– ¿Puedo encender la luz?
Sin abrir los ojos, Sophie extendió la mano hasta la lámpara que había sobre la mesita de noche y accionó el interruptor de la bombilla. La habitación llevaba un par de días sin hacerse, como era evidente por el grado de desorden que imperaba en ella.
– Te conviene salir, Sophie -intervino el príncipe-. Llevas demasiado tiempo aquí encerrada. No te has movido desde que te sometieron a la tortura de tener que contemplar la cabeza de tu padre.
– Estoy bien -aseguró la hija de Thomas-. Id vosotros, yo no tengo ganas.
La princesa se sentó en la cama, junto a Sophie y le acarició delicadamente la cabeza. Esto provocó que ella, por fin, abriera los ojos. Los tenía hinchados y enrojecidos.
– Aunque no era nuestra intención -dijo Bonaparte desde el segundo plano en el que estaba-, nos vamos a quedar unos días más en España para estar contigo.
– Gracias -murmuró Sophie-. No sé qué haría sin vosotros.
Hubo una pausa, durante la cual el príncipe Bonaparte estuvo evaluando si formular ya una pregunta que le rondaba la cabeza. Por fin se animó y dijo:
– Sophie, ¿le has hablado a la policía de nosotros?
– Solo les dije que estabais en mi mismo hotel. ¿Por qué?
– Querida -repuso la princesa-, creo que les contaste algo más. ¿No es cierto que les dijiste que al volver del concierto viniste a nuestra habitación?
– ¿Es que la policía ha hablado con vosotros? ¿Os están molestando?
Los príncipes intercambiaron una mirada cómplice entre sí y ella dijo:
– Esta tarde ha estado aquí un subinspector llamado Aguilar y nos ha hecho un montón de preguntas: si conocíamos a tu padre, por qué no fuimos al concierto a pesar de haber sido invitados, dónde estuvimos aquella noche, etc. Hemos confirmado tu versión, que deberías habernos comunicado antes, pero la hemos adornado un poco, para que no puedan importunarte.
– ¿Importunarme? ¿A qué os referís?
– Tu padre, según los periódicos, fue asesinado entre las dos y las tres de la mañana. Cuando tú llegaste a nuestra habitación no serían más de las doce. Así que le hemos contado a la policía que estuvimos hablando hasta las tres.
– Eso no es cierto. Yo no me quedé en vuestra habitación más de media hora.
– Lo sé, pero dado que lo más probable es que tu padre te haya dejado toda su fortuna a ti, que eres su única hija, la policía va a hacer todo lo posible por incriminarte, dado que de momento eres la única persona con un móvil concreto.
– Pero ¿cómo puede alguien pensar esa monstruosidad? ¿Que yo maté a mi padre?
– Si no lo están pensando ya -continuó la princesa-, lo empezarán a pensar en cuanto se abra el testamento. Según lo hemos arreglado, tienes una coartada perfecta, puesto que nosotros vamos a dar fe de que estabas en nuestra habitación a la hora en que se cometió el crimen.
– ¿De verdad creéis que es necesario mentirle a la policía? Yo puedo demostrar que volví al hotel después del concierto. Tuve que pedirle la llave al conserje.
– Pudiste volver a salir durante la noche, aprovechando cualquier distracción del personal de hotel -dijo la princesa, plenamente satisfecha con su papel de abogada del diablo.
– Sois muy amables -replicó Sophie-, pero no creo…
– Sí que era necesario, Sophie -interrumpió el príncipe-. También por nosotros. Estoy a punto de empezar mi carrera política y no puedo permitirme, de ninguna manera, verme implicado en un escándalo. Nosotros somos tu coartada, pero tú ahora, te acabas de convertir en la nuestra.
– No estamos haciendo daño a nadie -apostilló la princesa-. Los tres somos inocentes y deseamos ver al culpable entre rejas cuanto antes. Lo único que deseamos es que la policía nos moleste lo menos posible. Imagínate que por cualquier motivo, nos pide el juez que no abandonemos de momento suelo español. ¡Para Louis-Pierre, que tiene una conferencia en Estocolmo dentro de unos días, sería una verdadera contrariedad!
Mientras Sophie trataba de evaluar si los príncipes estaban obrando correctamente, la princesa se fijó en que entre la multitud de objetos y papeles que abarrotaban la mesilla de noche, había una pequeña rueda de madera, llena de letras y números, con dos circunferencias concéntricas.
– ¿Qué es esto? -preguntó la princesa agarrando la rueda-. No lo había visto en mi vida.
– Es un regalo que me hizo mi padre, hace unas semanas, el día de mi cumpleaños. Se llama rueda de Alberti y sirve para encriptar y desencriptar mensajes.
21
A causa de la monumental agarrada que habían tenido en el restaurante, Alicia no permitió que Daniel la acompañara al aeropuerto, por lo que tuvieron que ser sus amigos Humberto y Cristina los que la acercaran a la terminal. Tras despedirse de ella, y a petición de Daniel, se reunieron con él en una cafetería cercana a su casa para desayunar juntos y que este pudiera desahogarse.
– Creo que esta vez has metido la pata hasta el fondo, compañero -le dijo Humberto mientras esparcía sobre la tostada que le acababan de servir, con gran minuciosidad y parsimonia, un fino reguero de aceite de oliva.
– La conozco. Ya se le pasará.
– ¿Que se le pasará? -replicó Cristina en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre en qué bando estaba-. ¿A quién se le ocurre presionarla para que tenga un niño? ¡Si parece que te importa másel bebé que ella!
– Yo sé lo único que le importa a Daniel en estos momentos -dijo Humberto-: la Décima Sinfonía de Beethoven.
– ¿También os lo ha contado? Pues en eso tiene razón. No puedo dejar de escuchar en mi cabeza la música que interpretaron en casa de Marañón y cada vez estoy más convencido de que era la auténtica sinfonía y no una mera reconstrucción. ¡Si pudiera demostrarlo!
– Tú lo que tienes que hacer ahora -anunció Cristina mientras le robaba a Humberto media tostada untada en aceite- es olvidarte un poco de Beethoven. No conviene obsesionarse tanto. Dejas pasar un par de días para que amaine el temporal y luego te coges un avión y te plantas en Grenoble con un ramo de flores. Tu chica necesita que la cuides y que la mimes, y más en un momento como este.
– ¿Cómo podrías demostrar -intervino Humberto dirigiendo una mirada torva hacia Cristina por arrebatarle la mitad de su desayuno- que lo que oíste en casa de Marañón era la auténtica sinfonía?
– Con la partitura que utilizó Thomas, que a su vez debe de ser una transcripción del manuscrito original de Beethoven. Estoy seguro, por muchos testimonios y cartas de la época, de que ese manuscrito existe. También podría tratar de obtener una grabación del concierto para estudiar la obra con calma y determinar, uno por uno, todos los elementos geniales que había en ella: el sello de Beethoven.
– ¿Por qué no intentas conseguir una de las dos cosas? A lo mejor Marañón grabó el concierto.
– Eso -apuntó Cristina-. Tú jaléale aún más, para que termine de olvidarse de que tiene una mujer y un bebé en camino de los que ocuparse.
– Esto también es importante, Cristina, no fastidies. Se trata de su desarrollo profesional y de su carrera. Mira como la otra no ha dudado un instante en marcharse dos años a Grenoble porque era bueno para su curriculum.
– De momento -recondujo Daniel- he de concentrarme en descifrar las notas del tatuaje que había en la cabeza de Thomas. Eso es lo que me ha pedido la juez, soy su perito.
– Una cosa no está reñida con la otra -dijo Humberto.
– Tienes razón. Podría solicitar también una entrevista con Jesús Marañón.
– ¿Te conoce?
– Estuvimos hablando un rato antes del concierto. Supongo que aún se acordará de mí. No sé si me recibirá, debe de tener una agenda muy cargada. Pero tal vez él grabara el concierto.