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– Yo me voy ahora pero te llamará luego Pilar, la secretaria del juzgado, para decirte la hora exacta en la que tienes que estar en el laboratorio para examinar la cabeza.

Cuando la juez se marchó y le dejó solo en la mesa, terminándose la manzanilla, Daniel se dio cuenta de que le había desaparecido el teléfono móvil.

16

A esa misma hora, en la ciudad de Viena, el doctor Otto Werner, veterinario jefe de la Escuela Española de Equitación y subdirector de la venerable institución se cruzó por uno de los pasillos con el guía ciego Jake Malinak y le dijo:

– Jake, ¿qué tal el concierto de Brendel en Baden de la semana pasada?

El interpelado reconoció inmediatamente la voz del doctor Werner, entre otras cosas porque era una de las personas que había apoyado desde el principio su contratación en la Escuela.

– Sublime. Ya sabes, muy contenido, muy cerebral todo, pero a mí me llega más así Beethoven.

– Te dije el otro día que quería hablarte y te me escabulles como una anguila. ¿Tienes un minuto?

– Me hago cargo de un grupo de treinta a las doce y cuarto, pero ahora no tengo gran cosa que hacer. Iba a la cafetería a tomarme un capuchino.

– ¿Un capuchino en la cafetería? ¿Quieres suicidarte? Pasa a mi oficina y sabrás lo que es café del bueno, hecho a la italiana.

Malinak dobló en tres su bastón blanco de invidente, se lo pasó a la mano izquierda, se colocó detrás de Werner y se agarró a él con la mano derecha para que le sirviera de lazarillo.

Luego dijo:

– Me pongo en tus manos.

Los dos hombres avanzaron en silencio por las dependencias de la Escuela hasta llegar a la altura de la puerta de color verde que daba acceso a la vivienda-oficina de Werner, donde entraron.

Tras servirle un capuchino a Malinak, el doctor dijo:

– Esa historia que les cuentas siempre a los turistas sobre Patton y los lipizanos, ¿está totalmente documentada?

Aunque Malinak no podía ver la cara de su interlocutor, intuyó por el tono de su voz y la forma de plantear la pregunta que había algo más que simple curiosidad histórica detrás de la pregunta de Werner.

– Sí, sí lo está. ¿Qué ocurre, Otto?

– ¿Los rusos iban a matar a los caballos?

– Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis trasladaron la cría de lipizanos desde Piber, aquí en Austria, a Hostau, en Bohemia. Algunos oficiales alemanes capturados por los soviéticos consiguieron hacer llegar a Patton el aviso de que los caballos iban a servir de rancho a los soldados. Patton montó una expedición de rescate por detrás de las líneas soviéticas y salvó a doscientos cincuenta caballos. ¿Por qué lo dudas?

– No es que lo dude. Es que mi mujer es rusa.

Malinak guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:

– Lo siento. No lo sabía.

– Le he contado la historia, que yo mismo ignoraba, y no sabes cómo se ha puesto. Dice que es indignante que yo permita, como subdirector de la Escuela, que todos los días la gente salga de aquí pensando que los rusos son un puñado de carniceros.

– No lo contaré más, si no quieres.

– No se trata de eso pero, si puedes, dulcifícalo un poco. Di que los rusos no estaban cuidando de los caballos con todo el mimo que se merecían y que Patton le puso remedio.

Malinak sonrió con la nueva versión de la historia.

– De acuerdo. No tengo problema, y menos si me lo pides tú. Te debo mi puesto de trabajo.

Los dos hombres saborearon durante un rato sus respectivos capuchinos hasta que Werner se levantó y dijo:

– ¿Sabes lo que te digo? Que cuentes lo que te dé la gana. Prefiero mentirle a mi mujer que al público. Le diré a Olga que lo has dejado de contar y no tendrá más remedio que aceptar mi palabra.

Malinak se puso en pie aliviado, desplegó el bastón blanco y repuso:

– No me acompañes a la puerta, Otto. Me muevo muy bien con esto.

El guía dio tres pasos en dirección a la puerta de salida y tropezó con un obstáculo que le hizo caer al suelo.

– ¿Te has hecho daño? -preguntó Werner ayudándole a incorporarse.

Malinak palpó el entarimado de madera que había bajo sus pies y encontró un tablón suelto que consiguió despegar del suelo sin la menor dificultad.

– Qué raro -dijo Werner-. Juraría que ese tablón nunca había estado flojo.

Al comprobar que había un amplio hueco entre el suelo y la tarima, el ciego preguntó:

– ¿Qué tienes aquí debajo, Otto? ¿Un cadáver escondido?

17

Aguilar había citado a Sophie Luciani, la hija de Ronald Thomas, en la cafetería del Laboratorio de Criminalística a las cinco de la tarde, dos horas antes de que Daniel acudiera a examinar la cabeza del fallecido en compañía de la juez Rodríguez Lanchas. El plan de Mateos, que después de contemplar una fotografía deslumbrante de Sophie, había optado por encargarse del interrogatorio personalmente, era sacarle la mayor cantidad de información sobre la víctima y del posible móvil del crimen y acompañarla luego en el amargo momento de identificar la cabeza cercenada de su padre.

Mateos y su ayudante llegaron al lugar de la cita unos minutos antes que la hija de Thomas y, tras exhibir la placa ante el encargado de la cafetería, le pidieron, con objeto de asegurarse la privacidad de la conversación, que desalojara las dos mesas contiguas a la suya, situada en el lugar más discreto del local.

Los clientes que estaban sentados, la mayoría trabajadores del centro, se levantaron de mala gana y refunfuñando ostensiblemente, decidieron terminar sus respectivas consumiciones en la barra.

– Tiene cara de pocos amigos, jefe -dijo Aguilar después de que ambos se sentaran y pidieran sendos cafés solos-. Y me extraña, porque habitualmente da gloria verle cuando toca interrogar a un bellezón. Recuerdo que el mes pasado, en aquel club nocturno…

– Déjame hacer a mí las preguntas -interrumpió Mateos ignorando por completo el comentario de Aguilar, de quien apreciaba sus dotes detectivescas pero al que no consideraba interlocutor suficientemente cualificado para compartir sus puntos de vista sobre el sexo femenino-. Ahora, cuando te presente, nada de besos. Le das la mano y punto.

– ¿Y si es ella la que intenta besarme a mí? ¿Qué hago, la dejo boqueando en el aire, como si fuera una sardina fuera del agua?

– Aguilar, que no estoy de humor.

– ¿Por qué, jefe?

– ¿No te das cuenta de que estamos en inferioridad de condiciones respecto a la judicatura? Hay que cambiar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y que nos den las mismas prerrogativas que a Sus Señorías. Si esta mujer, que puede ser clave para el esclarecimiento de los hechos, fuera a declarar ante un juez instructor, se la consideraría testigo, y se la obligaría a jurar o prometer decir la verdad, advirtiéndole que, de no hacerlo, incurriría en un delito de falso testimonio.

– Y en cambio a nosotros nos puede contar un cuento chino si quiere, porque la ley no la obliga a decir la verdad ante la policía. Pero ¿por qué y sobre qué iba a querer engañarnos? Es la hija de la víctima; lo normal es que quiera ver al asesino entre rejas lo antes posible. A no ser -añadió Aguilar tras una pausa durante la que debió de atar algún cabo suelto- que sospeches de ella, claro.

Mateos tampoco respondió a esta última observación de su ayudante, no porque no la considerara relevante, sino porque en ese preciso instante Sophie Luciani entraba por la puerta ataviada con camisa blanca y traje sastre oscuro a rayas, escoltada por un policía de paisano.

– Espere fuera -ordenó Mateos al funcionario. Tras presentarse a sí mismo y a su ayudante, se dispuso a iniciar el interrogatorio de la mujer, que se ocultaba tras unas gafas de sol.