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– Entiendo -dijo Daniel, que se explicó en ese momento cómo la prensa había tenido un conocimiento tan meticuloso de un reciente caso de malos tratos que salpicaba a una rama de la familia real.

– En razón de lo que te voy a mostrar esta tarde, necesito un perito judicial, pero no quiero que la prensa se entere de que la juez que lleva el caso se está sirviendo de un experto musical.

– ¿Por qué?

A Daniel le pareció que Su Señoría estaba a punto de decir «porque lo digo yo y punto», pero no fue así.

– Prefiero que el asesino piense que estamos trabajando sobre la hipótesis de un crimen ritual.

– ¿Y no es así?

– No. El hecho de que no haya señales de malos tratos en el cuerpo nos permite descartar al clásico psicópata, que tan popular se ha hecho a través del cine.

– Entonces, no es Búfalo Bill.

Daniel vio la cara de desconcierto de la magistrada y se apresuró a sacarla de su despiste.

– Era el asesino de El silencio de los corderos.

– Ah, ya. No la he visto.

La juez acababa de bajar varios enteros en la cotización de Daniel, primero por el hecho de no haber visto la película, que él consideraba una obra maestra, y segundo por haber confesado tan abiertamente que no la había visto, sin muestra de sonrojo alguno. Luego se avergonzó de sí mismo al recordar que, a pesar de lo fascinante que había encontrado el personaje del doctor Lecter, él ni siquiera se había tomado el trabajo de leer la novela de Thomas Harris.

– Los asesinos en serie -continuó doña Susana- tienen una enorme necesidad de infligir dolor y humillación a sus víctimas, para vengarse de las afrentas que ellos sienten que la sociedad les ha hecho. Son personas que han sido testigos, normalmente durante la infancia, de actos similares de violencia y degradación, o los han sufrido directamente en sus carnes. Matan indiscriminadamente, como represalia social y también para subir su autoestima, pues suelen ser muy competentes en su, llamémoslo, «trabajo». El asesino de Thomas no es de ese tipo. Así que estamos buscando otro móvil.

Coincidiendo con el final de esta frase sonó el teléfono de la magistrada. Ambos sonrieron. Ella miró la pantalla para ver quién era; con un gesto rechazó la llamada, algo que a Daniel le hizo sentirse muy importante.

– Ese fragmento de Beethoven que se tocó en casa de Marañón, la noche del asesinato ¿qué es exactamente?

Daniel la puso en antecedentes y luego añadió:

– Es curioso pero, según van pasando los días, voy teniendo la extraña sensación de que lo que Thomas nos hizo escuchar la otra noche no era, a pesar de lo que él decía, una reconstrucción del primer movimiento a partir de una serie de motivos que nos dejó Beethoven. Me inclino más bien a pensar que Thomas tuvo acceso al manuscrito de la Décima, o al menos a su primer tiempo, y que él no había aportado ni una sola idea de su cosecha, ni había inventado la orquestación. Sonaba todo demasiado a Beethoven.

– Pero ¿qué interés podría él tener en…?

– Para empezar, derechos de autor -se anticipó Daniel-. Imagínate que a las orquestas de todo el mundo les convence el trabajo de Thomas y se pone de moda interpretar el primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven-Thomas. Como si fueran los Lennon-McCartney de la música clásica.

– ¿Eso es posible? Quiero decir, que se incorpore al repertorio una obra incompleta.

– Se ha hecho con otros compositores. ¿Conoces la Sinfonía Inacabada de Schubert?

– Me temo que lo mío no es la música. Tengo una oreja enfrente de la otra.

Daniel siempre había sentido lástima de aquellas personas que renuncian al placer de escuchar música tras haberse convencido de que no tienen sensibilidad para este arte. La experiencia le había demostrado que muchos individuos, persuadidos de tener mal oído, no solamente eran capaces, con un poco de preparación, de disfrutar de un buen concierto, sino incluso de tocar a un nivel aceptable algún instrumento musical.

– La Inacabada se interpreta con mucha frecuencia, a pesar de que, como su propio nombre indica, está inconclusa. Solo tenemos el allegro y el andante.

– Ese Schumann murió muy joven, ¿no?

– Schubert. Schumann es un poco posterior. Sí, pero no es el mismo caso de Beethoven. A este, casi con toda seguridad, fue la muerte lo que le impidió acabar la Décima. Schubert en cambio dejó la Octava a la mitad y se puso a componer la Novena, que sí terminó.

– Voy a pedir otra manzanilla -dijo la juez-. ¿Quieres tú otra Coca-Cola?

– No, muchas gracias -respondió Daniel-. Voy a apuntarme también a la manzanilla. Tanta bebida carbonatada no puede ser buena.

Aunque tras su digresión sobre Schubert él había perdido por completo el hilo del discurso, la juez recondujo la conversación por los derroteros que más luz podían aportar a la investigación.

– Si seguimos tu corazonada, ¿qué más razones podría tener Thomas para no revelar que la partitura de anoche era íntegramente de Beethoven?

– La vanidad, por supuesto -respondió Daniel.

– Pero me has dicho antes que las melodías que sonaron en el concierto sí son de Beethoven. ¿No es eso lo más importante de una sinfonía, las melodías?

– En el caso de Beethoven, no. Lo genial de Beethoven es que a partir de bloques de música muy pequeños, como esas piezas de los juegos de Lego, es capaz de levantar armazones musicales impresionantes. Piensa en la Quinta Sinfonía, por ejemplo: el primer movimiento es la catedral sonora más famosa de la historia, ¡y está construida a partir de un motivo de cuatro notas! Thomas tenía los motivos, pero esos motivos, si no está detrás el genio de Beethoven para desarrollarlos, no son nada. Si me apuras, son hasta banales, cualquiera podría inventarlos. Y luego hay un tercer móvil, claro. Tal vez Thomas no dijo que tenía el manuscrito porque no podía decirlo.

– ¿Porque fuera robado?

– Claro. Si yo descubro que en tu casa hay un tesoro e intento llevármelo, tú dirás, con razón: «Perdona, pero el tesoro es mío».

– Imaginemos que existe el tesoro, ese manuscrito íntegro de la Décima, al que Thomas ha tenido acceso en todo o en parte. ¿Cuál sería su valor en el mercado?

– Ningún perito podría contestar con rotundidad. Pero seguro que muchos millones de euros.

– ¿Más de diez?

– Es muy posible que sí. Una canción de los Beatles, «All you need is love…».

– La conozco. La única que sé tararear, porque empieza con La Marsellesa.

– Esa misma. El año pasado, un fan de los Beatles se adjudicó el manuscrito de John Lennon por un millón de dólares. Y no deja de ser una simple cancioncilla pop, que todos conocemos ya. La Décima, si existe, sería un manuscrito inédito de Beethoven, probablemente el hallazgo artístico más importante de los últimos siglos. Además de que su aparición pondría fin a la «maldición de la Novena» -concluyó Daniel, con un tono de voz que logró que la juez tuviera la impresión de que no le estaba hablando él, sino el siniestro posadero de un remoto albergue de Transilvania.

– ¿Qué maldición es esa?

La magistrada intentaba aparentar indiferencia, pero Daniel notó cierta inquietud en su tono de voz. Igual no se trataba de congoja sino de simple y legítima curiosidad, aunque era evidente que la palabra «maldición», que a Daniel le parecía ridícula, había causado un rotundo impacto en su interlocutora. Le dio vergüenza que la juez pudiera pensar que él creía en paparruchas y se arrepintió de haber sacado el tema, por lo que decidió despacharlo con una evasiva.