– ¿Que no empiece a qué? Te he dejado embarazada y me parece una excelente noticia. ¿Por qué estamos convirtiendo en un drama algo que puede ser fuente de felicidad infinita para los dos?
– Pero ¿desde cuándo eres pro bebé? Llevamos juntos ¿cuánto? ¿Tres años? Es la primera vez que hablamos de tener hijos.
– Es que yo no quiero tener hijos, así, en abstracto. Quiero tener este concreto, con una mujer concreta que eres tú. ¿Que no me he dado cuenta de ello hasta que no me has dicho que estabas embarazada? Lo admito. Pero eso no quiere decir que mi deseo sea un capricho. Me hace mucha ilusión tener un hijo contigo.
Enzo se acercó a la mesa con la libreta y el bolígrafo en la mano.
– ¿Les tomo nota ya o todavía no han decidido?
– Yo tomaré los lumaconi.
El maître se sonrió ante el empecinamiento de Daniel con este plato:
– Tenemos otras diez clases de pasta en la carta. Y también hay pizza, hecha en nuestro forno di legna.
– Lo sé. Pero tengo antojo de lumaconi.
– Déjeme que le cambie al menos la salsa. En vez de al tartufo, al pecorino.
– Vale, pero como no me guste, te devuelvo el plato y me los traes al tartufo.
– ¿La señorita sabe ya lo que va a tomar? -preguntó el encargado.
– Lo mismo que él.
– ¿Lo mismo? Mujer, pide otra cosa, así podemos compartir.
– ¿También vas a decidir lo que tengo que cenar?
– No, Alicia, no es eso. Enzo, no se hable más: dos lumaconi al pecorino.
Enzo se alejó rápidamente de la mesa, viendo que amenazaba tormenta, y Daniel y Alicia permanecieron un rato en silencio. Ninguno de los dos quería estropear con una amarga discusión su cena de despedida, pero era evidente que las sensibilidades de ambos estaban a flor de piel. Por fin, Daniel rompió el hielo:
– Mira, si no quieres tenerlo…
– Yo no he dicho que no quiera tenerlo. Es que te veo tan despreocupado, tan frívolo con este tema, que me das miedo. Es como si no te dieras cuenta de la responsabilidad que implica ocuparse de un niño.
– Problemas económicos no vamos a tener, porque a ti te va de cine.
Era cierto. La excelente oferta económica que había recibido Alicia de la multinacional Computer Solutions había sido la razón de más peso para que aceptara «exiliarse» profesionalmente en Francia durante una buena temporada. Eso y el hecho incuestionable, reconocido por ambos, de que los dos necesitaban airear un poco la relación y volver a experimentar esa maravillosa sensación de echarse mutuamente de menos.
– Pero ¿no te das cuenta de que voy a tener que permanecer en Grenoble todavía un año y medio? Es lo que he pactado con ellos, no puedo volverme atrás. El niño nacería en Francia.
– La cuestión no es esa, Alicia. Lo importante aquí, lo único que cuenta, es lo que queremos hacer nosotros, nuestro proyecto de pareja. Si queremos tener el niño ¿vamos a renunciar a ello porque le viene mal a tu empresa concederte dieciséis semanas de baja por maternidad?
– ¿Proyecto de pareja? ¡Si a ti lo único que te obsesiona es tu ensayo sobre Beethoven, y ahora ese crimen espantoso! ¡Si me dejaste tirada en el aeropuerto, embarazada de cinco semanas, porque no te querías perder un concierto!
Una familia entera que estaba cenando un par de mesas más allá se volvió hacia ellos con curiosidad, al oír que la conversación empezaba a subir de tono.
– Será mejor que nos tranquilicemos. A este paso vamos a salir en las noticias -dijo Daniel.
– Necesito sentirme querida, que te ocupes un poco más de mí.
– Lo sé. Pero ahora estoy dándole un empujón muy fuerte al libro, porque si no, veo que no lo saco adelante.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
– Se lo debo a mi padre. El viejo me enseñó dos cosas fundamentales en la vida: la primera, que cuando surge un problema, lo primero que hay que hacer es chequear las cosas más sencillas. Ya sea una puerta que no abre, un chisme electrónico que no funciona, el coche que no arranca, o incluso en los roces entre dos personas, siempre hay que ir a lo más elemental. El noventa por ciento de las veces, se trata de un cable suelto, la tecla on que no estaba apretada, o que la persona que te ha herido no quería en realidad decir lo que dijo.
– ¿Y la segunda cosa?
– El amor a Beethoven. De hecho, lo ponía tanto en casa cuando era pequeño que es un milagro que no acabara odiándolo. Cuando estaba de mal humor, se iba al cuarto del fondo, y escuchaba a Beethoven, durante horas, a oscuras. En cierta ocasión me angustié muchísimo, porque le sorprendí llorando. Pensé que se había peleado con mi madre o que le habían echado del trabajo, pero él me sonrió y me dijo, acariciándome la cabeza: «No me pasa nada, Daniel. El problema no es llorar, sino no poder hacerlo. Siempre que estés triste y no puedas derramar unas lagrimitas, escucha el adagio de la Novena Sinfonía».
– Qué hombre tan sensible; el mío -ya le conoces- es bastante más básico.
– Aunque ya no pueda leerlo, a mi padre le encantaría saber que he terminado el libro sobre Beethoven, que empecé cuando él todavía vivía.
– ¿Tienes ya editor?
– Random House podría estar interesada.
– Entonces tu ensayo debe de ser muy bueno. ¿Qué cuentas en él?
– La manera de trabajar de Beethoven, por ejemplo. Tenía la costumbre de anotar sus ideas, para que no se le olvidasen, en una libreta que siempre llevaba consigo. Pero esos bocetos no eran un simple post-it. A partir de ahí, y a lo largo de decenas de páginas, se puede ver cómo Beethoven va elaborando esa sencilla chispa inicial y la va enriqueciendo por el procedimiento de conectarla con otras ideas. Yo quiero contarle al lector no solamente cómo desarrolla un genio el material creativo, sino por qué es superior musicalmente hablando, la idea final a la de partida. Eso es algo que no se puede llevar a cabo con ningún otro titán de la música. ¿Te acuerdas de Amadeus?
– Perfectamente.
– Salieri se queda boquiabierto, y por supuesto verde de envidia, cuando Constanza le lleva las partituras manuscritas de Mozart y ve que no tienen ni un solo tachón, que no hay correcciones. Salieri dice, textualmente: «He had simply written down music already finished in his head. Page after page of it as if he was just taking dictation».
– ¿Te sabes los diálogos en versión original?
– ¿Qué quieres? La habré visto en DVD por lo menos veinte veces, se me ha quedado. Pues eso, que no es ninguna invención de la película, porque Mozart tenía una facilidad milagrosa para componer. No se puede decir lo mismo de Beethoven, al que le costaba muchísimo elaborar sus obras. Eran partos interminables, a veces muy dolorosos.
– Ya hemos sacado el tema otra vez, ¿no?
Enzo llegó en ese momento con los dos platos de pasta y Daniel se apresuró a probar la nueva salsa al pecorino, ante la expectante mirada del maître.
Tras paladearla en su boca, como si fuera un catador de vinos, Daniel sentenció:
– Me gustan más al tartufo.
– ¿Me llevo el plato?
– No, vamos a darle una oportunidad.
Mientras Enzo se alejaba satisfecho, Alicia dijo:
– Bueno, y respecto a esa misteriosa partitura, ¿qué has sacado en limpio?
– Mujer, dame por lo menos cuarenta y ocho horas. ¿Tú sabes la cantidad de maneras que hay de encriptar un mensaje con notas?
– ¿Por ejemplo? Dime una.
– Que las notas sean letras. En la notación alemana…