– ¿Para qué le han tatuado eso en la cabeza? -preguntó Daniel horrorizado-. ¿Es una forma de ensañamiento?
– El tatuaje no se lo hizo el asesino -respondió el forense, Hemos examinado la epidermis concienzudamente y podemos asegurar que ese trabajo tiene varios meses de antigüedad.
– Creemos que es una especie de clave o mensaje secreto que Thomas decidió ocultar bajo el pelo -dijo la juez. Intentó encender un cigarrillo, que tuvo que guardar otra vez en el paquete, al percatarse de que el forense la recriminaba con una expresión de censura.
– Pero un mensaje ¿para quién? -preguntó Daniel, que se había puesto en cuclillas para leer mejor la inscripción musical.
– No lo sabemos aún -contestó la juez. Pero aquí Felipe, que como has visto conoce bien a los clásicos, dice que es un sistema para transportar mensajes secretos que se utiliza desde la más remota antigüedad.
– Lo menciona Heródoto de Halicarnaso, en su obra Los Nueve Libros de la Historia. Un famoso tirano griego llamado Histieo tatuó en la cabeza rapada de su más fiel esclavo un mensaje en el que alentaba a un aliado a rebelarse contra los persas. Antes de enviar a su correo, esperó a que le creciera el pelo para ocultar el texto y el destinatario no tuvo más que afeitarle la cabeza al esclavo para poder leerlo. Lo que pasa es que aquí se han juntado dos artes, la criptografía y la esteganografía.
Pontones hizo una pausa para forzar una pregunta aclaratoria de Daniel, que este formuló enseguida:
– La criptografía creo saber lo que es, la esteganografía me suena a escritura rápida.
– Eso es la estenografía, que es como decir taquigrafía. La esteganografía se distingue de la criptografía en que esta desordena o codifica el mensaje hasta volverlo incomprensible para un receptor no iniciado, mientras que la primera se limita a camuflar el texto sin que sea necesario cifrarlo. Pero aquí no se han limitado a ocultarlo tras el pelo, sino que lo han encriptado bajo la apariencia de notas musicales, o al menos esa es mi modesta opinión. Evidentemente el mensaje debe de ser de gran importancia, si el que lo envía se ha tomado tantas molestias para que nadie, excepto el receptor, pueda leerlo. Su Señoría me dice que estás aquí en calidad de perito musical, así que, cuéntame, ¿qué te dicen esas notas?
La partitura que Thomas tenía tatuada en la cabeza era la siguiente:
– Qué curioso -dijo Daniel. El tema me resulta vagamente familiar pero así, a bote pronto, no logro identificarlo.
– ¿Puede tratarse de un tema original, compuesto por Thomas? -preguntó la juez.
– No lo creo -respondió Daniel, tratando de reconocer el tema por el procedimiento de tararearlo en voz baja-. Es algo que conozco, desde luego, pero es como si lo hubieran desfigurado. Ajá, creo que ya sé lo que ocurre: las notas y el ritmo no concuerdan.
– ¿Qué quieres decir?
– Acabo de identificarlo. Se trata del tema principal del concierto para piano Emperador, de Beethoven. Es quizá el concierto para piano más famoso de la historia. Está en mi bemol, de ahí esas tres bes pequeñitas que vemos antes del compás, que constituyen lo que nosotros llamamos la armadura de la tonalidad. Han incluido también el compás, que son esos dos cuatros que figuran antes de que empiece la música, pero el ritmo de ese tema no es el correcto, solo concuerda la altura de las notas. ¿Alguien me puede dejar un papel y un bolígrafo?
La juez complació a Daniel y este dibujó un pentagrama que rellenó con las siguientes notas:
Luego dijo:
– Este es el tema del concierto Emperador escrito correctamente. Por si no sabéis leer música, suena más o menos así.
Daniel canturreó el tema del concierto. Tanto la juez como el forense sonrieron, al reconocer inmediatamente la música de Beethoven.
– Como veis, no coincide en absoluto con el de la cabeza, que empieza con cuatro semicorcheas y una corchea, cuatro notas cortas y una larga. El ritmo auténtico es una nota larga, que es la blanca ligada a la corchea, más un tresillo y dos corcheas.
– ¿Y por qué habrán hecho eso? -preguntó la juez, a la que las explicaciones de Daniel habían dejado aún más confundida y desbordada de lo que estaba antes.
– Tal vez para enmascarar aún más el mensaje, es decir, para que no fuera fácil determinar que se trata del concierto Emperador.
– Pero tú lo has identificado con facilidad -dijo la juez.
– Eso es únicamente porque, además de tener estudios de musicología, estoy especializado en Beethoven -respondió Daniel con un deje de orgullo intelectual en la voz.
Fueron interrumpidos por los dos patólogos que, después de haber concluido la autopsia en la sala contigua, daban por terminada su jornada laboral. Era evidente, por sus caras guasonas, que mantenían algún tipo de rivalidad profesional con Pontones, y que hubieran querido hacerle algún comentario jocoso, pero que la presencia de la juez y en menor medida, de Daniel, les impedía desplegar toda su artillería.
– Bueno, Felipe, nosotros nos vamos. Si te quedas con ganas, ahí tienes a otro.
– Muy graciosos -soltó el forense-. Ya vendréis a mí cuando queráis que os resuelva el sudoku.
Cuando los dos hombres se marcharon, Pontones comentó, a modo de disculpa:
– Están todo el día de cachondeo. Es su forma de combatir el estrés.
La juez guardó la partitura que había dibujado Daniel en su bolso y preguntó:
– ¿Alguna idea de lo que puede significar el tatuaje?
– El pentagrama debe de ser, efectivamente, una especie de clave -continuó Daniel-. Ahora bien, hay tantas maneras de cifrar un mensaje mediante notas musicales que no me atrevo a aventurar ninguna teoría hasta no haber estudiado la partitura con más detenimiento.
La juez miraba perpleja a Daniel.
– ¿Una clave, dices? ¿Como una combinación de una caja fuerte o así?
– También puede ser un texto. Un verso, por ejemplo. Es mejor no aventurar conjeturas hasta no haber llevado a cabo un estudio más completo.
El forense hizo varias polaroids del pentagrama tatuado en la cabeza y, después de comprobar que el flash no había sobre-expuesto la instantánea, se las entregó al musicólogo.
Cuando salieron a la calle, la juez, el forense y Daniel no intercambiaron más que un tétrico saludo de despedida. La camisa de Daniel tuvo que pasar dos veces por la lavadora antes de perder el nauseabundo hedor del que se había impregnado en la sala de autopsias.
19
La noche siguiente a su tétrico examen de la cabeza decapitada de Thomas, Daniel invitó a cenar a Alicia a la trattoria Corleone, desde hacía muchos años su italiano favorito, por más que los precios hubieran escalado de manera escandalosa en los últimos tiempos.
Enzo, el encargado, los acompañó a su mesa de siempre y además de entregarles las cartas, les llevó unos tacos de queso parmesano y unos grisines para que fueran picando.
– ¿A qué hora sale tu avión mañana? -preguntó Daniel, mientras empezaba a mirar una carta que no necesitaba para nada, pues siempre pedía lo mismo: lumaconi rigati al tartufo.
– A las siete. Tengo que estar en el aeropuerto a las seis.
– O sea, que me toca madrugar.
– No hace falta que me lleves. Puedo pedir un taxi.
– Por favor, ¿un taxi? ¿Voy a permitir que vaya en taxi al aeropuerto la madre de mi hijo?
– No empieces.
Daniel abandonó el tono amable y adoptó una actitud más dura, que sobresaltó a Alicia.