– Sí, ya me lo has contado alguna vez -interrumpió Alicia-. Muy bien, supongamos que las notas son letras. ¿En ese caso, qué diría la partitura?
Daniel sacó un papel del bolsillo, en el que había una serie de letras anotadas bajo las notas, y se lo mostró a Alicia.
– Son cuarenta letras en total -expuso Daniel-. Las he sacado del pentagrama y las he combinado de mil maneras, por ejemplo, agrupándolas como un rectángulo, por si se trata de palabras ocultas en una sopa de letras. Pero no he encontrado ninguna.
– A lo mejor no es una sopa de letras. Quizá se trate de un anagrama, o sea, que con todas esas letras, se pueda formar una frase que tenga algún significado.
– Es para volverse loco. Sobre todo teniendo en cuenta que hay otras maneras de encriptar mensajes con notas.
Daniel dio la vuelta al papel donde estaban escritas las notas y dibujó un pentagrama con una escala musical.
Luego le explicó a Alicia:
– Había una práctica muy común en el siglo xviii para enviar mensajes cifrados que era hacer corresponder las doce primeras letras del alfabeto a otras tantas notas ascendentes y las siguientes doce a un grupo de notas descendentes. Por ejemplo, tu nombre, Alicia, encriptado con este sistema quedaría así:
Alicia se quedó mirando las seis notas con cara complacida y dijo:
– Siempre he sabido que tenía un nombre muy musical.
– Los mensajes escritos con esta técnica -continuó Daniel- tienen la ventaja, el inconveniente, en nuestro caso, de que solo pueden ser descifrados si el destinatario tiene el código, que es totalmente arbitrario. Es decir, aquí, por ejemplo, he hecho corresponder la letra A a un do, pero bien podríamos pactar que la A es la nota re, y así sucesivamente.
– Madre mía, ¡qué berenjenal! -exclamó Alicia-. No me extraña nada que esa juez necesite un asesor musical. ¿Te van a pagar?
– No me ha comentado nada.
– Pues háblalo ya, para evitar malos rollos. No vaya a ser que le soluciones el caso a la policía y tú te quedes a dos velas.
– ¿Qué me importa ahora que me paguen o no? Si lograra descifrar la partitura ¿te das cuenta del giro copernicano que daría mi vida? Además de que podría ayudar a resolver un asesinato, quizá me revelaría el paradero del Santo Grial de la música: el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Mi nombre quedaría inscrito, ya para siempre, en letras así de grandes, en la musicología moderna.
– Hablemos de nuestro próximo encuentro. ¿Cuándo puedes venir a Grenoble?
– No te interesa nada lo que estoy contando, ¿no?
– Yo creo que ya lo hemos hablado todo. El tema no da más de sí.
– Necesito que me ayudes a pensar. Tú eres muy buena razonando.
– Soy realista, y desde mi realismo te digo lo siguiente: si Beethoven era tan perfeccionista como acabas de contar, todo el día tachando y corrigiendo para lograr la obra de arte perfecta, lo más probable es que aunque efectivamente hubiese completado un primer manuscrito de la Décima Sinfonía, luego lo destruyese.
– ¿Por qué dices eso?
– Por algo no ha aparecido el manuscrito en todos estos años, ¿no?
– Brahms, que fue, por así decirlo, el heredero musical de Beethoven, sí que quemó muchas de sus obras por pura vanidad, para que, al morir él, la gente no pudiera comprobar lo imperfecta que era su música antes de alcanzar la madurez creativa. Se dice incluso que destruyó los manuscritos de sus sinfonías Quinta y Sexta, que jamás vieron la luz. Pero Brahms era una personalidad totalmente opuesta a Beethoven, que era la quintaesencia de la confianza en sí mismo. Si Beethoven completó la Décima, como yo sospecho, estoy convencido de que no la destruyó.
– En ese caso, ¿qué ha sido de ella? ¿Por qué no ha aparecido en todos estos años?
– Es un misterio. Muchas de las óperas de Monteverdi, por ejemplo, se han perdido. Parece ser que hubo un saqueo terrible en Mantua, donde él era director musical, perpetrado por las tropas del emperador austríaco. Tampoco aparecen muchas de las obras de Bach, debido a que este tuvo infinidad de hijos, algunos de los cuales malvendieron las partituras que su padre les había dejado en herencia. Pero en el caso de Beethoven, no logro encontrar una explicación para la pérdida del manuscrito.
– Lo mejor es no obsesionarse. Si tiene que aparecer, aparecerá. Y ahora en serio: ¿cuándo vienes a Grenoble? Te quiero presentar a una amiga mía suiza, Marie-Christine, que es pintora en sus ratos libres. Me está haciendo un retrato en su estudio. Le he hablado mucho de ti y me consta que arde en deseos de conocerte.
– Entonces, ¿para qué necesitas que vaya a Grenoble? Si te lo estás pasando bomba. No puedo imaginar nada más divertido que posar durante horas en el estudio de una suiza.
– Dentro de dos semanas hay un puente largo. Si consigues billete en el vuelo del viernes por la mañana…
– ¿Vamos a tener el bebé o no? -interrumpió secamente Daniel.
– ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
– Nada. Pero me parece más importante dejar aclarado eso antes de que te vayas que la fecha de nuestro próximo encuentro.
– ¿Qué me estás queriendo decir? ¿Que si en este momento no me parece oportuno tener un hijo contigo, no vas a venir ya a verme?
– Alicia, ¿aun no te has marchado y ya quieres planificarme la vida con un viaje a Grenoble?
Las palabras de Daniel tuvieron el mismo efecto sobre Alicia que si este le hubiera propinado un guantazo en la cara.
– ¿Planificarte yo la vida? ¿Desde cuándo te he planificado yo nada?
– Ahora tratas de hacerlo, justo ahora que estoy metido de lleno en la resolución de un crimen.
Alicia estampó con fuerza el cubierto que tenía en la mano sobre la mesa y se puso en pie de un salto.
Todo el restaurante enmudeció de pronto, esperando el desenlace final de una escena que llevaba ya acaparando la atención de los cliente desde hacía un buen rato.
– ¿Adónde vas?
– ¿Adónde voy yo? Querrás decir que adónde vas tú. Yo te lo voy a decir. ¡Te vas a la mierda!
Y diciendo esto, salió hecha una hidra del restaurante, y dejó a Daniel solo y a merced de las miradas y cuchicheos de los comensales que abarrotaban el local.
20
El matrimonio Bonaparte, que se alojaba en el mismo hotel que la hija de Thomas, Sophie Luciani, llamó a la puerta de la habitación de esta, aunque de su pomo colgaba el cartel de no molesten. Como no respondía, la princesa le dijo a su esposo:
– No contesta. ¿Le habrá pasado algo?
– Sí, que han asesinado a su padre.
– No te pongas sarcástico conmigo, no lo soporto -le espetó la mujer.
La princesa volvió a insistir un par de veces con los nudillos, y como seguía sin obtener respuesta, Bonaparte le dijo:
– Que oiga tu voz. Si te limitas a aporrear la puerta pensará que eres el servicio de habitaciones.
– ¡Sophie! ¡Sophie! -gritó la princesa.
Transcurrieron unos segundos, al cabo de los cuales la puerta se entreabrió. Al empujar la hoja hacia dentro, los Bonaparte comprobaron que la habitación estaba en penumbra y que Sophie, que había regresado inmediatamente a la cama tras franquearles la entrada, yacía inmóvil en ella, con los ojos cerrados, abatida por el dolor de la reciente pérdida.
– Sophie, vamos a salir a cenar -dijo la princesa-. ¿Nos acompañas?
Sophie Luciani movió ligeramente la cabeza de un lado a otro para declinar la invitación. La princesa preguntó: