Me van a detener?

– Eso depende de cómo te portes -bromeó la juez. Luego cambió la expresión a una mucho más seria y dijo-: Esta noche la policía ha encontrado la cabeza de Thomas.

– ¡Dios santo! No tenía ni idea. No se ha publicado aún en la prensa, ¿no?

– Ni se va a publicar, si podemos evitarlo. Cuando veas la cabeza, comprenderás por qué.

Daniel intentó tragar saliva pero no fue capaz.

– ¿Ver la… cabeza?

– La han llevado al Laboratorio de Criminalística. En este momento la policía científica le está haciendo algunas pruebas, pero esta tarde la tenemos para nosotros solos. Yo voy a ir contigo, a las siete. ¿Puedes?

– Sí, creo que sí.

– No vamos a hacer público que ha aparecido la cabeza entre otras cosas porque eso nos sirve para eliminar falsas confesiones. En los asesinatos mediáticos como el que nos ocupa, siempre aparece algún pirado diciendo que ha sido él, para poder salir en la televisión.

– Pero si no sabe decir dónde está la cabeza -dijo Daniel, completando el razonamiento de la juez- no puede ser el asesino, ya lo entiendo.

Daniel dio un trago a su refresco para aclararse la garganta y luego dijo:

– Yo estoy encantando de colaborar en la investigación pero ¿por qué tengo que ver la cabeza?

– Cuando la tengas delante de ti, comprenderás por qué te lo he pedido. Claro que si es superior a tus fuerzas…

– No, no, si tú lo juzgas necesario, iré. Espero no desmayarme.

– No lo harás. ¿Sabes lo que es un perito judicial?

Daniel asintió, pero ella siguió hablando como si le hubiera dicho que no.

– Es un experto que emite un dictamen cuando son necesarios conocimientos científicos o artísticos, para valorar hechos o circunstancias relevantes en el sumario. Tú eres musicólogo, ¿no? ¿Licenciado?.

– Doctor. Hice la tesis sobre Cherubini, un compositor al que admiraba mucho Beethoven.

– No he querido citarte a través del juzgado por una sencilla razón: tenemos un topo dentro, que lo casca todo a la prensa. Debe de ser algún oficial, aunque todavía no le hemos cogido. Estoy rodeada de funcionarios muy mal pagados, y algunos aceptan sobornos de los programas de televisión más amarillos y de las revistas de cotilleo a cambio de filtraciones sobre los sumarios más morbosos.